En este domingo vigésimo del Tiempo Ordinario nos congrega de nuevo el Señor como cada semana en el día primero, para escuchar su palabra y alimentarnos con su cuerpo. Las lecturas de hoy son complejas, y si no nos adentramos en su contexto y profundizamos en su mensaje nos quedaremos únicamente con que hoy la palabra de Dios me ha parecido dura, y tal vez no valoremos la riqueza que contienen. Cuando la liturgia de la palabra nos pone delante cada día unos pasajes concretos es para que tratemos de sumergirnos en ellos, aunque unos días se entienden mejor y otros hay que dedicar más tiempo a la lectio.
La primera lectura de hoy tomada del libro de Jeremías, nos relata la vivencia del profeta a ese aljibe o cisterna de agua vacía. Jeremías estorbaba y molestaba "políticamente" pues denunciaba la traición al Dios verdadero, por eso planean su muerte con la excusa de que desmoralizaba a los soldados que debían estar animados para custodiar la ciudad. Aquí encontramos una reflexión preciosa: el hombre que bebía del agua pura y cristalina; es decir, Jeremías, cuya vida espiritual estaba centrada sólo en Yahvé; sin embargo, es arrojado al pozo de un aljibe donde la poca agua que queda está turbia. Y los que bebían espiritualmente el agua turbia, pues adoraban a otros dioses falsos, son los que quieren la muerte del que les recuerda que están rechazando el agua de la vida para su alma. Jeremías se ve condenado a la muerte lenta en el fondo de aquel aljibe, y su único delito fue proclamar la palabra de Dios, recordar al pueblo su pecado y no acomodarse a lo que estaba mal, aunque lo hiciera la mayoría. El Salmista, como siempre, nos da la respuesta a la situación que se plantea en la primera lectura: ''Señor, date prisa en socorrerme''. Cuántas veces es esta nuestra plegaria más insistente cuando nos vemos en peligro, en el fondo del pozo, o a la altura del barro...
La epístola de este domingo, por su parte, es de San Pablo a los Hebreos, la cual es breve, concisa, pero muy hermosa; nos dice: ''Teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia''. Si ya el Apóstol habla en aquellos comienzos del cristianismo de "una nube ingente de testigos", cuánto mayor es ahora tras dos milenios de la historia de la Iglesia, cuántos santos y mártires nos estimulan a imitarles en el seguimiento radical de Jesucristo, diciendo sí al bien y no al mal, huyendo del pecado y buscando la gracia, despegándonos de lo mundano y aspirando siempre a lo divino. Esta es la lucha constante del creyente, seguir al Maestro, y hoy implica como nos ha dicho San Pablo, tener ''fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe''. Seguir a Cristo implica hacerlo en todo, no sólo en sus "misterios gozosos", sino también configurándonos con "los dolorosos". Estamos llamados a abrazar la cruz, aceptar los desprecios y experimentar la ignominia. El combate que vivimos en esta vida es exáctamente el mismo que vivió el Señor la noche de su pasión en el Huerto de los Olivos; la lucha interior que se da entre huir por el atajo que nos susurra el maligno, o aceptar el camino propio que debemos recorrer y que implica beber el cáliz de la pasión, pero que gracias al cual seremos también partícipes de su gloria. Y San Pablo nos deja claro que hay mucho aún que andar y luchar: ''Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado''...
Y especialmente quisiera fijar mi atención en el evangelio, que está tomado del capítulo 12 de San Lucas con esa famosa profecía o anuncio en el que Jesús nos dice que ha venido a "traer fuego al mundo". Y es que el tema central de este día y de la Palabra es la radicalidad. No podemos ser cristianos paniaguados; si hay una pizca de guerra en nuestra vida que no podamos vencer es que no somos personas de paz; si hay en nuestro corazón el mínimo odio, es que no somos personas de amor; si seguimos a Jesús sólo de palabra pero no encarnamos sus mandamientos en nosotros, no somos auténticos discípulos suyos. Y vivir el evangelio de forma radical implica divisiones obligatoriamente, pues para ello exige romper con una forma de vida mediocre y abrazar una forma auténtica. Hay que tener mucho cuidado con interpretar al pie de la letra, de forma literal, las palabras del evangelio, y más hoy con el drama de los incendios que asolan nuestra Patria. Y es que el fuego en el que Jesús quiere que arda el mundo es el del amor, la autenticidad, su palabra y seguimiento, dejando atrás una existencia a medio gas y medidas tintas, sino viviendo en el amor de Dios que hemos de transmitir a todas las naciones. Esto sólo será posible poniendo en la práctica radical el evangelio en mi vida. Aunque todos apliquen que a los enemigos "ni agua", Jesús nos dice que amemos incluso a los enemigos, que bendigamos a los que os maldicen, que hagamos el bien a los que nos aborrecen, que oremos por los que nos persiguen... Ahí es nada, y ahí también la radicalidad que nos da butaca preferente en el Cielo. No es que Cristo quiera los desencuentros, al contrario, pero Jesús nos advierte que lógicamente Él nunca podrá casar con el mundo y siempre será signo de contradicción en mi familia, en mi pueblo, en mi trabajo... Si vivo el evangelio con autenticidad, los que son del mundo me darán la espalda aunque lleven nuestra misma sangre. Por eso Jesús nos advierte sobre la complicación que lleva la implicación radical a la hora de vivir el evangelio: ''¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división''...
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