Me resultó llamativo hace unos meses el hecho de que, en la tienda del Museo Británico, en Londres, fuera mayor, en los estantes, el despliegue de ejemplares de un librito dedicado a Isabel II que las monografías sobre historia, geografía o arqueología. Acabé comprándolo. Se titula “The wicked wit of Queen Elizabeth II”. En él se recogen episodios y comentarios ingeniosos de la reina. Divertidísimos.
En la misma editorial hay uno sobre Felipe de Edimburgo: “The wicked wit of Prince Philip”. Sobre el esposo de la reina Isabel existe algún otro libro de semejantes características, porque, en ocurrencias, era inigualable entre sus homólogos de sangre azul. Hay uno que se titula “I know I am rude”. Es del mismo tenor que los anteriores y se ve, por la autodefinición, que el duque era bien consciente de que la diplomacia no era precisamente lo suyo.
Imagino que la tradición le habrá atribuido dichos y hechos que no se corresponden plenamente con lo acaecido o puede incluso que ni siquiera hayan tenido lugar. Y hay uno que no sé si sucedió realmente. Me refiero a aquel comentario suyo, a propósito de las obras no fácilmente comprensibles de un artista contemporáneo, que el duque de Edimburgo clasificó de esta manera: si cuelgan de la pared, son cuadros; si puedes dar vueltas en torno a ellas, son esculturas. Y la que tenía delante de él, en el momento en el que expresaba estas opiniones, servía, a su juicio, para colgar las toallas.
Esta situación, si es que realmente se dio, es cómica. Como también lo es la de aparcar unos patinetes eléctricos en la obra de un artista que adorna los jardines del Campus universitario del Milán, en Oviedo. Se trata de un largo elemento metálico que serpentea haciendo grandes espirales sobre el césped, en las que los usuarios dejaron apoyados los patinetes. Sé de estudiantes de Historia del Arte en ese Campus que jamás repararon en la presencia de la mencionada obra. Y eso que está en un sitio bien visible.
Son inadvertencias. Como las de la persona responsable de colocar en su justo orden las magníficas xilografías de Salvador Dalí sobre la “Divina Comedia” de Dante Alighieri que se exhiben en el Centro Niemeyer de Avilés. El título de la exposición es “Dibujar lo escrito”. Magnífica. Y pregunto: ¿No cabría poner algún banco en el centro de las salas con el fin de que el visitante pueda contemplar, cómodamente sentado, el conjunto de las xilografías?
A mi entender, sin embargo, están intercambiadas, en los cantos del Infierno, las que corresponden a los números 19 (“Los simoníacos”) y 26 (“Los habitantes de Prado”); en los del Paraíso, 13 (“Así se creó la tierra”) y 14 (“La aparición de Cristo”), 29 (“La creación de los ángeles”) y 30 (“Para el Empíreo”), 31 (“El arcángel Gabriel”) y 32 (“Preparación para la oración final”).
Yo diría, además, que, en la cartela del canto 27 de Paraíso, debería leerse “Gloria Patri” en vez de “Gloria patria”, y en la del 33 del Infierno, “Los traidores hacia los anfitriones”, habría de figurar “Los que traicionan a los huéspedes”. Aunque puede que el que esté equivocado en las apreciaciones que acabo de exponer sea yo. Son las inadvertencias en las que los humanos incurrimos con una frecuencia que excede sobremanera nuestra capacidad de controlar lo que hacemos o decimos.
He manejado los seis volúmenes de la “Divine Comédie”, publicada por Editions d’Art Les Heures Claires, con las ilustraciones de Salvador Dalí, y he ido a visitar varias veces la exposición daliniana del Niemeyer. El arte, la técnica y la hermenéutica del pintor español me han sido de gran utilidad para detenerme, guiado por su sensibilidad, en pasajes concretos de la obra de Dante. Estimo, por ello, que, ahora que los dibujos lucen en Avilés, hay que ir a verlos y leer, a la par, la “Divina Comedia”, para darse así el gusto de admirar cómo interactúan, a partir del texto del gran poema, el inspirado escritor y el genial pintor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario