Atrás ya el Tiempo Ordinario, hemos iniciado la Cuaresma con la imposición de la ceniza. La palabra de Dios en este primer Domingo quiere ser un el eco de la invitación que se nos hacía el Miércoles de Ceniza: ''convertios y creed''; es tiempo de conversión, es hora para tomar el pulso a nuestra fe y adentrarnos en nuestros particulares desiertos buscando el oasis que es Cristo.
Días propicios para meditar sobre la pasión y muerte del Señor, donde de forma concreta nos quiere ayudar este fragmento de la carta de San Pedro. El Apóstol pone ante nuestros ojos no una acción cualquiera de las horas de Cristo en la tierra, sino que ahonda en el momento culmen de su muerte. El autor quiere subrayar que no es un momento sólo importante, sino el primordial. Para esto ha venido el Mesías al mundo, para llevar a término la obra redentora por medio de su propia entrega. No ha muerto Jesús sin motivo, sino que muere por nosotros, ''por nuestros pecados'', por nuestra salvación.
Si el pecado había puesto una barrera entre Dios y los hombres, Cristo ha vuelto a unirnos en su cruz salvadora. La liturgia canta que este plan de redención fue ''trazado desde antiguo''; así lo vemos en las lecturas de este día. San Pedro alude en su texto: ''cuando la paciencia de Dios aguardaba en tiempos de Noé'', y es que Dios nunca ha sido enemigo del hombre, le dio libertad y aguardó con misericordia su retorno como el buen Padre. Nunca ha querido Dios la muerte del pecador, "sino que se convierta y viva". Esta epístola también nos anima a la fortaleza que hemos de manifestar los cristianos en medio de un mundo tantas veces hostil hacia nosotros. Tenemos la fuerza del Espíritu Santo que nos empuja a ser testigos y proclamar el evangelio a los espíritus encarcelados y rebeldes de hoy.
Volviendo a Noé, cuya historia final en el diluvio universal se nos ha presentado en la primera lectura del Génesis, pretende ser ésta un aldabonazo de cómo no podemos limitarnos a acudir a Dios sólo cuando las cosas van mal, sino a saber vivir siempre de cara a Él. El Señor no está lejos de nuestros quehaceres cotidianos, sino que nos tiende su mano en las adversidades y nos regala su gracia para salir airosos de la tribulación.
No termina el diluvio en una escabechina vengadora y definitiva, no estaba en los planes de Dios exterminar al hombre por sus pecados, sino que, finalmente, nuestro Creador vuelve a dar muestras de su rica misericordia. En esta cuaresma también nosotros hemos de aplicar nuestro diluvio espiritual, eliminar a chorro de presión todo lo que no nos hace bien y salvar sólo aquello que tiene futuro ante los ojos del Señor. Los seguidores de Jesús queremos ser esa nueva humanidad renacida en el bautismo y prefigurada en los salvos del diluvio mediante la Alianza que Dios pacta con Noé. Las catástrofes vienen a recordarnos nuestra fragilidad para abajar nuestros orgullos y autosuficiencias. En muchas culturas y religiones se interpretan las catástrofes como castigos de la deidad y, sin embargo, nuestro Dios no se presenta como castigador sino como salvador; no como duro juez,, sino como Dios misericordioso. En esto insiste el salmista: ''Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza''.
Estamos en el ciclo "B"; el evangelio según San Marcos no contiene en el relato la carga teológica de otros evangelistas; no tenemos el diálogo de Jesús con el maligno, pero no hace falta dado que el mero hecho de decirnos que Jesús se retira al desierto implica ya la lucha personal frente a la tentación. Prepararnos contra a los ofrecimientos del mal no es un actitud para poner en práctica únicamente en la Cuaresma, sino que, en definitiva, toda nuestra vida habría de tener su esencia cuaresmal en la lucha contra el mal y en la purificación cotidiana.
Jesús va al desierto "empujado" por el Espíritu. También nosotros hemos de dejarnos guiar estos cuarenta días por el Espíritu Santo y pedirle incesantemente sus dones para que nuestras penitencias, esfuerzos y vivencia de las prácticas de este Tiempo de muchos frutos en nuestra vida interior. No nos faltarán en el camino alimañas, sequedad o aridez, pero como a Jesús, tampoco nos faltarán ángeles. Igual que se nos presentarán los contratiempos también se nos presentarán momentos de gracia. Sepamos aprovechar las circunstancias, personas y vivencias que ponga el Señor en nuestro camino para transformar en virtud nuestras caídas.
Jesús va al desierto para preparar su misión de anunciar el Evangelio, y nosotros nos adentramos en el desierto de nuestra Cuaresma para prepararnos a vivir la Pascua. El desierto purifica y espiritualiza nuestro interior, por eso los cristianos acostumbramos a "retiros" y "ejercicios espirituales" con intensa oración en vísperas de grandes acontecimientos. El número cuarenta nos sirve como paralelismo elocuente entre la primera lectura y el Evangelio. Cuarenta días de diluvio en tiempos de Noé y cuarenta días de Jesús en el desierto al inicio de su vida pública. La familia de secano se vió rodeada de agua, y el que es el agua viva se vió rodeado de arena.
No podemos olvidar un personaje que asoma notablemente en el evangelio de hoy: Satanás; el maligno, el enemigo por antonomasia, el Demonio que, finalmente, en Jesús no conseguirá sus planes. Éste no vive en el desierto, sino que acudirá allá donde estemos nosotros. Nuestro desierto personal no requiere ningún desplazamiento significativo; se hará presente en nuestra casa, nos ayudará a manejar el mando del televisor, el ratón del ordenador, se sentará en el sofá con nosotros y nos inspirará nuestros textos y mensajes de "whatsapp" y "facebook"; nuestras conversaciones de peluquería o sobremesa, como un colega o amigo de parranda... Vayamos pues, con Jesús al desierto y pertrechémonos con la fuerza del Espíritu Santo y las armas de la oración, el ayuno -de tantas cosas- y la limosna.
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