La casa encendida y habitada donde se nos quiere y se nos espera
«Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre» (Lc 15, 18)
Conferencia cuaresmal en la Catedral de Oviedo. 21 marzo de 2024
Obertura musical
La nana es un canto tierno para ayudar a dormir a un niño recién nacido. María también las cantaría a su Dios infante que nació virginalmente de su entraña. Escuchamos una preciosa nana, una lullaby, porque por la Santa Madre nacimos y renacimos a la gracia que por ella nos obtuvo Cristo. Que nos la cante María y vivamos en paz bajo su mirada. Tras los desiertos sórdidos de la vida siempre queda el brote sonoro de un vergel en esperanza. No habrá desierto fatal y maldito cuando se abre una casa encendida y habitada.
John Rutter, Mary’s Lullaby, [The Cambridge Singers, City of London Sinfonia & John Rutter (2002)]
Introducción
Ayer nos adentramos en el desierto y pudimos comprobar tantas intemperies que acosan y ponen a prueba nuestra esperanza, cuando por doquier vemos tantos escenarios internacionales, nacionales e incluso dentro de la comunidad cristiana que dibujan incertidumbre, arrojan sombras, producen temores y nos astillan y cansan. Son los momentos y las circunstancias que nos imponen masticar nuestra debilidad más humana, cuando no tenemos recursos ni herramientas para poder transformar las cosas devolviendo la belleza y la bondad primeras. Son las preguntas abiertas en el surco de nuestra biografía que nos dejan pobres, inseguros, dubitativos. Hay que amar las preguntas para poder reconocer la respuesta cuando nos llega, como decía el maestro de la palabra Rainer Mª Rilke.
Recordábamos cómo el desierto es un trasiego inevitable con el que nos topamos. El desierto son las periferias del alma y de la ciudad en donde se ponen a prueba nuestra fortaleza y confianza. Y todos tenemos la constancia de cómo nuestra vida es así de vulnerable entre los recodos de la existencia: los rincones en los que soñamos con ilusión o nos pliegan las pesadillas, los ángulos enamorados o en los que masticamos el tedio, los domicilios de nuestra esperanza o en donde se nos cuelan los okupas del desencanto. Así nos situamos ayer ante los desiertos varios, descendiendo también al desierto de Jesús en el que vimos escenificar nuestra tentación más nuestra: querer ser como Dios a toda costa, a cualquier precio, de modo blasfemo o con tintes piadosos, pero en el fondo desplazando la discreta presencia del Señor al que le importa mi vida.
Si este es el paisaje de nuestro cansancio, la palabra última no corresponde al disgusto de un muro impenetrable en el que nos rompemos la cabeza en el imposible intento de quererlo traspasar. No, la palabra final nos abre la puerta en medio del oscuro túnel, y enciende la luz en la densa penumbra que nos hurta las formas y los colores de la vida. Es la palabra que Dios mismo se quiso reservar como respuesta inmerecida introduciendo un requiebro en el que nace la esperanza más cierta.
1. Una historia inacabada que no sabe nacer
Comencemos por uno de los textos paulinos más hermosos en su carta a los Romanos, cuando habla de los tres gemidos que se escuchan en la historia: «Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial… Del mismo modo, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8, 22-26)
San Pablo tiene una audaz imagen para hablar así de la historia inconclusa: que la creación entera gime como una mujer que sufre dolores de parto (cf. Rom 8, 22). Es como decir que la larga aventura del vivir no termina de nacer, la humanidad no sabe engendrar ni dar a luz algo que bondadosa y bellamente nos asombre y sorprenda, que nos dure y nos abrace sin que nada ni nadie lo pueda manchar, ni envilecer, ni derrumbar.
Estas son las intemperies que nos acorralan cada vez que no logramos vislumbrar el horizonte por donde amanece el sol radiante y cálido que no declina nunca, o la noche que no esconde malas sombras insidiosas capaz de asustar nuestra esperanza. Un sol que no deslumbre aunque nos alumbre la hermosura de las cosas, una luna que no se haga cómplice de las torpezas inconfesadas que nos hacen clandestinos de la maldad.
