Centinelas de algo verdadero
|
Siempre me han atraído las personas que dicen las cosas con hondura, con
belleza, con sencillez. Especialmente cuando eso que dicen o escriben te abre un
horizonte en donde de pronto de puedes asomar a algo que te corresponde, algo
que quizás sin saberlo explicar lo habías esperado y soñado desde siempre. Ahí
están los buenos escritores, los buenos poetas, que traducen en palabras lo que
tu vida no deja de contar.
No es tan usual encontrar a quienes te digan palabras de verdad,
palabras que no engañan, palabras que escuchándolas tu vida crece y se llena de
alegría y de paz. Y esto fue lo que ocurrió con cuantos se agolpaban para oír al
maestro Jesús de Nazaret. Porque así atestiguaban tras cualquiera de sus
momentos de palabra o de presencia en medio de aquellas muchedumbres: todos se
quedaron asombrados, llenos de estupor, porque hablaba como quien tiene
autoridad.
Es una preciosa forma de definir los signos y milagros, las palabras y
parábolas que oían y veían en ese nuevo maestro. Estaban acostumbrados, pero no
resignados, a otro tipo de lenguaje que les sofocaba, les acorralaba, les
aplastaba. De pronto, vino Jesús, y se encontraron con una novedad inesperada
que llenaba de alegría sus vidas, que encendía su esperanza y sus ganas de
seguir adelante en medio de tantas penurias y dificultades. La misma palabra
“autoridad” (a no confundir jamás con su patología: el autoritarismo) ya es por
sí misma muy significativa: porque quiere decir que la persona que habla con
autoridad permite que sus oyentes crezcan, maduren, lleguen a su sazón.
Andamos a vueltas con un exceso de palabras que terminan en verborrea
vacía en su esfuerzo de darle impenitentemente a la lengua. No son palabras que
tienen detrás la hondura de la reflexión, ni el arte humilde de la escucha
previa, sino que lanzan su catarata de incontinente charlatanería para no
decirnos absolutamente nada jamás. Sucede lo mismo cuando la presencia de
alguien no supone ver que acompaña nuestra vida, que la abraza y la sostiene,
sino muchas veces responde al interés de quien pone precio –de cualquier tipo– a
su compañía. Hay palabras y presencias que no nos permiten crecer ni sabernos de
verdad acompañados en lo que más podemos estar necesitando. No en vano algunos
prefieren no prestar su oído a palabras vacías, ni dejar espacio a presencias
que no acompañan.
Este domingo después de Pentecostés, con motivo de la festividad de la
Santísima Trinidad, los cristianos somos invitados a dirigir nuestra mirada
hacia unos hermanos concretos: los contemplativos, los monjes y las monjas que
en sus claustros hacen profesión de silencio y soledad. No es el mutismo, sino
el silencio. No es el aislamiento, sino la soledad. Porque en torno a ese
silencio ellos cuidan una palabra: la que escuchan en su corazón cuando se la
susurra Dios y la que fraternamente comparten con bondad. Y en torno a esa
soledad ellos cuidan una presencia: la que adoran en la belleza de Dios y la que
fraternamente se ofrecen como una amable compañía. En nuestra Diócesis tenemos
estos lugares a los que vale la pena acudir para aprender la escucha y la
adoración de estos buenos hermanos que nos ofrecen en tiempos revueltos un
ejemplo verdadero de palabras que no pasan y de presencias que no engañan.
La escucha orante llena de sentido su silencio, y la adoración
vigilante llena de belleza su soledad. Sus comunidades son una referencia
creíble de auténtica humanidad. Gracias por nuestros monasterios, centinelas de
una palabra y una presencia que nos dicen algo que vale la pena oír y
contemplar.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario