miércoles, 16 de abril de 2014

Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal


Querido Sr. Obispo auxiliar, sacerdotes, diáconos, personas consagradas, seminaristas, fieles laicos. El Señor llene de paz vuestros corazones y guíe con el bien vuestros pasos.
Acabamos de empezar con nuestro Pueblo el recorrido último de una Cuaresma en el tramo de la Semana Santa. Días llenos de pasión y de recuerdo, de amor no amado y de sinceros deseos. Son los días en los que con ritmo de tambor nos lanzamos los cristianos recorriendo nuestras calles y plazas, interiorizando el misterio en nuestros templos, como cofrades discretos en la procesión de la vida, viendo pasar delante de nosotros a nuestro Dios humilde y cireneo.
Pero en los aledaños de cada Jueves Santo, este Pueblo se reúne en la Iglesia madre de cada diócesis para celebrar la Misa Crismal. Obispo, sacerdotes, consagrados y laicos, todos como una única comunidad nos ponemos en plegaria para orar por lo que en este día elevamos y acogemos del cielo.           Es hermoso ver a todo el Pueblo santo de Dios en este gesto.
Son dos los motivos de nuestra oración en esta especial Eucaristía. Los sacerdotes hacemos la renovación de nuestras promesas volviendo la mirada del corazón con gratitud y sin olvido, a aquel día tan feliz como inmerecido en el que el Obispo nos impuso sus manos en la cabeza y las nuestras nos las ungieron. Es un día este en el que se nos agolpan y en la memoria desfilan un sinfín de nombres de lugares y de circunstancias, de gentes a las que hemos acompañando. Los niños a los que bautizamos que hoy son ya adultos, los jóvenes a los que ayudamos a crecer, los matrimonios que hemos bendecido, los enfermos que confortamos, los difuntos a los que cristianamente dijimos adiós. Y cuantos enclaves de nuestra geografía han pisado nuestros pies a lo largo de estos años, a los que nos llevó la obediencia a Dios y a su Iglesia.
Toda una biografía humana y sacerdotal tejida de estos nombres y circunstancias en donde se ha dado lo más hermoso y lleno de luz, sin que acaso haya faltado algún momento difícil y duro. ¡Cuántos nombres inolvidables de personas y de dones que recibimos tan gratuitamente y sin previo aviso! ¡Cuántos lugares en donde gracias y pecados tuvieron domicilio! Uno descubre que no hay camino en la vida, sea cual sea nuestra vocación y quehacer, en donde todas estas variantes se dan igualmente, y representan un cristiano comentario del triunfo de quien ha vencido su muerte y la nuestra haciendo que salga el sol cada mañana tras todas nuestras noches oscuras. Porque al final, queda sólo ese triunfo del Señor en nuestras vidas, tras nuestros jirones y nuestros descosidos.
Por eso, hermanos sacerdotes, hoy agradecemos esta preciosa vocación que hemos recibido al hacer recuento de una historia vivida diciendo sí a quien nos llamó para un camino que previamente no se nos relató a fin de que pudiera o no aceptar, sino que nos bastó saber que la propuesta venía de quien venía, del Señor. Lo que luego nuestros ojos han visto, lo que nuestro corazón ha sentido, lo que nuestras manos han sostenido y nuestros pies han recorrido, lo sabe Dios, lo sabemos nosotros y en buena medida lo saben las personas a las que hemos servido. En el libro de nuestra vida, todo esto está escrito, y hoy hacemos memoria agradecida por este motivo, mientras conmovidos nos volvemos a abismar en la belleza de Cristo Sacerdote en cuyo modelo y entraña encuentra sentido nuestro camino.
Renovar lo que entonces dijimos. Es la misma llamada, es el mismo quien nos llama, pero ¿cómo son hoy los labios y las entrañas de quien se atreve a renovar aquel sí que tenía otra edad, soñaba otros sueños, y tenía pendiente de escribir lo que con nuestra luz y sombra, nuestra gracia y pecado cada día hemos descrito? No se trata de un ataque de nostalgia inconsistente que dura lo que tarda un suspiro, menos aún de un paripé de cinismo con el que estuviésemos renovando lo que mediocremente hemos vivido, hemos con traición abandonado, o hemos descuidado hasta el olvido. No, no es esto lo que en esta mañana aquí en la Catedral, ante Jesús sacerdote y ante nuestro Pueblo queremos renovar de veras los sacerdotes.