A esto no sabemos renunciar, y de mil modos el rebelde que llevamos dentro nos dice de tantas maneras que no debemos nunca resignarnos a la fatalidad, porque siempre tendremos ocasión y pretexto para volver a empezar tras nuestros desvaríos, nuestros extravíos, nuestros cansancios y harturas, nuestros llantos y pesares. Podrían ser muy graves y aplastantes nuestras penúltimas palabras, pero la palabra final en la historia de la humanidad y en la nuestra propia no nos pertenecerá jamás. Se la ha querido reservar sólo para sí, quien con sus labios creadores hizo las cosas diciéndolas en la primera mañana: “Dijo Dios… hágase” (Gén 1-2), y una tras otras las cosas abrieron sus ojos a los colores y a las formas, al asombro agradecido, al abrazo paterno que nos hizo hijos y, por eso, hermanos de todos, como cantó el Santo Francisco de Asís:
“Altísimo y omnipotente buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición. Alabado seas mi Señor en todas tus criaturas, especialmente por el hermano sol, por la hermana luna y las estrellas, por el hermano viento, y por el fuego, y por la hermana madre tierra; por los que perdonan por tu amor y los que sufren enfermedad y tribulación. Por la hermana muerte. Dichosos los que vivan la voluntad de Dios. Alaben y bendigan al Señor, denle gracias y le sirvan con gran humildad”.
No es un brindis al sol, sino un canto entonado por este santo poeta franciscano a cada ser, porque en cada criatura se fijaron los ojos de este hombre sencillo y evangélico logrando percibir la firma de la bondad y la belleza que sobre cada ser Dios quiso volcar. Por eso resulta provocador y chocante que desde otra mirada tengamos que constatar como San Pablo que no logramos que nazca eso que fue creado con una inocencia primordial, tal y como nos restriegan demasiado las noticias que cotidianamente tenemos que asumir en la crónica indeseada de cuanto acontece.
Pero, además del gemido de la creación, el dolor del parto de la historia, San Pablo señala otro gemido que coincide con nuestro propio corazón (cf. Rom 8, 23). Sí, nosotros que hemos recibido tantas gracias, tantos beneficios que nos han protegido en los peligros y han revestido nuestra desnudez liviana, nosotros que hemos conocido a gente buena que se cruzó en nuestro camino. Pero no siempre hemos secundado tamaño regalo y nos hemos dejado arrastrar a ese parto fallido cuyo gemido no alumbra la vida esperada. Formamos parte de esa misma historia, y nuestra biografía no es colección aparte, con encuadernación lujosa en una edición especial. Somos igual de pobres y torpes, igual de lentos y contradictorios, somos también nosotros pecadores en toda esa historia de la humanidad de la que formamos parte.
Y, sin embargo, tampoco aquí estamos ante un cruel desenlace que no tiene remedio ni puerta de salida. Por eso el texto de San Pablo corona su aportación indicando un insospechado desenlace con el tercer gemido: Dios mismo también gime, y el gemido de su Espíritu es un grito que suena al dulce nombre del padre, del papá cariñoso y solícito: Abbá (cf. Rom 8, 15). No es el resultado huérfano de una vida sin sentido, sino la restauración filial de quien viene a mi encuentro. De tal modo que en la apoteosis de este fragmento de la carta a los Romanos, San Pablo remata con algo que arranca los motivos de cualquier desesperación: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?… ¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8, 31-39).
