Era un artesano en su ciudad y muy respetado por toda la gente, ante la que se ganó el título de bueno y justo. Poco más nos dicen los Evangelios sobre él, pero hay elogios que no los hacen los labios ni las letras, sino los hechos de una vida discreta pero comprometida con lo verdadero, con lo bello, con lo auténtico. A José de Nazareth se le confió una vida que no había hecho él, pero que su custodia era importante. Una vida que tenía dos rostros: el de María, su joven prometida con la que luego se casó, y el de Jesús, el hijo milagroso en quien tuvo humanamente cabida nada menos que el mismo Dios. Amar a María sin apropiarse de ella, amar a Jesús sabiendo lo que su cuidado entrañaba. Es amar la vida tal y como se nos da, como se nos asigna, como se confía a nuestro cuidado sin ninguna posesión pretenciosa.
Damos gracias por José, porque quiso así a Jesús y a María, y felicitamos a cuantos luchan por la vida en todos sus tramos. Una vez le dije a una amiga enfermera que era madre de familia, tras haber evitado un aborto en una adolescente que lo pedía, que había vuelto a ser madre dos veces: salvando a ese niño y salvando a quien lo concebía. Amar es siempre apostar por la vida. Y así José amó a María, con la delicadeza de quien comprendió que su amor no era prohibido, sino orientado con todas las consecuencias al hijo divino que Dios mismo había puesto en medio de ambos naciendo virginalmente de María. El Papa Francisco ha querido dedicar este año tan convulso y complicado a San José. Y en su fiesta nos acogemos a su beneficio e intercesión, pidiendo especialmente por los padres en su importante misión dentro de cada familia.
Pero hay una fecundidad que igualmente da frutos desde la paternidad espiritual. En este sentido, en la festividad de San José pedimos también por los llamados a ejercer la paternidad espiritual como sacerdotes y por los que se forman en los seminarios que un día ejercerán esa paternidad ministerial. También a
ellos Dios les confía la vida
de tantos modos como
hiciera con San José: no es la gracia que hacen sus
manos, aunque sean éstas las que la repartan, y
la palabra divina que anuncian sus labios no nace
de su particular vocabulario, pero Dios ha querido distribuir en esas pequeñas manos el don más
infinito, y balbucir en esos titubeantes labios la verdad más luminosa y bella.
No es bueno que el hombre esté sólo, porque Dios
es compañía. En la comunión de amor Dios nos
cuenta su propia historia. En la familia de sus hijos
hemos nacido, en ella crecemos y en ella llegaremos a la plenitud de ser santos. De esto nos habla
el amor puro que José tuvo por María, mirando con
todo el respeto lleno de misterio a Jesús en aquella
sagrada Familia. Podríamos meternos con delicadeza en los silencios de San José donde están sus
secretos sobre Jesús y sobre María, con la certeza
de encontrar en este artesano bueno lo que ellos
dos hallaron en quien Dios puso el cuidado de sus
vidas como auténtico custodio, dentro de la historia que juntos escribieron.
En un mundo huérfano de tanto donde damos
tumbos por las incertidumbres de las varias pandemias en curso, la paternidad queda eclipsada
tanto en su rostro divino como en su rostro humano, como decía el filósofo judío Martin Buber. San
José nos acerca esa paternidad discreta, eficaz,
amorosa, de quien abraza la vida sin apropiársela indebidamente, de quien respeta la vida sin
poseerla con pretensión. Por eso decimos con el
poeta ante San José: “Y, pues que el mundo entero
te mira y se pregunta, di tú cómo se junta ser santo y carpintero, la gloria y el madero, la gracia y el
afán, tener propicio a Dios y escaso el pan”. Carpintero de Dios, no dejes de acogernos y acompañarnos en el taller de la vida donde aprender a
amarla con tu misma pasión.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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