domingo, 19 de abril de 2020

Divina Misericordia. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

La Resurrección del Señor es la síntesis de toda nuestra fe, por ello el día de Pascua no se queda sólo en un domingo sino que se prolonga durante toda una Octava que concluimos hoy. Y si nos hemos preparado para esta Solemnidad durante cuarenta días, ahora la celebraremos durante toda una cincuentena. Es notable la enseñanza que ya la misma liturgia nos da por medio de la duración de cada tiempo propio en función de su importancia. Por ello la Pascua al ser el tiempo esencial en la salvación ocupa este amplio espacio. 

Este segundo Domingo de Pascua tiene nombre propio desde el 30 de Abril del año 2000, cuando el hoy ya San Juan Pablo II hizo público en la canonización de Santa Faustina Kowalska lo siguiente: es importante que acojamos íntegramente el mensaje el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de ''Domingo de la Divina Misericordia''. 

Esta moderna devoción recibió sus críticas en algunas sectores intraeclesiales, como si fuera la primera vez en la historia de la Iglesia que una revelación privada se extendiera por medio de la religiosidad popular, terminando por ser una celebración oficial en el calendario litúrgico de la Iglesia Universal. Pensemos por ejemplo en los orígenes del Corpus, sin ir más lejos. 

La teología de la Divina Misericordia está de actualidad en el magisterio de los últimos Pontífices, no sólo en San Juan Pablo II, que como buen polaco la sentía tan cercana, sino que también Benedicto XVI la hizo suya, empezando su primera Pastoral escrita precisamente abordando que Dios es Amor; y ni qué decir del actual Pastor de la Iglesia Universal, al cual algunos ya le califican como ''El Papa de la Misericordia'' por la importancia de este tema desde sus primeras intervenciones como Vicario de Cristo.

La Palabra de Dios de este Domingo nos ayuda a interiorizar esta verdad. En la primera lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles se nos dice cómo fueron los comienzos de la Iglesia, cómo vivían los primeros cristianos y cómo perseveraban en su fe... Ahí tenemos la muestra de que Cristo verdaderamente había resucitado para ellos no sólo físicamente, sino en sus vidas; prueba de ello fue con cuánto ardor se entregaron a dar a conocer esa Misericordia Divina de Aquél que murió y resucitó por puro amor. Compartían lo que tenía, llevaban una vida de fe, donde la ''fracción del pan'' -la Eucaristía- ocupaba un lugar central e insustituible, y desde ahí llevaban ayuda -la Cáritas- a sus propios hermanos de comunidad, a los pobres y a los que aún no había descubierto el Amor de Dios.

El Salmo 117 que nos sabemos de memoria por ser tan propio de este Tiempo, el cual se hace muy presente en este comienzo Pascual, hemos no sólo de leerlo y cantarlo desde la rutina en la convocatoria. Ante todo nos revela cómo antes incluso de Cristo, ya el pueblo judío había comprendido que nuestro Dios no es justiciero y vengativo, sino sobre todo, misericordioso. Por eso el salmista pide "dar gracias al Señor que es bueno, porque es eterna su misericordia. 

Y hoy no proclamamos una carta de San Pablo, sino de San Pedro, donde el primer Papa de la historia nos resumirá tan extraordinariamente la Resurección desde la Misericordia al decirnos: ''Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva''. Es decir, ¿por qué Dios resucita a su Hijo de entre los muertos? Por su gran misericordia, regenerándonos para una esperanza viva. Y nos dice aún más el apóstol Pedro, nos advierte: ...''aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo''...

No podían ser más actuales estas palabras para el momento que vivimos. Con tantísimos enfermos, difuntos y familias en apuros, San Pedro nos tranquiliza, nos garantiza que hay luz al final del túnel, y que los contratiempos no han de apartarnos de Dios, sino que vividos a su lado y junto a la Cruz nos ayudarán a madurar nuestra fe, redimir nuestras culpas y preparar nuestra alma para cuando llegada nuestra hora seamos examinados del amor que dimos o del que dejamos de dar. La misericordia que usemos, la usará el Padre con nosotros.


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