2. Reconciliarse con Dios: aprender a confesarse
Hay otro texto de San Pablo en la 2ª Corintios, que nos encuadra este tiempo de conversión, para sacudir las inercias y abrirnos a la gracia que nos abraza. Un verdadero guion para prepararnos a una auténtica confesión sacramental, que es gracia adecuada en estos días de fin de la cuaresma. Dice así el texto del Apóstol: “si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación... En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Cor 5, 17-20). Si hay que reconciliar es que hay “conflictos”: cosas que están tensas, que sufren algún tipo de problemática, de oscuridad, de enmienda. Es un buen guion para preparar una confesión sacramental personal que en estos días deberemos celebrar. Son los tres interlocutores con los que habitualmente tenemos cosas que reconciliar:
a) En primer lugar reconciliarnos con el Señor porque, aunque no le neguemos, quizás tampoco le afirmamos siempre, habiendo momentos o situaciones de nuestra vida en los que Dios no entra… porque no le abrimos la puerta, como nos recuerda el texto del Apocalipsis que ayer recordábamos: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apoc 3, 20). Es esa censura que empuja a la privacidad más clandestina situaciones en las que Dios no tiene cabida cuando traigo recuerdos del pasado, cuando sueño proyectos del futuro, cuando construyo algo presente. No es que Él se distraiga entretenido en otras cosas, o se escape fugándose de mí, sino que soy yo el que no se entera de la entrega infinitamente dedicada que me brinda. Jamás me retira su mirada, soy yo el que imposiblemente se esconde de sus ojos como nos recuerda el pudor de Adán y Eva entre el follaje de la foresta.
b) En segundo lugar reconciliarnos con los hermanos, porque hay muchas maneras de prescindir de ellos erigiéndome en pequeño dios que pretende saberlo todo, tenerlo todo, poderlo todo, sin necesidad de nadie desde esa vieja y única tentación de ser como Dios, pues sólo Él lo sabe todo, lo tiene todo y lo puede todo. Mi limitación humana me recuerda que no soy un Dios clonado, sino su hijo redimido con la necesidad de ser ayudado: lo que ignoro Dios me enseña en los hermanos, lo que me falta Él me lo regala en los hermanos, y lo que yo no puedo solo me lo posibilita con los hermanos. Bendita limitación y precariedad que me abre fraternamente a los que se me dan como ayuda adecuada (cf. Gén 2, 18). Si no hacemos así, entonces juzgo, señalo, condeno, excluyo, zarandeo y daño: negando mi palabra, mi afecto, mi atención. Reconciliarnos con los hermanos.
c) Y, por último, reconciliarnos con nosotros mismos. Nuestra biografía tiene escenarios con momentos que tienen fechas y circunstancias con sus domicilios. Así se teje nuestra historia más íntima y personal. Tantas cosas que suceden en nuestros recovecos mejor guardados y en sus periferias más exhibidas. Surgen ahí, especialmente en ese mundo tan interior que puede llegar a ser clandestino, las grandes preguntas que no tienen respuesta, los cansancios que me parten, las heridas que me desangran, la mediocridad que llena de aburrimiento mis días. Se censura el rebelde de otros tiempos, se domestica el héroe de otras andanzas, se diluye el santo soñador de otros momentos. Y entramos en el bucle de una vida contada, pesada y medida que sólo responde al cálculo de mis pretensiones, de mis intereses, de mis caprichos y de mis fantasmas. Y, sin embargo, yo he nacido para una palabra que Dios quiere decirme a mí y contarla conmigo. Reconciliarnos con nosotros mismos es preguntarnos sencillamente qué estamos haciendo con nuestra vida cuando recorre los ámbitos familiares, los círculos amistosos, las responsabilidades laborales, la pertenencia eclesial. ¿Qué hago con mi vida?
Son tres referentes para preparar la confesión sacramental que con cuidado y sinceridad en estos día deberemos celebrar.
3. La parábola “desvergonzada” de Dios: la provocación divina más osada
Los evangelios nos presentan la vida y la muerte, el fracaso o el triunfo, tras cualquier escenario con niños que juegan en la plaza, o ancianas viudas que lo dan todo en limosna para el Templo; con bodas de novios felices que se quedan sin el vino para festejarlo; con cojos, sordos y ciegos que verán, escucharán y saltarán; con leprosos de toda ralea que quedarán limpios; con hambrientos de pan tierno y de palabras vivas que serán saciados con creces; con curiosos miedosos van a Jesús de noche para exponerle sus dudas y preguntas como hizo Nicodemo; con ladrones a mansalva como Zaqueo que tras una cena con el Señor devolverá cuatro veces más lo que había robado; con mujeres usadas y abusadas en la noche de las vergüenzas, y denunciadas por sus abusadores al alba para poder lapidar al Maestro en la carne de la infamia. Sí, cuántos escenarios, cuántas historias, cuántos momentos dramáticamente humanos en los que nos jugamos todo, como relatos en los que es fácil reconocernos a cada uno de nosotros con nuestras cuitas y episodios varios.
