En la reciente Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal en Madrid, hemos visto grupos de personas que con buena intención exigían a los obispos un compromiso para evitar la profanación, desmantelamiento y la llamada «resignificación» de aquel espacio monástico presidido por una inmensa cruz. Los obispos fuimos correctos con los que con desigual mesura nos increpaban. Entendemos sus razones y compartimos su preocupación. Pero no era esa la sede en la que exponer sus protestas, exhibir sus pancartas y arengar sus proclamas en un singular piquete informativo. Con respeto los saludábamos al entrar y al salir de la Conferencia, advirtiéndoles que a nosotros también nos importa la deriva que podría tener ese espacio monástico donde la memoria cristiana reza por la paz mientras pide para todos los caídos el eterno descanso.
Muchas veces he podido merodear esa hondonada en la sierra de mi Madrid natal por mis andanzas montañeras. Se alza enhiesta en su espesura una Cruz entre la crestería verde de sus montañas. Sin palabras se desliza su perenne mensaje desde la colina en la que se levanta. Hay una historia muda y dolorosa que siempre acontece cuando un pueblo se declara la guerra en una confrontación civil. Pero esa inmensa Cruz, la más alta que hay en el mundo con más de 152 metros, no es enseña de bandería, no responde a ninguna sigla política, ni es tutora de ideología alguna. Así lo indicó San Juan XXIII al inaugurar la basílica menor, llevando allí una comunidad de monjes benedictinos.
Es remedo de aquella primera Cruz cristiana teniendo a Jesús clavado en ella, con su mensaje bondadoso de lo que supone dar la vida por quienes abrazas en sus heridas y acoges en sus preguntas, sus contradicciones y pecados. Esto hizo Cristo con cada uno de nosotros. Fueron las palabras del Papa en aquel momento: «Se eleva el signo de la redención humana excavado en la inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre un amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los Caídos en la guerra civil de España, y allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la nación española». Un mensaje de reconciliación profunda, sin alusión alguna a un régimen de gobierno ni a ninguna facción política.
Sorprende que algunos se incomoden por esa referencia al amor y la verdad, pero se entiende cuando ellos viven de la insidia y maquinan con la mentira como forma de gobernanza. Se alardea en el ataque a esa Cruz tan visible desde lejos y tan significativa en su mensaje proponiendo como alternativa una tramposa neutralidad religiosa que luego se convierte en laicismo impositivo que, sin inocencia, desenraiza nuestra historia, adultera nuestros símbolos y reprueba nuestro testimonio eclesial al pretender acallar nuestra palabra y eclipsar nuestra presencia cristiana. Tanto la Cruz como esa abadía benedictina nacieron como espacio de reconciliación tras una guerra fratricida que tantas vidas segó. De hecho, allí reposan en paz quienes cayeron detrás de los dos bandos nacionales, bajo las dos banderas identitarias, y en medio de ambas trincheras hermanas. Así ha sido hasta que algunos han perturbado tan sagrado descanso jaleando esa memoria en beneficio propio con sus inhumaciones de encargo e invadiendo indebidamente un espacio protegido «a sagrado». Justamente al contrario de quienes reconocemos en ese ámbito un recinto de paz fraterna, que es hija del perdón sincero y generoso fruto de una sociedad reconciliada, verdadero regalo no suficientemente agradecido ni como tal reconocido socialmente.
Por eso, utilizar a los muertos inhumándolos de aquella manera, queriendo vencer batallas perdidas reabriendo las heridas que tanto nos ha costado cerrar como hermanos, resulta ser una maldad aturdida, que zancadillea la convivencia social mientras excita impunemente una confrontación indeseada. Acaso parezca una vez más una cortina de humo ante los asuntos judiciales en curso en torno a alguna corrupción familiar y de los correligionarios próximos del partido, donde hay prevaricaciones calculadas, malversaciones del erario público que todos pagamos y la dilapidación del necesario equilibrio en la división de poderes en un Estado de derecho, amén de atacar a la prensa libre y a la Iglesia como autoridad moral. No excluimos estas armas de 'distracción masiva', pero hay una fijación ideológica beligerante contra la memoria cristiana en torno a esa Cruz y esa abadía para favorecer otra memoria sesgada y mal llamada «democrática», imponiendo el resentimiento en el trasiego sereno que intenta escribir una historia de paz entre españoles. Querer «resignificar» el sentido que tiene y tuvo desde el principio ese lugar como reclamo de una reconciliación verdadera es enmendar su historia durante estos años, censurando así la conciencia cristiana. Ya conocemos la andanada laicista de algunos gobernantes y sus cachorros votantes a quienes tanto molesta precisamente la Cruz y esa presencia monástica con injerencia de vetos personales, aventurando invadir casi el 90 por ciento de la basílica para levantar allí otra cosa distinta a la reconciliación ensoñada y celebrada en esas naves basilicales durante décadas, junto a los mártires cristianos y a los que duermen allí el sueño de la paz. Hacer en la basílica una especie de pasarela del aeropuerto de sus ideologías para tener que acceder al mínimo espacio que quisieran conceder para la liturgia cristiana, a través del 'duty free' de sus relatos, sus rencores y sus acechanzas, es demasiado obsceno por sabido ya, en un dejà vu que hemos visto demasiadas veces y que nos suena a cercanas dictaduras bananeras no ajenas a estas guisas populistas y esas tiránicas formas.
San Juan XXIII, con belleza y conmovida emoción, describía de otra manera ese lugar de peregrinación en el Valle de los Caídos que tiene como misión rezar por la unidad entre españoles, proponer el perdón cristiano y fundamentar la reconciliación cívica: se yergue «en las cumbres del Guadarrama el signo de la Cruz Redentora, que extiende sus brazos piadosos como alas protectoras, bajo las cuales los muertos gozan el eterno descanso». Hermosa evocación de lo que significa esa Cruz que preside una historia de amor y de esperanza. La comunidad benedictina en ese lugar ora para pedir ese don que no se consensúa con pactos y que sólo Dios concede a quien humildemente lo pide en la plegaria. La Cruz es lo que evoca, los monjes benedictinos lo cantan en la abadía. Es el Valle de los Caídos, no una zanja de bandidos donde se magrea la verdad y la belleza se mancha.
Publicado en la Tercera de ABC
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