Sal de tu tierra… Así se le dijo a aquel hombre con el que nada menos que el mismo Dios quiso escribir una historia inolvidable. Esta es la experiencia más honda del corazón del hombre que siempre se ha visto peregrino de un destino que no han fijado jamás nuestros intereses ni nuestra pretensión. Hay una indomable curiosidad, una irrefrenable atracción, una imparable tendencia hacia ese misterio de belleza, de verdad y de bondad que nos hacen rebeldes ante toda resignación frente a cualquier mediocridad.
El sentido que tiene la peregrinación cristiana, es emular aquella invitación que recibió Abraham y que Dios vuelve a dirigir a cada uno de sus hijos. No se trata de la salida fugitiva de quien huye de su pasado y de su presente hacia un futuro de quimera. Es la salida de quien desea volver habiendo aprendido algo, habiendo recibido una gracia que le permite abrazar lo que a diario amasa y ama, pero de una manera nueva.
Roma, Compostela o Jerusalén, han sido los tres lugares de peregrinación cristiana que se han ido consolidando a través de los siglos. Particularmente Tierra Santa ha sido la meta de tantos creyentes cristianos, de tantos santos peregrinos que yendo hasta las fuentes de nuestra fe, nos han dejado surcos rodados con sus testimonios de búsqueda, de hallazgo, de encuentro, de renovación profunda.
En estos momentos nos encontramos realizando la peregrinación diocesana a Tierra Santa. Presidida por el Arzobispo, el grupo que vamos a la geografía de la salvación para volver a leer una historia a la que pertenecemos, de alguna manera representamos a toda la Archidiócesis de Oviedo y por todos y cada uno de nuestros hermanos y hermanas queremos elevar nuestras oraciones, encomendando lo que nos prueba y nos supera, y agradeciendo tanto como nos regala la Divina Providencia.
Esa geografía santa por ser la patria chica de nuestro Salvador, está jalonada por los momentos en los que su humanidad divina nació, creció, se hizo adulta. Rincones en los que será fácil poner contexto a escenas de los Evangelios que tanto bien nos ha hecho leerlas e imaginarlas. Toda historia de amor, y esta lleva el Amor con mayúsculas, no sólo tiene unas fechas sino también unos lugares donde ha acontecido. Recrear nuestra mirada en ese paisaje, respirar sus aires, atravesar los siglos de su tiempo, y asomarnos de nuevo a tantas palabras de vida que dijo el Maestro, a tantos gestos amorosos con los que Jesús nos fue contando como Hijo el amor que el Padre Dios nos tiene.
Jesús, María y los Apóstoles de aquella primera hora cristiana, y también la huella de tantos hombres y mujeres santos que se han allegado a la Tierra Santa estarán presentes. A ellos nos encomendamos para que nuestro peregrinar tenga la gracia que Dios nos quiere regalar: nuestras hambres saciadas con otro pan, nuestra ceguera iluminada con otra lumbre, nuestros pecados lavados con agua de perdón, e igual la cojera, la mudez y la sordera que nos incapacitan para mirar, para escuchar, para alabar serán curadas con la gracia de su paz.
La peregrinación siempre implica un viaje de ida y vuelta. Y la señal de que se ha vivido adecuadamente el gesto cristiano de peregrinar es que al regreso la vida se contempla con otra mirada, con la gracia pedida, esperada y recibida, con un don que nos permite volver a lo cotidiano con otra entraña que inmerecidamente se nos ha dado como una bendición gratuita. Salgamos de nuestra tierra, vayamos a la de Jesús, para volver de nuevo a lo nuestro y a los nuestros con un corazón renovado.
El sentido que tiene la peregrinación cristiana, es emular aquella invitación que recibió Abraham y que Dios vuelve a dirigir a cada uno de sus hijos. No se trata de la salida fugitiva de quien huye de su pasado y de su presente hacia un futuro de quimera. Es la salida de quien desea volver habiendo aprendido algo, habiendo recibido una gracia que le permite abrazar lo que a diario amasa y ama, pero de una manera nueva.
Roma, Compostela o Jerusalén, han sido los tres lugares de peregrinación cristiana que se han ido consolidando a través de los siglos. Particularmente Tierra Santa ha sido la meta de tantos creyentes cristianos, de tantos santos peregrinos que yendo hasta las fuentes de nuestra fe, nos han dejado surcos rodados con sus testimonios de búsqueda, de hallazgo, de encuentro, de renovación profunda.
En estos momentos nos encontramos realizando la peregrinación diocesana a Tierra Santa. Presidida por el Arzobispo, el grupo que vamos a la geografía de la salvación para volver a leer una historia a la que pertenecemos, de alguna manera representamos a toda la Archidiócesis de Oviedo y por todos y cada uno de nuestros hermanos y hermanas queremos elevar nuestras oraciones, encomendando lo que nos prueba y nos supera, y agradeciendo tanto como nos regala la Divina Providencia.
Esa geografía santa por ser la patria chica de nuestro Salvador, está jalonada por los momentos en los que su humanidad divina nació, creció, se hizo adulta. Rincones en los que será fácil poner contexto a escenas de los Evangelios que tanto bien nos ha hecho leerlas e imaginarlas. Toda historia de amor, y esta lleva el Amor con mayúsculas, no sólo tiene unas fechas sino también unos lugares donde ha acontecido. Recrear nuestra mirada en ese paisaje, respirar sus aires, atravesar los siglos de su tiempo, y asomarnos de nuevo a tantas palabras de vida que dijo el Maestro, a tantos gestos amorosos con los que Jesús nos fue contando como Hijo el amor que el Padre Dios nos tiene.
Jesús, María y los Apóstoles de aquella primera hora cristiana, y también la huella de tantos hombres y mujeres santos que se han allegado a la Tierra Santa estarán presentes. A ellos nos encomendamos para que nuestro peregrinar tenga la gracia que Dios nos quiere regalar: nuestras hambres saciadas con otro pan, nuestra ceguera iluminada con otra lumbre, nuestros pecados lavados con agua de perdón, e igual la cojera, la mudez y la sordera que nos incapacitan para mirar, para escuchar, para alabar serán curadas con la gracia de su paz.
La peregrinación siempre implica un viaje de ida y vuelta. Y la señal de que se ha vivido adecuadamente el gesto cristiano de peregrinar es que al regreso la vida se contempla con otra mirada, con la gracia pedida, esperada y recibida, con un don que nos permite volver a lo cotidiano con otra entraña que inmerecidamente se nos ha dado como una bendición gratuita. Salgamos de nuestra tierra, vayamos a la de Jesús, para volver de nuevo a lo nuestro y a los nuestros con un corazón renovado.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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