En la Sagrada Escritura vemos cómo se habla del discípulo amado; sin embargo, nunca se añade nombre a ese discípulo a reglón seguido, revelándolo de una forma clara. Sabemos que es San Juan; sí, pero ¿por qué precisamente él se ahorra ese dato sobre sí: ¿humildad?; ¿Por centrarse en lo importante, ó, no será que pretende dejar ese hueco para que yo ponga ahí mi propio nombre y persona? Tú eres el discípulo amado cuando no defraudas su amor, cuando no le sacas de tu vida y caminas según sus preceptos. ¿Y qué da Él a cambio? Se hace presente en tu día a día, te muestra su corazón y te da a su Madre para que veas cómo en verdad eres de su familia. Sólo el discípulo amado es quien ahonda las profundidades del amor encarnado, de su querer con corazón de hombre y de su latido de eternidad. Por ello, cada vez que acudimos a la eucaristía somos el discípulo querido y amado que presencia con sus ojos la entrega del Señor por puro amor. La lanza que traspasó su costado hizo brotar sangre y agua; es decir, todo lo ha dado -absolutamente todo- por nuestro bien. Durante la celebración de la Santa Misa el sacerdote, llegado el momento del ofertorio, mezcla en el cáliz el vino y el agua recordándonos ese costado abierto por el que vislumbramos su corazón y hacemos nuestra la verdad de cómo al igual que la gota de agua se funde en el vino, así la humanidad y la divinidad de Jesucristo estaban perfectamente unidas en Él. También con nuestra participación en la eucaristía nos unimos a Cristo -a su sacrificio y a su gloria- y se hace verdad en nosotros lo que reza la oración que el presbítero o el diácono realizan al derramar la gota de agua en el cáliz en la presentación de los dones, inspirada en la segunda carta de San Pedro (2 Pe 1,4), que dice: ''El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina, de quien ha querido compartir nuestra condición humana'' (Misal Romano Nº 133). He aquí lo que brota del costado del Jesús, de la Divina Misericordia: ''agua y sangre''. Bien resumió esta imagen San Juan al decir del Señor: "Este es el que vino mediante agua y sangre: Jesucristo; no solo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad" (1 Jn 5,6).
Y lo que en el ofertorio de la misa tan solo eran agua y vino, minutos después por la acción del Espíritu Santo se convierten en su cuerpo glorioso y en su preciosa sangre. El salmista al cantar las plagas que sufrió Egipto antes de la Pascua, dice de Dios que ''Convirtió sus aguas en sangre'' (Sal 105); también aquí se convierte un simple vino con algo de agua en sangre, pero no una sangre cualquiera, sino la sangre del Cordero Pascual, Jesucristo, por cuya expiación quedaron canceladas todas nuestras culpas. ''En Él tenemos la redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados según las riquezas de su gracia'' (Ef 1, 7). Su sangre lava, purifica y redime nuestra humanidad, en esa fuente salvadora de su propio pecho que, incluso en la muerte, fue capaz de regalar vida. Ese regalo último de amor es lo que vio tan claro Santa Faustina Kowalska, como ella misma describiría después: “Durante la oración oí interiormente estas palabras: Los dos rayos significan la Sangre y el Agua. El rayo pálido simboliza el agua que justifica a las almas. El rayo rojo simboliza la sangre que es la vida de las almas. Ambos rayos brotaron de las entrañas más profundas de Mí misericordia cuando Mí Corazón agonizante fue abierto en la cruz por la lanza. Estos rayos protegen a las almas de la indignación de Mí Padre. Bienaventurado quien viva a la sombra de ellos, porque no le alcanzará la justa mano de Dios. Deseo que el primer domingo después de la Pascua de Resurrección sea la Fiesta de la Misericordia" (Diario de Sor Faustina 299). Agua que justifica y sangre que vivifica por pura misericordia suya para con nosotros. El Resucitado viene con agua y sangre, con Espíritu y fuego: ''Y mostraré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra'' (Hch 2,19). Prodigios que brotan de su Corazón...
Jesucristo es el rey de las periferias, pues el trono del madero no estaba en plena ciudad, sino extramuros; otro paralelismo más se da a los corderos que mandó Dios sacrificar para la última cena pascual que su pueblo celebró bajo el dominio egipcio: ''Porque los cuerpos de aquellos animales, cuya sangre es llevada al santuario por el sumo sacerdote como ofrenda por el pecado, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta'' (Heb 13, 11-12). Por eso hemos de salir de la ciudad, de nuestra comodidad, de nuestro interior, para ir al encuentro del Señor que vive a la intemperie, en el pobre y el que sufre... ¿Y qué era Cristo en la Cruz, sino un pobre al que habían despojado de sus vestiduras y un mártir de sufrimientos? Por eso todo dolor y toda pobreza encuentran su consuelo en el madero santo. En él encontramos el acto supremo de la misericordia, cuando el cuerpo del Señor se convierte en fuente de redención por la herida del costado, esa sangre que lava, limpia y purifica. La misericordia brota de la Cruz, del amor de Dios por toda la humanidad que le llevó a entregar a su Hijo al suplicio. Cristo no sólo muere el Viernes Santo, ni únicamente nace el día de Navidad, ni solamente resucita el Domingo de Pascua, sino que todos los días baja a la tierra a morir y resucitar por nosotros en el ara del altar donde se inmola. Él ha cumplido su parte, ahora ''cada uno dé como propuso en su corazón'' (2 Cor 9,7).
