lunes, 5 de noviembre de 2018

AUNQUE HABERLOS, “HAYLOS”; LA MUERTE NO NOS HACE SANTOS. Por Joaquín Manuel Serrano Vila


Todos estamos acostumbrados a ir a funerales de parientes y amigos u otros sucedáneos parecidos -pues la muerte es una llamada inapelable- y en ellos, más allá de la encomienda del difunto muchas veces nos encontramos con panegíricos que ensalzan sublimemente las bondades y méritos del finado, elevándolo casi a la santidad súbita.

Los funerales cristianos son, ante todo, una oración a Dios pidiendo su clemencia misericordiosa por aquel o aquella que parte de nuestro mundo y de entre nosotros, precisamente porque ni nuestro mundo ni ninguno de los que lo habitamos somos “santos”, sino pecadores. De ahí la necesidad del arrepentimiento sincero, de la conversión del corazón y de la oración para ellos por parte de aquellos que aún quedamos, pidiendo al buen Padre Dios su misericordia.

Cuando la muerte nos alcanza, ésta no cambia nuestra realidad pecadora hasta ese momento, y por eso necesitamos estar preparados para cuando llegue; por eso ante esta realidad que normalmente desconocemos en la persona difunta celebramos una “misa exequial” por sus pecados, tratando de suplir sus propias limitaciones, las cuales a la hora de morir no garantizan su pasaporte definitivo a la vida eterna.

Es sorprendente cómo cuando uno muere nadie habla mal de él/ella y, sin embargo, quien no ha sido “bueno” en vida, no supera su maldad ni alcanza la santidad por la misma muerte. Como hemos dicho, necesitamos rezar mucho por nuestros difuntos y hacer un funeral como Dios manda. Tampoco le bastan a un bautizado celebraciones “light”, muchas veces por un puro acomodo familiar a la estética social de un duelo otras tantas veces vacío de contenido y que en más de una ocasión enervarían al mismísimo difunto/a.

Sin la menor duda y paralelamente, hay personas que fallecen en olor de santidad; aquellas que mientras estuvieron entre nosotros manifestaron ser muy especiales en su relación con Dios y con los de su alrededor. Los santos se han distinguido precisamente por esto, por ser el reflejo de Dios en sus vidas y ser espejo y modelo para que los demás podamos alcanzar también gracia ante Dios.

Todos acudimos en alguna ocasión a nuestros santos de especial devoción, y lo hacemos no pocas veces con una visión dulce y aterciopelada, olvidando que fueron personas de carne y hueso como nosotros, y, muy posiblemente, también pecadores en algunos momentos de sus vidas… Qué duda cabe que en nuestro mundo sigue habiendo santos y santas; de igual modo que los conocidos en el “calendario litúrgico”, muchos -seguramente más- desconocidos y anónimos que reposan en nuestros cementerios. Por tanto, la santidad sigue siendo posible incluso en nuestro tiempo; ahora bien, es la misma vida y sus actos la que nos conduce o no a ella, pues aunque haberlos haylos, la muerte, por sí misma, no nos hace santos.

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