viernes, 3 de febrero de 2023

150 años curando cuerpos y salvando almas. Por Rodrigo Huerta Migoya

Si de algo abusamos en la Iglesia es de las palabras; a veces las usamos tanto que parece que las desencarnamos. Cuántas veces empleamos los términos caridad, misericordia, justicia... y, sin embargo, qué curioso que las personas que con más fidelidad viven en la Iglesia esta realidad de forma auténticamente social, son precisamente las personas más calladas, las que rehúyen las cámaras, las menos aplaudidas y las que mejor encarnan en su existir el evangelio. Sin duda, un referente este amplio grupo de personas que nos dan ejemplo con su vida son las consagradas; y, de modo especial quisiera aplaudir la obra y misión de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, las cuales están celebrando siglo y medio de su fundación: ciento cincuenta años curando cuerpos y salvando almas; es decir, haciendo verdad la máxima de Santa Teresa de Jesús Jornet y que resume el precioso carisma que el Espíritu Santo suscitó en el Venerable Saturnino López Novoa.

Es una vocación dura y comprometida; el cuidado de los ancianos implica velar noche y día por ellos, mimando en su última andadura esas vidas ya gastadas antes de partir a la Casa del Padre. Por este motivo las Hermanitas siempre han cuidado con mimo cada detalle de la vida espiritual de sus asilos, conscientes de que la misión principal no es que tengan tan sólo una vida confortable los años que el Señor aún les quiera conceder de peregrinación por este mundo, sino que su mayor gozo es acompañar a los ancianos en su enfermedad, en su soledad, en sus miedos. Pero lo que más alegra el corazón de estas buenas religiosas es presenciar cómo sus abuelitos viven con piedad sus últimos días; cómo piden la confesión, la unción y la comunión: ¡que paz da saber que se han ido confortados con Dios y con los hermanos! Ellas hacen de su vida una obra ininterrumpida de misericordia con los más necesitados y desvalidos a ejemplo de María, Madre de los Desamparados.

Aquí no se podría hablar de "residencias", casi que ni de "asilos", aquí podemos hablar de verdaderos hogares. No he conocido una sóla casa de las Hermanitas donde no haya lista de espera, donde las familias casi se den empujones o busquen alguna influencia para meter a los suyos. Hasta sacerdotes diocesanos jubilados en España han sido acogidos por ellas. Más para cruzar el umbral de la puerta de estas casas, siempre se tienen en cuenta los ingresos, y aquí sí que manda el evangelio: primero los últimos, los humildes, los preferidos del Señor... Los que conocen la forma de vivir su vocación saben que cuando uno atraviesa la puerta principal de la casa de la Hermanitas no huele a geriátrico, sino a hogar; todo reluce, los ancianos están impecables, la cocina, la capilla... Nunca falta un detalle. Y si les faltara poco trabajo, las religiosas incrementan horas de trabajo, preparando durante casi todo el año las decoraciones para la próxima navidad y otros múltiples gestos según el momento del año con el que quieren dar calidez de hogar al sus ancianos. Ciertamente, poder pasar los últimos años de vida con ellas, es saborear ya un anticipo del cielo. 

Los asilos de las Hermanitas se pueden denominar sin duda, puertas del cielo, pues: ¡cuantos ancianos han podido morir dignamente por ellas debidamente cuidados en lugar de olvidados, solos o abandonados!. En el momento en que nace la Congregación la realidad de la tercera edad era muy penosa; la implantación de la industria en España en el siglo XIX hizo que las generaciones jóvenes marcharan a las grandes ciudades, quedando los mayores en el medio rural sin amparo alguno. El Venerable Don Saturnino, sintió la necesidad de dar respuesta a esta realidad social desde la Iglesia de Cristo a raíz de una experiencia personal que él vive y que le cambia la vida. Una anciana llama a la puerta de su casa para pedir limosna, y el buen sacerdote, en lugar de darle unas monedas la invitó a entrar en su casa, la aseó, le dio de comer y le ofreció una habitación caliente. Pero Don Saturnino no estaba conforme con haber auxiliado a aquella pobre viejecilla, sino que en su mente estaban tantos ancianos que estarían en la misma o en peor situación, por lo que siente que el Señor le llama a fundar una congregación que se dedique a recoger a esos ancianos desamparados del medio rural español. 

Con unos cuantos sacerdotes amigos reunió a un grupo de muchachas con vocación para consagrarse a esta misión, entre ellas destacó Santa Teresa de Jesús Jornet, primera superiora general y considerada fundadora por haber sido la mano derecha del Padre fundador. La Congregación nació en Barbastro (Huesca) el 27 de enero de 1873. Don Saturnino puso la cabeza, no sólo redactó las constituciones de la Congregación, sino que por su cargo de secretario del obispo de Huesca y por tener contactos con muchos obispos de España, escribió cientos de cartas presentando su proyecto y solicitando la fundación de nuevas casas. La Santa Madre Teresa Jornet dedicaba todo el esfuerzo de la fundación a poner en marcha la vida de comunidad, ir a las casas, empezar a cuidar a los primeros ancianos, etc. Fue un trabajo arduo, pero que ella hizo de modo ejemplar hasta el punto de ser declarada Patrona de la Ancianidad.