Corazón abierto
El corazón de Cristo, al igual que su misericordia, no tiene muros, candados ni llaves; está siempre abierto. Y si ya estaba abierto a los que se acercaban a Él en su vida terrena y así lo experimentaron, desde su muerte y resurrección lo está de un modo pleno y absoluto. San Longinos nos permitió contemplar un corazón traspasado, y ahora Santo Tomás nos concede ver un corazón abierto. En el apóstol incrédulo podemos ver la realidad del hombre que, sin fe o con ella, no ha vivido en primera persona la experiencia del encuentro personal con Cristo. No creyó al ver al Resucitado con sus ojos, al verle comer y beber, al dialogar con Él, no; sólo y únicamente creyó al meter la mano en su costado, al sentir su corazón, al descubrir no solamente que Jesús está vivo, sino que, además, no le echa en cara su incredulidad, sino que le ama con todo el corazón: ''Trae tu mano y métela en mi costado'' (Jn 20, 27)
¿Y qué quiere de nosotros este Jesús Misericordioso?; ¿Cómo hacernos partícipes plenamente del triunfo de su Pascua? Cristo no es un hombre cualquiera, sino el Hijo de Dios que vino al mundo y amó a la humanidad como nadie la ha amado nunca. En el Hijo vemos al Padre, dado que Dios es ''rico en misericordia''. Y esto es el cuadro de la Divina Misericordia; Cristo Resucitado aparecido a los suyos en el cenáculo, el Señor viene a soplar sobre ellos su espíritu con el corazón abierto de par en par. Y en esta devoción se hace más palpable al pueblo fiel la unión inseparable de la muerte y la resurrección de nuestro Salvador que constituye el todo inseparable del misterio pascual. El Viernes Santo empezamos la Novena a la Divina Misericordia, para celebrarla solemnemente al concluir la Octava -ese domingo "in albis" que se decía antiguamente-. Y la oración de la Coronilla de Misericordia nos traslada precisamente al Viernes Santo, a la hora Nona, al momento en que expiró el Señor. Quizás por esto el culto a la Divina Misericordia ha sido tan bien acogido y extendido en el mundo entero, pues nos recuerda que el crucificado es ahora el Resucitado, que el que murió ahora vive. Y derrama su misericordia a manos llenas ''para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna'' (Jn 3,16).
El corazón de Cristo, que es el Jesús de la Misericordia, se caracteriza por ser filial, por estar unido al Padre y en sus manos. La desconfianza es lo último que siente un hijo de sus padres, y es que cuando nos dejamos en manos del Señor, hemos de sentirnos así, como el pequeño que duerme seguro porque sabe que alguien vela, que alguien le protege y arropa. Es una estampa conmovedora que la vemos también en los animales. Cuando una cría se escapa por curiosidad del lugar de cobijo, veloz aparece su madre a rescatarla, a tomarla y ponerle en lugar seguro. El amor incondicional y sin fisuras es el único verdadero que todo lo perdona. Como reza el salmo: ''Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre'' (Sal 130). Así Dios Padre derrama su amor a nuestro Señor por medio del Espíritu Santo. Somos hijos de Dios, hermanos en la fe, llamados a vivir en comunidad de amor. Y el problema mayor de nuestra vida de fe radica en nosotros mismos, pues en boca del Papa Francisco ''Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia''. El Señor nos ofrece su perdón, lo cual nos reclama estar a la altura, a no dejarnos engañar por cuentos baratos, sino vivir nuestro ser cristiano apoyado continuamente de la confesión y la eucaristía. ''Así, pues, acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos'' (Heb 4,16).
Corazón que acoge y perdona
La sexta promesa del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque en Parey-le-Monial, fue precisamente esa: "Los pecadores hallarán en mi corazón la fuente y el océano infinito de la misericordia". Por esto tienen tanto en común la devoción al corazón de Jesús y la devoción a la Divina Misericordia, pues solamente hay misericordia con corazón, y lo que más abunda en el corazón de Cristo es precisamente misericordia. ''Más por tus muchas misericordias no los consumiste, ni los desamparaste; porque eres Dios clemente y misericordioso'' (Neh 9, 31).
