Seguimos avanzando en la recta final del año litúrgico, y en estos domingos últimos del Tiempo Ordinario iremos viendo con sorpresa cómo somos advertidos de cara al futuro de lo que a un cristiano le debe preocupar, como lo es lograr entrar en la gloria de Dios. En concreto, en este domingo XXVIII se proclama el conocido pasaje del joven rico, que concluye con unas palabras durísimas de Jesús: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». He aquí que se nos desmota esa imagen idealizada que a veces pretendemos construir de nuestro Salvador, ese Cristo que como algunos dicen sólo quiere que seamos buenos y que como ya sabe nuestra forma de ser nos acepta sin pedirnos cambiar nada. Ya vemos que de eso nada; Jesucristo nos da la libertad de elegir: quedarnos con lo mundano o con Él, pues no es compatible la riqueza material con la espiritual. Para poder acercarnos al Señor hemos de hacerlo libres de peso y lastres; del tener, poder y placer, y hemos de experimentar la grandeza de ser pobres de modo que en nuestra vida, en nuestra mente y corazón haya sitio para el Rey de reyes, que siendo rico se hizo pobre por nosotros y nuestra salvación.
Este joven rico que se nos presente en este día, y del que no sabemos su nombre, quizás pudiéramos ser nosotros o uno de nuestros hijos o nietos: aparentemente era un muchacho cumplidor de los preceptos religiosos, tenía sed de Dios, tenía verdaderos deseos de seguir al Nazareno, y tal era así que se arrodilló a su paso haciendo la pregunta más sincera que le salía del alma: «Maestro bueno, ¿Qué haré para heredar la vida eterna?». Aquel adinerado joven no sólo hace una pregunta sincera y brillante, sino que además llama públicamente a Jesús ''Maestro bueno''. He aquí uno de los detalles complejos de este texto: ¿Por qué rechaza Cristo el adjetivo ''bueno'' al afirmar ''¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios''. Esto parece una frase sin importancia, pero tiene su trascendencia: hay quienes han querido ver aquí una especie de autonegación de Jesús sobre su divinidad, pero todo lo contrario, realmente el juego de palabras que hace el Señor es una invitación a la reflexión de aquel muchacho, hacerle caer en la cuenta de sus palabras. El joven rico se jacta de ser cumplidor de toda la ley, más queda a la vista que era de forma superficial, pues el primer mandamiento no sabe cumplirlo, de forma que tiene al Mesías ante él diciéndole que le siga y no lo hace pues no amaba a Dios con todo su corazón, con toda su alma y todo su ser. Las riquezas para este israelita eran más importantes que el mismo Dios que decía amar, así que realmente no fue sincero llamando bueno a Jesús, era sólo "postureo" -que diríamos ahora- pues para sí lo más importante era seguir atesorando lo que aquí, finalmente, se le habría de quedar.
La advertencia del peligro de vernos atados y atrapados en las cosas del mundo lo dirige hoy el Señor a todos nosotros para que no nos ocurra lo que a este chico del capítulo 10 del evangelio de San Marcos, sino que sepamos quedarnos no con lo caduco, sino con lo eterno. El tema no es que los ricos sean malos y los pobres buenos; capitalismo, comunismo y otras teorías ideologizadas. La Iglesia a la hora de hablar de los bienes materiales nos llama a ser sinceros con nosotros mismos: ¿Aquello que poseemos lo hemos logrado honrada y legítimamente, o mediante trampas, engaños o triquiñuelas? No es que riqueza por sí misma sea sinónimo de injusticia, pero sabemos por desgracia, cómo con frecuencia hay personas que se hacen de oro explotando a sus empleados, pagando sueldos miserables, no dándoles de alta en la seguridad social, no retribuyendo las horas extras de su sudor y trabajo... Qué decir del clasismo, la acepción de personas, la catalogación de estas en función de su posición social, más que por lo que es cada cual como hijo de Dios. No son las palabras del Señor una clase de la economía marxista, pues si somos sinceros, el evangelio no dice que los ricos van al infierno, sino que les será difícil ''entrar en el reino de Dios''. La traducción anterior de este pasaje me gustaba más, pues decía que les sería difícil ''entrar en el reino de los cielos a los que ponen su corazón en las riquezas''. Hay personas también que sin ser ricas, o incluso siendo muy pobres viven con su corazón puesto en el dinero. Aquí el debate no es tener mucho o poco, sino que las riquezas no nos posean a nosotros hasta el punto de ocupar el lugar del Señor.
Otro peligro que tiene la riqueza es que suele volver a las personas tacañas e indiferentes ante las necesidades de su entorno. Esto lo vemos siempre en las parroquias: las nuevas viudas del evangelio, las personas con la peor pensión, con el cinturón más apretado, con menos ahorros, suelen ser las más generosas a la hora de dar una limosna a un pobre, para la colecta o para un donativo para una causa importante. He aquí también el pecado de omisión, por esto el Señor advierte: ''al que mucho se le dio, mucho se le reclamará''. Los ricos son los que más cuentas habrán de rendir sobre cómo ayudaron al que les pidió misericordia. En definitiva, el tema central de hoy no es la economía, sino el seguimiento radical, verdadero y sin lastres de Jesucristo, mirando si estamos retenidos por las cosas de este mundo que nos tienen atrapados, o como los discípulos que a pesar de sus errores supieron renunciar a todo y todo lo compartieron para seguirle. Ojalá nosotros seamos algún día a las puertas del cielo de los que puedan decirle al mismísimo Redentor: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido».
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