El evangelio de San Lucas es un relato centrado en la misericordia de un Dios que se hizo vulnerable por amor. Según se sube a Jerusalén, aparecen los encuentros con todo tipo de personas, en las mil vicisitudes de la existencia humana, en tantos registros de alegría gozosa o de pena llorosa, en la verdad que nos hace libres o en la mentira que nos hace tramposos. Cuántos rostros, cuántas lágrimas, cuántas sonrisas…
En el capítulo 15 del evangelio de San Lucas hay tres parábolas fundamentales. Son las que Jesús contará como respuesta a la insidia acusatoria de los letrados y fariseos que murmuraban contra Jesús porque éste se veía con pecadores y publicanos. Son las tres parábolas de la misericordia. Las dos primeras juegan con un mapa de la tragedia cuando se pierde algo que nos importa sobremanera.
La primera parábola cuenta el caso de una oveja perdida en las periferias de un desierto fuera del redil, que va a buscarla su pastor y no para hasta que la encuentra. El descarrío debilita, quiebra, inhabilita. Pero el hallazgo impone la alegría del mejor contento, y no repara en prendas ni pierde el tiempo en reprimendas: la carga sobre sus hombros para devolverla a casa, donde reúne a amigos y vecinos para comenzar la fiesta de una oveja hallada viva y no muerta.
«3Jesús les dijo esta parábola: 4“¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? 5Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; 6y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. 7Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15, 3-7).
La segunda parábola es una tragedia doméstica. Una buena mujer había perdido una dracma, verdadero capital para una mujer pobre que tan sólo tenía diez, posiblemente pertenecientes a la dote de su boda. Muchas cosas se quebraban perdiendo la dracma que no encontraba: el disgusto de no hallarla, el desprecio del marido por considerarla atolondrada, la irrisión de las vecinas que acaso se mofarían de ella. La mujer se afana y se empeña a fondo: enciende la lámpara, barre la casa, busca y rebusca con todo cuidado hasta que la encuentra. Entonces convoca a las amigas y vecinas, quizás con el pacto de que no dijeran nada a su marido, e hicieron la fiesta que no termina.
«8O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? 9Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. 10Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”» (Lc 15, 8-10).
Son las dos parábolas del encuentro: cuando se halla lo que se pierde por fuera o lo se pierde por dentro, para venir a la conclusión didáctica de que Dios tiene más alegría por lo que logra rehacer, reconquistar, recuperar, que por lo que plácidamente tenía en el redil de un establo o en la caja fuerte de una casa.
Pero estas dos parábolas son una preparación remota para la gran enseñanza que San Lucas, y sólo él, nos viene a señalar en este capítulo 15 de su evangelio. Hay una expresión que utiliza un gran escritor francés, Charles Péguy al comentar las tres parábolas. Él quedó impresionado por la parábola del hijo pródigo, y afirmaba que se trata de una comparación en la que Dios perdió el pudor, fue más lejos de cuanto podía ir, y como si hubiera perdido la vergüenza nos declaró el amor que siente por cada uno de sus hijos.