Por desgracia, nuestra sociedad no ha mejorado respecto al aprecio a los mayores, sino que como diría el Papa Francisco son otros descartados de nuestro mundo, que se ven en la periferia de su existencia con la tristeza de que nadie que les acompañe en ese trance que a todo llega de encaminarse al final de la vida. Las Hermanitas son un ejemplo silencioso de que es posible vivir la radicalidad del evangelio e ir a contracorriente, mientras el pensamiento actual es ''primero yo y después yo''; ellas en sus casas viven el ''primero tú y después tú''. Se desviven por sus residentes, y no porque esperen ningún premio, subvención o diploma, sino sencillamente, porque saben descubrir a Cristo en sus cuerpos antaño vigorosos y ahora débiles y achacosos; ahí ven ellas al Señor que tiene hambre, sed, está enfermo, prisionero en una cama, postrado en una silla o esperando semanas y semanas la visita de la familia que no acaba de llegar, convirtiéndose ellas en su única familia. Son más que eso, las Hermanitas son su bastón, sus gafas, sus audífonos, sus confidentes, sus manos, sus ojos, su memoria; son todo a lo que los ancianos no llegan. Igualmente son evangelio vivo, apóstoles en acción que ejercen con los abuelos las obras de misericordia. Son instrumentos de Dios para los mayores. 

Las Hermanitas no tienen sueldo, ni vacaciones, ni fines de semana, ni puentes, ni pagas extra. En sus casas -que son muy grandes- hay empleados que las ayudan sí, pues ellas no podrían llegar a abarcar tanto, pero este personal es retribuido legítimamente; ellas no. Las monjas no son perfectas por ser monjas, tienen los mismo defectos que cualquier ser humano; sin embargo, a los ancianos no les entra en la cabeza su vida, caer en la cuenta de que están sólo y exclusivamente para atenderles a ellos a la hora que sea y a cambio de nada. La hermanita nada espera en esta vida, sabe que el Esposo habrá de venir a dar el ciento por uno a su labor. Sus vidas son un ''vivir con Dios en el corazón, con la eternidad en la mente y con el mundo bajo los pies''. Son contemplativas en la acción. La vida de la hermanita no sólo es de mucho trabajo, sino de mucha oración, sabedoras de que sólo pueden dar amor cuando se llenan del Amor de los Amores. A ejemplo de Jesús no sólo curan cuerpos o dolencias, devuelven la dignidad a tantos que la habían perdido y evangelizan-catequizan a sus abuelos para que tomen conciencia de que son hijos de Dios llamados a la salvación de la vida que no acaba. Vivir lo cotidiano con los mismos sentimientos de Cristo Jesús; una vida consagrada que nos ha de interpelar a todos: ¡un trabajo impagable! Ahora que salen a la luz tantas residencias privadas y públicas donde se han vivido casos de maltrato de ancianos o que se han utilizado a estos para hacer negocio, cuánto puede presumir la Iglesia no sólo de la obra de caridad de las Hermanitas, sino de tantas congregaciones e institutos religiosos que atienden a los enfermos y mayores, no sólo sin preocuparse de beneficios, sino tratando cada cuerpo con respeto, ese respeto que nace de la fe de concebir que están ante un templo del Espíritu Santo. 

¿Pero, por qué Hermanitas y no Hermanas? Precisamente porque el nombre les recuerda que están por debajo, que su vocación es vivir el abajamiento, el servicio, la humildad y la pobreza más absoluta. En sus casas no son ellas las que mandan, sino las primeras en servir y tratar de aliviar los sufrimientos de Jesús en la Cruz, que es el anciano enfermo y sólo. La espiritualidad de la Congregación está marcada por las principales devociones de esta familia religiosa. Como San José, vivir el silencio, el trabajo bien hecho, la familiaridad de Nazaret. Como Santa Marta, hacer de sus casas una Betania donde se trabaja intensamente como ella y se descansa también a los pies del Señor, como su hermana. Mirando al Sagrado Corazón de Jesús, vivir en clave de reparación no sólo espiritual, sino encarnándolo en ese reparar las espinas de su corazón, curando sus miembros doloridos como son los ancianitos. Y, ¡cómo no!: María, Madre de Dios de los Desamparados, modelo de entrega total a Dios, de saber decir sí y dejarse en manos de la Providencia. Con Santa Teresa de Jesús Jornet y con el Venerable Saturnino López Novoa -al que ojalá pronto podamos ver a los altares- se mantiene un camino que jamás se desvía y que siempre lleva a Dios. Esta es la vida que desde hace ciento cincuenta años viven y practican las Hermanitas. Son porteras de la escalera que lleva al cielo.  

Gracias queridas Hermanitas de los Ancianos Desamparados, por tantos cuerpos curados y tantas almas salvadas. 

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