sábado, 16 de noviembre de 2019

Reflexión a la Palabra. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Las lecturas de este Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario nos acercan al contexto de lo que estamos viviendo estos días de Noviembre dedicado a los difuntos: el fin de la vida, el fin de ciclo litúrgico que concluiremos el próximo domingo con la Solemnidad de Cristo Rey, y en el contexto de todo ello la Palabra de Dios que nos habla sobre ''el fin de los tiempos''. El final de un tiempo y el final de todo lo que conocemos; la enseñanza del saber vivir y del saber morir.

La lectura del profeta Malaquías presenta ese término último como un horno ardiente para los malhechores y día para encontrar luz y salud los que temen al Señor. Al hilo de esto, me vienen a la mente las palabras de Monseñor Munilla en su programa de "Radio María", donde al hablar de la reciente muerte de su madre decía que en las Sagradas Escrituras la muerte se presentaba de dos formas muy diferentes: como ladrón que llega en la noche sin avisar o como esposo al que la esposa aguarda vigilante con la lámpara encendida. Quizá sea una pregunta que podemos hacernos todos pensando en nuestro propio final: ¿cómo veo yo la muerte? Como ladrona que me viene a robar o como espos@ que me viene a abrazar.

La epístola del Apóstol nos da otra clave elemental para el discurrir de nuestra preparación hacia el fin de nuestra existencia terrena y el inicio de la vida para siempre en Dios. Y es que San Pablo se dio cuenta de que había fieles -como también hoy- que piensan que con haber descubierto a Cristo en el camino de la vida ya basta; me dedico a preparar mi encuentro con Él pero sin hacer nada más; me quedo de brazos cruzados sin gesto o sacrificio alguno. En ello Pablo es rotundo: ''No vivimos entre vosotros sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie''. Y el Señor nos lo dijo al enseñarnos a orar: ''Danos hoy nuestro pan de cada día''. Pero dánoslo no porque nos sea debido, sino por que lo ganamos con nuestro sudor.

Hay dos figuras en la historia de la Iglesia que han sabido materializar de la mejor forma este mensaje; el primero de ellos San Benito, no quedándose sólo en su "ora et labora" sino especialmente en las claves que ofrece en su Regla, la cual llama al trabajo como remedio contra la ociosidad como enemiga del alma. Ya más próximo a nuestros días el "controvertido" San Jose Maria Escriváquien actualizó la llamada a la santidad por medio del trabajo, santificando nuestra vida ordinaria y santificándonos nosotros con ella. Trabajamos porque para ello fuimos creados, y ofrecemos éste de forma especial cuando menos nos apetece o cuando más cansados estemos, pues los sacrificios personales del creyente son tenidos mayormente en cuenta por el Señor. El apóstol de los gentiles nos lo resumió como nadie: ''el que no trabaje, que no coma''.

Y llegamos al texto del evangelio donde Jesús anuncia la destrucción del templo de su cuerpo. Aquí nos presenta "advertencias": Cuidado no nos engañen, pues habrá impostores. No tengamos miedo a la violencia y la división que habremos de sufrir en cuerpo y alma; y finalmente, nos dice que sin duda ese final de los tiempos se reconocerá por fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo. Enumerados los tres avisos, el Señor vuelve a incidir en el segundo. Reitera que seremos perseguidos por nuestra fe y encarcelados por su nombre, más nos dice que será la hora de dar nuestro testimonio. Hasta nuestra familia nos dará la espalda por nuestra condición de discípulos del Nazareno, pero nos tranquiliza el Señor recordándonos que hasta nuestros cabellos están contados y que con nuestra perseverancia salvaremos nuestra alma.

La Iglesia nació mártir y desaparecerá el día del juicio siendo mártir, como así ha vivido en el devenir de los siglos en cada país y cultura a donde ha llegado el evangelio. Los mártires son en estos momentos difíciles de los tiempos que nos toca vivir la mayor garantía de esperanza, la demostración de que nuestra fe tiene futuro pues sigue habiendo mártires, y, por tanto, sigue habiendo hermanos nuestros que han alcanzado la meta de nuestra vocación universal, que es la santidad. Mientras la Iglesia tenga santos y mártires rubricará su utilidad, pues en ellos -de carne y hueso como nosotros- se evidencia que es posible alcanzar el cielo que anhelamos, patria de los que se han salvado por haber sabido escuchar el anuncio que recibieron en la Iglesia y en cuyo seno supieron vivir y morir.

También en este penúltimo domingo del año litúrgico celebramos la Jornada mundial de los Pobres, instituida hace tres años por el Papa Francisco para orar y tomar conciencia de todas las pobrezas que nos rodean: económicas, intelectuales, humanas, culturales, y ni qué decir de las espirituales; de tantas personas que teniendo materialmente lo necesario viven con un alma absolutamente precaria. También aquí vemos perfectamente clara las enseñanzas de los textos de este día, los cuales no nos hablan de un Dios Salvador que salvara a todos, sino de un Dios justo que hará justicia, aunque en ella no falte la misericordia. Y es que el salmista nos predispone igualmente ya para el adviento que se acerca: El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.

Es hora de ser testigos, es tiempo de trabajar, es hora de salir al encuentro de Cristo en la patena del altar y en la asamblea de la vida; en los pobres de todo tipo y condición que vamos hallando en el camino, sin quitar la vista de nuestra propia indigencia.

Feliz y bendecido Domingo

 Joaquín, Párroco

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