Dice Péguy que hay una palabra de Dios sobre la que todo hombre ha llorado tantas veces. Sobre la que Él ha llorado también. Las otras palabras de Dios no se atreven a acompañar al hombre en sus más grandes despropósitos. Pero ésta es en verdad una palabra desvergonzada. Tiene agarrado al hombre por el corazón, por un punto que ella sabe, y no lo suelta. No tiene miedo. No tiene vergüenza. Todas las otras palabras de Dios son pudorosas. No se atreven a acompañar al hombre en las vergüenzas del pecado. Pero esta es como una hermanita de los pobres que no tiene miedo de tocar a un enfermo y a un pobre. Ella desafía por así decir, al pecador. Y le dijo: por donde vayas iré. Ya verás. Conmigo no tendrás paz. No te dejaré en paz [cf. Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud (Encuentro. Madrid 1991) 119-120]. Esta es la parábola:
«11Un hombre tenía dos hijos; 12el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. 13No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. 14Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. 15Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. 16Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. 17Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. 18Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; 19ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. 20Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. 21Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.22Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; 23traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, 24porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. 25Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, 26y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. 27Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. 28Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. 29Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; 30en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. 31Él le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; 32pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”» (Lc 15, 11-32).
Es conocido el relato: son tres los protagonistas. El hijo pequeño se pierde por fuera, yendo a los confines de sus desiertos donde se topó con la nada más vacía. Malgastó lo que no había sudado jamás, aquello que heredó gratuitamente y frívolamente dilapidó. Terminó en el desenlace más triste de dedicarse a cuidar cerdos, el animal más impuro que ni siquiera estaba permitido tocar. En su delirio aspiraba a ser alimentado por las bellotas que comían los puercos, y ni siquiera esto se le concedía. Tocó techo, tocó fondo, y le dio un ataque de envidia pensando en los jornaleros de la casa de su padre. No fue el recuerdo del padre quien le encendió la piedad, ni siquiera la casa como el hogar acogedor. Fue la envidia comparativa lo que le movió al regreso.
Preparó el discurso y fue con su pretexto al encuentro de su padre, al encuentro de su hambre con las ganas de saciarse nuevamente de modo gratuito. Pero ese discurso no le interesó al padre que cada mañana se asomaba para ver su incierto regreso. Aquel día al verlo llegar se produjo el milagro que San Lucas refiere: todo un proceso que nos deja conmovidos, sorprendidos y perplejos. Lo recordamos porque son seis acciones que se suceden:
1) Cuando aún estaba lejos. Es el primer regalo. Que somos avistado cuando todavía estamos lejos con nuestra lontananza, la que cada uno tiene y cultiva, la que nos separa de Dios por tantos motivos.
2) Aquel padre lo vio. No hay escondrijo en el que escabullirnos de Dios. Su mirada nos contempla siempre: nada de nuestros sentimientos, de nuestros rencores, de nuestros caprichos, de nuestros inconfesables deseos o maquilladas pretensiones, están al margen de su mirada. Pero son ojos de padre y no de gendarme.
3) Y corrió hacia él. Es como querer anticipar el encuentro, haciendo fácil un abrazo que cada mañana el padre imaginó. No es la prisa de una cita, sino el apresuramiento de un afecto que por fin ve cumplido el regreso de quien se extravió.
4) Y lo abrazó colmándolo de besos. No hay atisbo de reproche. No hay examen de improperios, sino simplemente el cariño manifiesto de quien reseña que lo que había perdido de malas maneras, finalmente se recuperó poniendo un beso en su extravío, poniendo abrazo en su desarrapado desconcierto.
5) Y mandó a los criados vestirlo de fiesta: con túnica nueva, con anillo y sandalias, porque sólo los esclavos andaban descalzos y ahí delante tenía a un hijo querido. Era el vestido festivo, como un atuendo de bodas, en un hijo perdido que se reencontró en la lontananza de todos sus exilios.
6) Y mandó traer el novillo de la matanza cebada, el que se reservaba para el banquete especial de una fiesta sin igual por un motivo inesperado que cada mañana se aguardaba que pudiera suceder.
Confesará con humildad enamorada la razón de tanta algarabía: que un hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, que estaba perdido y ha sido encontrado. No había más y no había menos que esta noticia bendita.
Lamentablemente había otro hijo que no estaba en la retina de aquel padre cada mañana, ni en sus brazos abiertos para cuando regresara. Era un hijo cumplidor que nunca se fue de casa, que jamás reclamó la herencia, que no arruinó su patrimonio con mujeres malas. Pero ese hijo no vivía en aquella casa como hijo, sino como huérfano resentido, como un jornalero con apellidos que tristemente vivía en el rencor de su tristeza.
