lunes, 6 de mayo de 2019

Para un católico la solidaridad es un fracaso. Por Rodrigo H. Migoya


Hoy particularmente se han puesto de moda los pobres, las misiones y la ONGs, a veces expresión de un infame postureo -como se dice ahora- de un ego proyectado en la dimensión social. Quizás haya más experiencia de pobres y de misiones, pero al final muchas veces esto se queda en una foto bonita con la que presumo que he ayudado al mundo, cuando el mundo, los pobres y las misiones necesitan algo más que gente que quiera salir en la foto, y están tan cerca que no hace falta el avión para llegar a ellos.

La batalla del lenguaje -no idioma- es la primera contra la secularización, dice a menudo el Padre Santiago Martín: estado–patria; semana santa–vacaciones de primavera; optimismo– esperanza... y se nos escapan ya ahí las valoraciones humanas y se evidencian configuraciones personales que no corresponden a los verdaderos sentimientos misionales católicos. Utilizamos conceptos que no son nuestros, como por ejemplo “la solidaridad”, “semana solidaria”, “campaña de solidaridad” y mil casos parecidos que nos suenan familiares. Y es que la solidaridad se trata de una actitud hermosa, excelente, pero no es lo nuestro; lo nuestro es la caridad. La solidaridad se limita en ayudar al otro según la sensibilidad, ayudas por que te duele ver un problema, porque te lo pide el cuerpo, pero ahí se queda todo. Ahí está esa preciosa película ‘’Cadena de favores’’ sobre la necesidad del mundo de sentir la empatía del otro.

Y es que la solidaridad es buena, no es mala, pero no es lo que nosotros debemos hacer ni sentir; no corresponde a lo que Cristo quiso legarnos la noche de su pasión en la ley nueva del amor. La solidaridad tiene un límite. Uno en ella considera que ya ha cumplido con su misión y se da por satisfecho con su aportación al mundo. Ahí está el problema principal de los voluntariados; hay muchas casas de caridad de religiosas y religiosos que prefieren pagar a un personal fijo, pues la esperanza -y la realidad- les ha demostrado que no se puede contar siempre con la gente. Igual un día tienen veinte voluntarios y otro están solas las monjas para todo. Hoy el cuerpo te pide pobre y vas, hoy el cuerpo te pide excursión y los dejas…

Ahí está la diferencia con una solidaridad que se agota. Mientras que la caridad no tiene límite, medida ni final. San Pablo en Corintios 1,13 así lo apuntaba: lo más grande es la caridad. Pasará la fe, pasará la esperanza, pero la caridad no, que es el amor. Es la Palabra que permanecerá cuando cielo y tierra se acaben, pero el Corazón de Cristo triunfará.

También de ello nos “contaminamos” los cristianos y en particular los católicos. Al quitar la motivación religiosa de las acciones humanas nos quedamos al nivel de los demás y no sabemos ir más allá, y la semántica populachera nos vence y condiciona. Nosotros no hacemos las cosas por simple solidaridad, las hacemos las por Cristo que dio su vida por nosotros, y por esa caridad yo comparto la mía con el pobre, con el prisionero, con el enfermo… Que no nos roben el alma del sentido pleno de la caridad ni nos la adulteren con sinónimos prefabricados para desposeer de Dios el noble sentimiento humano.

El cristiano tiene una deuda con Cristo, y a Él se la “devuelve” no sólo siendo bueno y ayudando a otros, no; el cristiano con su vida en caridad devuelve el bien que previamente Cristo ha tenido con nosotros por medio de la Cruz. He aquí el “secreto” de ese “Evangelizare pauperibus”: El espíritu del Señor está sobre mí, porque él es quién me ha ungido, me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres. 

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