Y si hay unos pobres que sufren por no corresponder al amor de su corazón, esos somos nosotros los pecadores. Por ello, uno de los mandatos del Resucitado a los suyos es precisamente no sólo ir a todo el mundo a darle a conocer, sino a redimir del pecado del que son prisioneros: "Jesús entonces les dijo: Paz a vosotros; como el Padre me ha enviado, así también yo os envío. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes retengáis los pecados, les son retenidos" (Jn 20, 21-22). Por ello, San Juan Pablo II eligió el mejor día para celebrar la Divina Misericordia, pues es Jesús Resucitado quien los llama a perdonar por medio de la acción del Espíritu Santo. Es Cristo vivo quien nos muestra las marcas de su pasión por las que fuimos salvados, esa es la Puerta de la Misericordia: ''Él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia, sino por su misericordia'' (Tit 3,5)
Este culto a la Divina Misericordia es una devoción relativamente moderna -digo relativamente, pues la misericordia del Señor está por encima del tiempo- pero es verdad que esta forma de visualizar la misericordia de Dios en una imagen concreta nos lleva al reciente siglo XX. Creo que es tan conocida que no tiene lugar relatar ahora todo el proceso histórico, pero sí quiero quedarme en el contexto en el que empieza: Płock (Polonia) 1931. Tiempos durísimos para el país; y el Señor se hace presente por medio de una sencilla religiosa para dar de nuevo a conocer su amor. Justo cuando Polonia estaba siendo martirizada por partida doble, por comunistas y nazis, por los de un extremo y el otro, Jesús mismo, vivo, resucitado y misericordioso les sale al paso, no sólo al de ellos, sino al de toda la humanidad herida y destrozada precisamente por la falta de perdón, de amor, de paz. Y es concretamente Santa Faustina quien recibe las revelaciones no en la cocina ni en el jardín, sino en la eucaristía. Dios siempre nos habla en la eucaristía; siempre los místicos viven sus experiencias más fuertes en ella. También Santa Margarita María tuvo las revelaciones del Sagrado Corazón en la eucaristía. Y es que decir misericordia, eucaristía y corazón es hablar del amor mismo de Dios. También a nosotros el Señor nos sale al encuentro en los momentos de mayor prueba para reconfortarnos en su corazón, para fortalecernos con su cuerpo y levantarnos de nuestros errores por su misericordia. Dios nos da por medio de su hijo el perdón y, a menudo, hasta eso despreciamos ingratamente. También es una invitación a imitar al Señor: ''Nunca se aparten de ti la misericordia y la verdad; átalas a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón'' (Prov 3,3).
Toda alma que cree y tiene confianza en mi Misericordia, la obtendrá.
La última tabla de salvación es recurrir a mi Misericordia.
Yo soy el amor mismo y la misma misericordia.
Las almas que veneran mi misericordia, brillarán con un resplandor especial en la vida futura.
Ninguna de ellas irá al fuego del Infierno.
Defenderé, de modo especial, a cada una, en la hora de la muerte.
A las almas que propagan la devoción a mi Misericordia, las protejo durante toda su vida, como una madre cariñosa a su hijo recién nacido.
A las almas que propagan la devoción a mi Misericordia, las protejo durante toda su vida, como una madre cariñosa a su hijo recién nacido.
A la hora de la muerte, no seré para ellos Juez, sino su Salvador Misericordioso.
Que no tema acercarse a Mí el alma débil, pecadora.
Que no tema acercarse a Mí el alma débil, pecadora.
Aunque tuviera más pecados que granos de arena hay en la tierra, todo desaparecerá en el abismo de Mi Misericordia.
No puedo castigar, aún al pecador más grande, si él suplica Mi Compasión; sino que lo justifico en mi insondable e impenetrable Misericordia.
Quien no quiera pasar por la puerta de Mi Misericordia, tendrá que pasar por la puerta de Mi Justicia.
Quien rezare la coronilla "una sola vez", tendrá, a la hora de su muerte, Mi Misericordia infinita.
Cuando una persona (un alma) exalta Mi Bondad, Satanás tiembla y huye, lleno de rabia, al fondo del Infierno.
No puedo castigar, aún al pecador más grande, si él suplica Mi Compasión; sino que lo justifico en mi insondable e impenetrable Misericordia.
Quien no quiera pasar por la puerta de Mi Misericordia, tendrá que pasar por la puerta de Mi Justicia.
Quien rezare la coronilla "una sola vez", tendrá, a la hora de su muerte, Mi Misericordia infinita.
Cuando una persona (un alma) exalta Mi Bondad, Satanás tiembla y huye, lleno de rabia, al fondo del Infierno.
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