Y escuchando los sones de la fiesta y el despliegue del banquete, pidió cuentas de tamaño despilfarro, como si hiciera una auditoría a la alegría de la casa y del gozo de aquel padre. No entendió la música, ni el canto, ni las viandas ni el baile. No entendió al padre ni a su hermano. Todo le resultaba desproporcionado y desdeñable. Y así inquirió a su padre las cuentas: ¿a qué viene todo esto… espero que no sea como gratificación por las aventuras de mi hermano y sus prodigalidades? Pero fue como un jarro de agua fría y helada, que le dejó yerta su alma reconcomida por la envidia más desesperada: Yo cumpliendo, yo sin pedir herencias, yo trabajando a destajo jornalero… y tú haciendo fiesta por el hijo perdido, con aquellas mujeres –insistía en el argumento–, mientras que jamás me has concedido tener siquiera un guateque con los míos. Así de triste, así de justiciera y mezquina fue la reacción resentida de un hijo que en el fondo era un huérfano.
La parábola termina sin concluir como una historia inacabada, como la bella sinfonía 8ª de Franz Schubert que dejó sin terminar. No fue un despiste de Jesús, ni un desliz de San Lucas, sino que se nos invita a examinar en este relato cuál es en verdad nuestra vida cristiana de verdad. Cuáles son nuestros devaneos pródigos que nos llevan a malgastar una preciosa herencia que se nos ha dado sin tener que sudar. Cuáles son nuestras nostalgias que nos enfrentan con los vacíos de nuestras nadas, nuestros fracasos y miedos que nos empujan a la mediocridad. Cuáles son los tropiezos que nos hacen malos cristianos por traicionar lo que Jesús nos ha propuesto y regalado de tantas formas en nuestra historia personal seamos sacerdotes, religiosos o laicos, con nuestra vocación, nuestra profesión y nuestro lugar en la Iglesia y en la sociedad. Y cuál es también mi actitud por vivir cristianamente la vida y sus cosas dentro de la Iglesia.
Leer biográficamente estas tres parábolas, especialmente la tercera, es un examen de conciencia que nos educa y prepara para pedir el perdón que más necesitamos, el que más redime nuestra pobreza y el que más nos levanta de nuestro fango. Pero tenemos la certeza de que más allá de nuestra parte compartida con el hijo pródigo o con el hijo resentido, estamos ante el tierno y amable regalo de confrontarnos con un padre bueno, lleno de ternura y misericordia que viene a nuestro encuentro. Esta es la noticia que celebramos al final de cada triduo pascual con el triunfo de Jesús sobre nuestras traiciones y lágrimas en el patio de nuestros miedos junto a una fogata cualquiera. Es la noticia de que nuestros sepulcros estarán para siempre vacíos con la piedra de nuestra incredulidad removida. Es la noticia de que tras todas nuestras noches, llega la alborada bendita, y tras todos nuestros hastíos surge la razón de nuestra esperanza rediviva.
Esto es lo que celebramos en estos días. Este es el aleluya de nuestra dicha. Este es el motivo de nuestra alegría de pascua. Y así os lo deseo tras surcar los desiertos de incertidumbre que no nos harán jamás rehenes de nuestra desdicha malhadada, sino testigos del regalo de la gracia que nunca defrauda, llegando a la casa encendida y habitada donde cada mañana somos esperados por quien tiene entrañas de misericordia.
Clausura musical
La tradición cristiana ha mirado siempre a María como el ejemplo a seguir en un camino inacabado como es la ascensión a la pascua. Escuchamos ahora un breve Ave María como si nos pudiésemos asomar al “fiat” de la Virgen, al sí que ella le dijo al ángel, un sí que nos enseña a esperar como ella la vida más allá de la muerte, como cuando dijo sin palabras al pie de la cruz su “stabat”.
Giulio Caccini. Ave María [Coro de niños cantores Libera (2008)]
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador (Oviedo)
21 marzo de 2024
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