domingo, 9 de mayo de 2021

''Permaneced en mi amor''. Por Joaquín Manuel Serrano Vila


Con el VI Domingo de Pascua nos vamos acercando al final de esta Cincuentena, y la Palabra de Dios nos acerca a esta realidad. En la primera lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles vemos cómo el Espíritu Santo va abriendo nuevos caminos en esa primera comunidad. Tras sufrir las iniciales persecuciones y los primeros conflictos internos, experimentan lo que llevamos veintiún siglos comprobando: el Señor no abandona a su Iglesia. En este pasaje se vislumbra que los discípulos se encuentran en un momento de cambio, caen en la cuenta que no deben quedarse ni en tradición judía ni el sentimentalismo que les aferraba a Jerusalén. Es momento de romper con lo que habían conocido y vivido hasta entonces para lanzarse a la aventura de la evangelización y llevar el evangelio al mundo entero. Esto no hubiera sido posible sin el "don de fortaleza" que el Espíritu Santo derramó sobre ellos en Pentecostés, dándoles el valor de superar sus miedos y limitaciones. 

El momento concreto que se nos ha descrito en este capítulo se conoce entre los exégetas como ''el pentecostés pagano'' cuando San Pedro llega a Cesárea en búsqueda de Cornelio, un centurión de la milicia romana. Hasta ahora todos los que se habían decidido a seguir a Jesús eran judíos; sin embargo, Pedro tiene noticia de que este hombre y su familia sin ser judíos, creen en Jesús resucitado y quieren abrazar el evangelio. Se vive una experiencia preciosa, pues el Espíritu Santo se derrama sobre los presentes, entre los que había judíos y paganos, quedando patente las palabras de San Pedro: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea». Este hecho fue un gran punto de inflexión, y así la tradición de la Iglesia nos ha dicho que será precisamente San Cornelio el primer pagano en recibir las aguas del bautismo. Aquel día los genuinos cristianos comprendieron que no se podía negar el bautismo a nadie, quedando así zanjado el viejo debate de si para ser un buen cristiano había que haber sido antes judío (circuncisos o incircuncisos). Por eso cantamos con el salmista: ''El Señor revela a las naciones su salvación''.

La segunda lectura es un brevísimo fragmento de la Primera Carta de San Juan que nos predispone a comprender mejor el mensaje del evangelio de este día. En ella el apóstol nos explica cómo quien tiene experiencia de Dios, tiene experiencia de amor. Por eso el autor nos invita a amarnos, conscientes de que Dios es amor y, por tanto, todo el que lo conoce y ha nacido a la fe, ha podido experimentarlo. El amor nace en Dios, nos llega por Él y nos pide ser comunicadores del mismo. Por ello la mejor forma de sentir aquí en la tierra lo que es Dios consiste sencillamente en amar a los demás como Él nos ama. Un buen hijo de Dios es aquel que ama mucho a sus semejantes. Una auténtica experiencia de Dios es aquella que se vive en clave de amor. 

El evangelio del capítulo 15 de San Juan nos habla precisamente de la experiencia en Jesús del amor del Padre. Este texto está entresacado de las palabras del Señor la víspera de su pasión, cuando les da el "mandamiento nuevo". Un mandato que quiere resumirlos todos, y en el cual se cumple en esencia todo el mensaje del Evangelio de Jesucristo. Es la continuación del sermón en el que Jesús se autodenomina "vid verdadera" y que proclamábamos el pasado domingo, el cual entendemos mejor éste al ver cómo esa "común unión" con Dios y en Dios se ejemplifica en la metáfora evangélica de la la unión entre la vid y los sarmientos. Jesús se entregó por amor, al igual que el Padre es amor y ambos son uno, del mismo modo que la vid y los sarmientos también son uno.

La vida de Dios es amar; Él existe para amar y por el amor que nos tiene. Si nosotros nos decidimos a ser seguidores de Jesús, comulgamos conscientes de que Él es el amor de los amores; sería una contradicción y un anti testimonio que nuestra vida no estuviera caracterizada por el amor. Por eso una de las principales premisas de la Iglesia en aquellos que la formamos y le damos rostro ha de ser precisamente que llamemos la atención de los demás amándonos entre nosotros. Como ha menudo nos insiste el Papa Francisco, ''una Iglesia misericordiosa que quiere sanar heridas y no abrirlas''. La Iglesia sólo tendrá futuro desde la perspectiva del perdón, el amor y la misericordia; ese ha de ser su signo identitario: ''Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor amándoos los unos a los otros".

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