domingo, 29 de marzo de 2020

En la vida y en la muerte. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Queridos amigos: 

Celebramos el quinto domingo de Cuaresma, ya en la antesala de la "rara" Semana Santa que se avecina. No obstante, la Palabra de Dios nos predispone a interiorizar lo que habremos de vivir en esos breves días, quizá con más intensidad y de forma distinta por las circunstancias: la pasión, muerte y resurrección del Señor que, finalmente, nos sitúa ante nuestro propio sentido de la vida y de la muerte. 

Todas las lecturas de este día se centran en este aspecto concreto, empezando por el profeta Ezequiel que nos presenta la promesa del Señor a su pueblo: "yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel". Se refiere a los sepulcros de la esclavitud, no sólo de los israelitas en Egipto, sino a las esclavitudes que sufrimos en vida, las cuales nos hacen vivir a medio gas, corrompidos muchas veces y en el barro, y que nos alejan de la vida que nos ofrece el Creador. No podemos esperar a vivir en Dios mañana, sino que nos apremia hacerlo ya hoy. 

También podemos hacer nuestra esa profecía aplicándola a nuestra situación actual. El "confinamiento" es un sepulcro en el que nos vemos, no sé si por nuestros pecados pero sin duda por la miseria humana -el "coronavirus" no nace, se hace-. Por ello sólo cabe hacer nuestras las propias palabras del Santo Padre el Papa Francisco en la bendición extraordinaria "Urbi et Orbi": «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?»... El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos tan autosuficientes, solos nos hundimos y ahora más que nunca lo sabemos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores para que nos ayude a vencerlos. Al igual que los discípulos, sabemos que con Él a bordo no se naufraga. Porque ésta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad a nuestras tormentas porque con el Dios de la vida nunca se muere.

Estamos en una encrucijada de enfermedad y muerte; ya no hay sitio para atender a tantos enfermos ni tanatorios para los muchos difuntos. La fragilidad de nuestra existencia no se puede esconder ya, la tenemos delante, nos desborda y ha roto los esquemas intelectuales del relativismo racionalista de los últimos siglos: ¿no había muerto Dios? ¿No estaba el hombre ya por encima y no le necesitaba para nada? El mundo ha constatado de nuevo -porque la soberbia que se tiene que tragar la humanidad es cíclica- cómo nos podemos destruir y cómo con Dios en el corazón podríamos vivir más y mejor, pongamos, desde los sentimientos que mueven nuestros aplausos de cada día y que sólo pueden florecer en un corazón humilde que reconoce su indigencia y necesidad de Dios cuando ni gobierno alguno, ni globalización sanitaria, científica o técnica, pueden evitar tener al mundo en "jaque".

En estos momentos duros y tristes cantamos un salmo que desde antiguo la Iglesia ha hecho suyo para la liturgia exequial, el salmo 129: "De Profundis" ("Desde lo hondo"). Desde el abismo a ti grito Señor. El salmista hace suyo el lamento del pecador al que sólo le cabe esperar la misericordia divina.

Seguidamente San Pablo nos presenta una visión del final de los tiempo a partir de lo anterior; es decir, desde cómo hemos vivido nuestra peregrinación terrenal. A veces he escuchado una expresión dura que se utiliza cuando alguien que no ha destacado en su bondad sufre también la inapelable muerte: "murió como vivió". Qué duros somos a veces con los demás y qué ligeros a la hora de aplicarnos nuestra propia medicina. El Apóstol tampoco se anda con paños calientes al tocar este asunto, y se muestra tajante: Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros.

Finalmente, en el entrañable evangelio de hoy mandan recado "urgente" a Jesús y,  sin embargo, Él espera. Es la primera lección: los criterios de Dios no son los nuestros, nuestras urgencias no son las de Dios: Mis planes no son vuestros planes. Los discípulos seguramente no entendían cómo el Señor no se daba prisa con lo importante que era para Él aquella familia. El Señor les dice: "esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para dar gloria a Dios, para que su Hijo sea glorificado por ella"; algo que no entenderán hasta al final, pues si al llegar a Betania les dicen que Lázaro ya lleva cuatro días enterrado, lógicamente pensarían que Jesús se había equivocado diciendo que "esta enfermedad no acabará en muerte"

Otro detalle de Jesús que resalta el evangelista es su humanidad. El Señor solloza y después llora ante la tumba de su amigo Lázaro, lo que llamó la atención de los presentes que comentaron: "¡cómo lo quería!. Jesús no es sólo el Hijo de Dios; no es frío ni distante, ni ajeno a nuestros padecimientos, enfermedades y muertes. Jesús "llora"; Él está en los pasillos de los hospitales y las salas de  nuestros tanatorios. El Señor nos acompaña humanamente, se com-padece llorando con nosotros.

Por último, se evidencia el milagro de la vida a la que nos llama desde nuestra fe en Él, y que se prefigura en la resurrección de Lázaro, que no será tanto una resurrección propiamente, sino más bien un plus de vida. Es cierto que devolvió al muerto a la vida, pero éste volverá a morir años después. El milagro es un anticipo de la Gloria del Padre, de la misma forma que hizo en el Tabor con Pedro, Santiago y Juan.

Ahora ya, la pelota está en nuestro tejado. Nos dice el Señor: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre: ¿Crees ésto?... Ojalá contestemos como Marta y seamos del Señor en la vida y en la muerte.

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