miércoles, 6 de mayo de 2015

Prejuicios anticatólicos (I)


Estos días he tenido una comida con un grupo de matrimonios  amigos, con los que he tenido una larga sobremesa, en la que se habló de lo divino y lo humano, especialmente de los problemas educativos de sus hijos y del anticatolicismo dominante.

Mis amigos, católicos practicantes, se quejaban de que con la cada vez mayor polarización y radicalización de las posturas, cada vez más profesores no ocultan su actitud anticristiana beligerante e intentan inculcar a los niños y adolescentes su ideología.

Por ejemplo, me decía uno de ellos, hace poco pusieron a mi hijo la película El nombre de la rosa, que ciertamente no me parece conveniente para niños. Les dije que la recordaba como una película francamente anticatólica, que intentaba desacreditar a la Iglesia, pero que afortunadamente incurría en una muy seria contradicción. Hasta físicamente presenta a los monjes como unos cretinos, pero se les escapa el dato que tenían la mejor biblioteca de Europa. Es desde luego evidente que unos imbéciles no pueden crear una magnífica biblioteca. De ahí pasamos a recordar que fueron los monjes los que salvaron y lograron hacer llegar hasta nosotros buena parte de la cultura antigua e iniciaron un sistema de escuelas, mientras junto a las catedrales se iniciaban  otras. De ahí surgieron unas cuantas Universidades, todas de fundación eclesiástica, perdurando todavía muchas de ellas, entre ellas las más famosas de Europa. Otro dato curioso es que cuando Estados Unidos consiguió la independencia, hacia 1776, todavía no existía ninguna Universidad en el país, mientras que algunas fundadas en América por los españoles, como la de México (1551), o la de Lima (1555) eran más que bicentenarias.

Surgió también el tema de la Inquisición. Es una institución que hoy, evidentemente, no podemos defender, pero que si uno lo compara con los Tribunales de la época, la comparación no es ni mucho menos negativa, especialmente en el tema de la brujería. Voy a hacer referencia a dos libros: La Sorcellerie, de Jean Palou, de la colección Que sais-je? y El abogado de las brujas. Brujería vasca e Inquisición española del protestante danés Gustav Hennigsen.

Palou reconoce que la quema de brujas fue general, “salvo, aunque pueda parecer extraño, en los países españoles e italianos donde reina la Inquisición”. Es decir, si no era la Inquisición, eran los Tribunales civiles y por tanto no de la Iglesia los responsables, como queda claro viendo cómo la persecución afectaba también a países no católicos como Inglaterra, Suecia y Rusia. Palou se liquida a España con el siguiente párrafo: “España. País donde la brujería corresponde a la Inquisición, hay que señalar pocos procesos exceptuado el de Logroño, donde seis brujos fueron quemados en 1610”. Si tenemos en cuenta  que en la rama francesa de este proceso en Burdeos el juez civil De Lancre envió a la hoguera a quinientas personas, entre ellas numerosas jovencitas y niños tenemos un buen punto de comparación. En Lorena el juez N. Rémy (+1612) ejecutó a tres mil personas. Si recordamos que en España la Inquisición, por todos los delitos y a lo largo de trescientos cincuenta años, mandó matar a menos de cuatro mil cuatrocientas personas, por cierto menos que sacerdotes asesinados en la Guerra Civil por los republicanos, aunque de lo sucedido en ella hay para ambos bandos abundantes motivos de vergüenza, entenderemos por qué muchos delincuentes preferían caer en manos de la Inquisición que de los Tribunales civiles.

En el segundo libro, Gustav Hennigsen lo dedica: “A la memoria de D. Alonso de Salazar Frías, inquisidor y humanista español”. Ya en el proceso de 1610, Salazar, inquisidor de Logroño, votó contra las penas de muerte. Encargado de continuar la investigación llegó en 1612 a la conclusión: “No hubo brujos ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de ellos”. Sus métodos de investigación fueron muy adelantados a su tiempo, e incluso algunos siguen utilizándose. Salazar se vio favorecido por la actitud escéptica de la Inquisición Suprema de Madrid, que exigía pruebas tangibles. Su conclusión fue: “No he hallado certidumbre ni aún indicios de que colegir algún acto de brujería que real y corporalmente haya pasado”.

Gracias al apoyo de Madrid, en España cesó la persecución de brujas. Resulta curioso saber que el cese de la quema de brujas fue una medida muy impopular, sólo posible gracias al gobierno centralista de Madrid y a la autoridad de la Suprema Inquisición. Aún así todavía se derramó la sangre de ocho personas quemadas por las autoridades civiles de Pancorbo (Burgos) en 1621, hecho que Salazar calificó de “la tragedia de Pancorbo”. Peor todavía fue lo sucedido en Cataluña entre 1616 y 1619, donde las autoridades civiles ahorcaron a trescientos brujos y brujas, antes que la Inquisición lograse imponer su jurisdicción. Pero bajo el ejemplo de España que se adelantó en este punto muchos años al resto del mundo (el proceso de Salem, en Estados Unidos, con 19 ejecuciones fue en 1692), fue poco a poco cesando en el mundo la quema y muerte de brujas.

Pedro Trevijano

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