miércoles, 15 de mayo de 2019

Libertad religiosa y bien común. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

La religión, ante el fundamentalismo y el relativismo ético

La declaración conciliar ''Dignitatis humanae'', sobre la libertad religiosa, fue aprobada el 7 de diciembre de 1965. No posee el altísimo rango de las constituciones dogmáticas del Concilio Vaticano II, pero es un exponente muy claro de lo que la Iglesia pretendía con la celebración de esa celebración de esa asamblea de todos los obispos católicos: redefinir el modo de hacerse presente en el mundo actual, en el que el pluralismo religioso y la cultura política demográfica han devenido señas identificativas e incuestionable.

La Iglesia afirma rotundamente que todos los derechos radican en la centralidad de la persona humana. Creada por Dios, ésta trasciende al orden sociopolítico y no puede ser constreñida ni dirigida por nadie en las elecciones fundamentales de su existencia, especialmente las concernientes a la fe religiosa, que, aún en un contexto ateo, agnóstico, indiferente o adverso, se abre camino no por medio de imposiciones o coacciones, sino por una imparable o irresistible dinamismo inherente a la verdad.

Han transcurrido casi 55 años desde la publicación de la ''Dignitatis humanae'' y los tiempos han cambiado. Es por ello que la Comisión Teológica Internacional, un organismo adscrito a la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha elaborado un documento en el que aborda la cuestión de la libertad religiosa hoy. Se titula ''La libertad religiosa para el bien de todos. Acercamiento teológico a los desafíos contemporáneos''. 

La radicalización religiosa calificada de ''fundamentalismo'', la neutralidad y el ''totalitarismo mórbido'' del Estado democrático liberal respecto a las confesiones religiosas, el relativismo ético, la proliferación de derechos subjetivos y la desfiguración de la idea misma de derecho, la marginación de la religión en la esfera pública, las transformaciones hacia hacia la inanidad en la cultura humanística, la reducción de la democracia a mero formalismo procedimental, son algunos de los elementos que el documento de la Comisión Teológica Internacional considera como más representativos de este periodo de la historia.

Dicho lo cuál, y aún cuando las circunstancias no sean favorables al desarrollo del hecho religioso, como en otros tiempos, o tal vez precisamente por eso, las religiones no pueden dejar de interrogarse acerca de su modo de estar en el mundo y su manera de presentarse ante las justas exigencias de la razón ''digna'' del hombre. Y no por una mera estrategia de contemporización interesada, para sobrevivir en un entorno declaradamente hostil, sino por lo que en verdad son y representan. 

Un espíritu auténticamente religioso cultivará siempre la relación con Dios como un bien para los demás, y esta experiencia ha de revertir en los otros como una bendición: inductora de proyectos, inspiradora de realizaciones y revitalizadora de energías. Cierto es que han existido, como atestigua la historia, deformaciones, pero la categoría ''conversión'' , inscrita indeleblemente en la entraña del alma religiosa, ha hecho posible, una y otra vez, el milagro inacabable de reconducir hacia el bien, la luz y el amor, a quien ha errado en su camino o en sus propósitos: ''Todos los días puedes morir y, a la vez, resucitar. Nada está perdido cuando todo está perdido'', decía el pintor Marc Chalmé. 

La religión auténtica no puede ser un factor de violencia, como lo ha puesto también de manifiesto otro documento de la Comisión Teológica Internacional, ''Dios Trinidad, unidad de los hombres. El monoteísmo cristiano contra la violencia''. Al contrario, ha de ser un factor de mediación y cohesión social, y contribuir, con humildad, sin delirios de omnipotencia, ni mesianismos mundanos, por medio de una sana y respetuosa colaboración con los Estados, y aportando su intrínseca especificidad, a que todas las naciones de la tierra convivan en paz.

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