Por eso, al pedir como invitaba el apóstol Pablo a su discípulo Timoteo que renovase lo que recibió por la imposición de las manos, lo hacemos no sólo con inmensa y gozosa gratitud, sino también con la conciencia de que somos mendigos. Porque no sólo damos gracias, sino que pedimos gracia también. La gracia de reestrenar en don recibido con la imposición de las manos. Ya seamos los misacantanos con toda una vida por delante llena de vigor e ilusión, teniendo casi todo aún por escribir. O ya seamos maduros en años que nos recuerdan las canas sin que se debiliten las ganas en el corazón. Es la segunda llamada que siempre nos hace el Señor como hizo con Pedro, cuando el vigor tiene ahora otra forma, y acaso se ha hecho humilde la ilusión. Pero nuestra fidelidad quiere seguir escribiendo día tras día una historia para la que pedimos gracia al Buen Dios.
Gracias, hermanos sacerdotes, por vuestro afecto y vuestra paciencia. Por vuestra entrega y disponibilidad. No os escogí yo a vosotros y vosotros no me habéis escogido a mí. Pero estamos llamados a reconocernos mutuamente como don del Señor. Un don que nos completa y complementa, que nos permite ser uno a pesar de ser tan distintos. En este milagro de comunión cristiana, en esta unidad pedida y trabajada, radica que tantos puedan creer, como nos dijo el Maestro, que tantos que nos han sido confiados puedan sencillamente crecer. Somos elegidos por Otro más grande que nos ha consagrado, nos ha hecho hermanos y nos ha puesto al frente y en medio de su Pueblo.
Yo soy consciente de mi limitación y pobreza, y por ser pobre de tantas cosas y limitado por doquier, os pido perdón de corazón con la certeza de que se lo pido a cada uno mirándole a los ojos y esperando de vosotros una benévola comprensión.
Volvamos nuestra mirada al Señor que nos llamó, nos ungió, nos hermanó y nos ha enviado. Mirando a Jesús Sacerdote y dejándonos llevar en las volandas de sus hombros, hemos de oler a Cristo, el olor dulce de quien se deja acompañar por este Pastor Bueno. De Él aprendemos a ser como lo fue Él, de Él aprendemos a hacer como hizo Él.
La bendición y consagración de óleos y crisma que a continuación realizaremos, nos pone ante la urgente necesidad de acompañar a tantas personas que necesitan hoy y siempre el acompañamiento pastoral del que nos ha hablado la lectura de Isaías y el santo Evangelio. Hoy las heridas de nuestros hermanos, las cadenas de sus esclavitudes, las mazmorras de sus cautividades, la oscuridad de sus cegueras, el desgarro de sus corazones, nos reclaman con audacia a que seamos un anuncio de Buena Noticia que acerca el consuelo del Señor a quienes han perdido la esperanza y la fe, lo sepan o no.
Por eso somos ungidos con el óleo y el crisma, a fin de ser para los demás a los que el Señor nos envía ese testimonio de redención que hemos pedido en la oración colecta. Si entonces todos en la sinagoga en la que habló Jesús quedaron con la mirada prendada y prendida fijos en Él, deseamos que en nuestros lares y en nuestros días, también se pueda cumplir esa escritura que acabamos de escuchar, y que el luto de la tristeza se cambie en perfume de fiesta, tornándose el abatimiento que nos embarga en cántico de belleza.
Queridos hermanos sacerdotes, consagrados y laicos, en estos días santos dichosos nosotros si nos asomamos y adentramos en su mensaje y misterio dejándonos herir por su belleza y reconocernos en el drama de su relato.
El Señor y nuestra Madre la Santina, os guarden y os bendigan.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo


15 Abril 2014. S.I.B.M. Catedral

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