martes, 18 de diciembre de 2018

Los que chupan del bote no; los que aman. Por Rodrigo H. Migoya

Siempre se ha dicho que no hay nada más ingrato que trabajar para los demás y encima gratis, pues además de poco reconocimiento, a veces esto lleva aparejado críticas y etiquetas. Hoy mi artículo quiere ser un humilde homenaje a esas personas que regalan su tiempo (con el valor que tiene el tiempo hoy), su dinero y casi su vida entera a los demás en el servicio a la Parroquia.

Son muchísimas las personas que se implican, colaboran y hacen esta Parroquia (catequistas, Cáritas, religiosas, sacerdotes, equipo de liturgia, coro parroquial, vida ascendente, pastoral de la salud, Cofradía, floreras, monaguillos...). Todos somos uno y junto con los fieles hacemos la Parroquia. Más quisiera hacer una especial mención a aquellas personas que por ''motu proprio'' han aceptado hace ya muchos años llevar sobre sus hombros las cargas más pesadas y las menos gratificantes. Esas que no acepta cualquiera; esas que no salen en las noticias y que a menudo haría caerle los anillos a otros. Abrir y cerrar el templo, cuidarlo, limpiarlo… dedicar la vida de uno mismo a la atención de la Casa de Dios, que al tiempo es la de todos, no es cualquier cosa. Y es una suerte que en nuestra comunidad parroquial haya personas siempre pendientes de que todo esté dispuesto y digno para el culto que se celebra, no sólo de cara a las personas sino principalmente hacia el Señor.

Personas que con ello llevan el estigma de “beatas, los/las que chupan del bote, los amigos del cura, sargentos, meapilas, brujas…” y tantos apelativos que a lo largo de los años los que nunca han hecho nada les regalan. ¡Benditas brujas! Cuántos sacerdotes las quisieran tener tan eficaces, buenas y fieles como nuestras y nuestros colaboradores, pues incluimos también a sus esposos. Su fidelidad por hacer las cosas bien y velar porque todo se haga como Dios manda les ha hecho merecedoras no pocas veces de insultos y críticas como expresión de la envidia ramplona y la necedad de los que, finalmente, no hacen nada por nadie ni por nada.

Algunos, por su falta de fe, no pueden entender este servicio que se hace precisamente por fe; una fe que lleva al altruismo y a la implicación. No hay sueldo -¡ni un céntimo!- sino lo contrario, pues son muchas las pequeñas cosas que ven o saben que la parroquia necesita, y corren a comprarlo y regalarlo, a menudo sin que nadie se entere, a veces ni tan siquiera el sacerdote, pero es que cuando las cosas se hacen por amor a su Parroquia y a Dios, basta que Él lo sepa.

Ahora que no se sabe muy bien lo que es la fe, hoy que tantos la han perdido, la pierden o dicen vivirla 'a su manera''; esta gente que para algunos “chupan del bote”, nos enseñan cada día cómo es de verdad la fe: dar sin esperar nada a cambio, arrimar el hombro en todo lo que se requiera y, lo más importante, desde un corazón abierto a Dios: “Muéstrame tu fe sin obras, y yo por las obras te probaré mi fe”.

Rosi, Marisa y Juan (y nuestro recordado Juan José) han dado muestras siempre de ello. Son personas que han amado, aman y amarán siempre a la Parroquia, pues aquí han estado siempre a las duras y a las maduras, con sonrisas y lágrimas, a tiempo y a destiempo. Han tenido -y así lo han hecho- que encajar las formas de ser -y más de una bronca- de todos los últimos párrocos con los que colaboraron: Don Julio, Don Cecilio, Don Fernando y Don Joaquín; y ahí están, con ninguno han perdido la fe. Se iba un cura y venía otro, y a todos han querido por igual. No han sido de ningún bando ni han cambiado ninguna chaqueta, simplemente han sabido ver en la figura del sacerdote el valor que tiene y lo que otros no han sido capaces de descubrir, sino porque cada uno ha venido a nosotros ''in nomine Domini''.

Los que conocen, por ejemplo, la casa de Rosi -que prácticamente todo Lugones conoce- saben muy bien que en su salón tiene enmarcados en diferentes portarretratos el rostro de los últimos párrocos de Lugones. De todos sin excepción, pues esa casa siempre tiene la puerta abierta a todos. De un color o de otro, de sotana o guayabera, santos y pecadores... He aquí una lección de amor y servicio.

Hace unos meses se organizaba en Madrid unas conferencias sobre la pastoral parroquial, y el Cardenal Arzobispo de Barcelona realizó una ponencia muy aterrizada, en mi opinión. Entre las muchas realidades sobre las que reflexionó habló precisamente de esto apoyándose en el capítulo de San Mateo: ''Te doy gracias Padre”, y contaba él a modo de anécdota, que había acudido a una parroquia de un barrio de inmigrantes donde celebraban los cincuenta años de la construcción del templo, y contaba que cuando llegó a la explanada, frente al templo, le recibió una señora que le dijo: ''que alegría Señor Obispo, mire, éstos son todos los sacerdotes que hemos tenido estos cincuenta años''. Y empezó la señora -era la sacristana- a presentar a todos los párrocos y sacerdotes que conoció: “el primero no ejerce el ministerio pero no se ha secularizado, el segundo se ha casado pero sigue celebrando misa, este otro fue un santo, este de aquí se fue a América…” y así hasta llegar al actual. Y concluye la señora mirando al Cardenal: ''Les quiero a todos, no sabe usted que buena gente han sido, les recordamos con mucho cariño… yo llevo aquí cincuenta años sirviendo a la parroquia y ayudando en lo que puedo a los sacerdotes…” Don Juan José Omella, con gracejo, comentó en la conferencia: ''yo con estos panoramas me voy y me hago luterano, budista o anti todo; pero ella no, ella sigue amando a Jesucristo y amando a su Parroquia… Y es que la fe de los sencillos es la que salva a la Iglesia.

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