martes, 1 de mayo de 2018

Un año sin ''Mosén''. Por Rodrigo Huerta Migoya

Lo echamos de menos. Ya no lo podremos cruzar por la explanada de Covadonga donde al vuelo de su sotana le acompañaba el tarareo de alguna melodía, mientras planeaba su próxima novena o procesión rosario en mano escondido en su bolsillo.

A veces me pregunto ¿cómo había sobrevivido a tantos enemigos que le salieron y a tanta "leña" que le dieron poéticas y prosaicas lenguas en vivas y activas glosas y comentarios sine amore; a tanta presión y sinrazón? ¿Acaso no sufría Mosén?... Sí, y mucho; ahora bien, también tenía sus salidas de emergencia, su castillo interior de piedras carmelitanas y austeridad franciscana que como burbuja permeable escondía en un país multicolor todo un remanso de paz con Dios, su Dios, sus santos y devociones.

Una vez escuche decir que el problema era que Mosén era "un perro verde", pero, ¿por ser un perro verde se le dió ese trato?, o fue ese trato el que le hizo un perro verde...?

Uno podría pensar que este pobre hombre vivía una paranoia persecutoria, pero su misma muerte hizo palpable alguno de sus lamentos. Críticas veladas en escritos injustos y resentidos, y, sobre todo, el olvido... Ni una misa en su memoria en las parroquias donde sirvió... Dejaremos los juicios a Dios, el cual, finalmente, nos permitirá seguir celebrando cada año un "San Martín".

¡Que fe tenía; envidiable! Vivía con la misma intensidad la eucaristía con el templo abarrotado que con él vacío. Hoy un cura "moderno" diría  "si no hay gente no celebro", pero D. José Luis así lo hacía sin problema. Él sabía que no estaba celebrando sólo, que cuando elevaba la Sagrada forma Cristo estaba presente allí con él; que los ángeles eran testigos, que los santos se unían con los difuntos en esa Comunión entorno al Cordero inmaculado entonando su alabanza... sólo, sí, pero no de Dios.

Era bueno, tanto que se dejaba pisar y hasta pasar por tonto. Regalaba todo a los que tenían más recursos que él mismo, y lo hacía por amor; amor a los demás y amor a la Iglesia. Con sus actos de piedad  buscó hacer visible lo invisible en ese anuncio del evangelio que cada día se hace más arduo y complejo, pivotando sobre aquella biblia pauperrimun que a tantos catequizó.

Fue hombre austero y muy estricto consigo mismo en las penitencias y prácticas de conversión que se imponía. En cuaresma hacía largos días de ayuno que por mucho que los ocultase se acababan manifestando en pascua por el peso que perdía. Los médicos llegaron a llamarle la atención por lo poco que se cuidaba, y es que en su escala de valores él siempre estaba al final.

Multitud de anécdotas propias se han hecho singulares dentro y fuera de la diócesis, en especial en sus días de pastoral rural por sus respuestas, originalidades y aventuras. El humor fue su mejor arma frente al ácido amargo que en dardos y calderos le llegaba; se reía hasta de sí mismo y eso le ayudó a cargar con la cruz cada día y llevarla hasta el final con irónica sonrisa.

En el ocaso de su vida terrenal, al igual que el mismo Cristo en la cruz le sabía amargo el cáliz y  aún se abrazaba a la esperanza de unos supuestos buenos pronósticos de los médicos, pero todo se precipitó. Precisamente en la Semana Santa pasada pensé en escribir sobre ''La última procesión de Mosén'', recordando su total participación en la que, ciertamente, sería su última Semana Santa.

Le habían advertido en la Casa Sacerdotal que no saliera tanto a la calle, que evitara el frío y que se cuidara... En una de las procesiones, entre la duración excesiva y el mal tiempo, acabaron tumbándole en cama. Esa fue su última alegría, participar de aquella procesión tras haberle pedido al Sr. Arzobispo hacerlo así, sabedor de que ese podría ser el último año que lo hacía.

Tras ésta, de la Casa Sacerdotal al HUCA y del HUCA a la Casa del Padre. Ya no pudo celebrar la Pascua en la Catedral, ni asistir a la Beatificación del P. Ormiers al que tanto rezó en sus años de coadjutor en Gijón, en aquella capilla mortuoria del Colegio del Campo Valdés... El hospital fue ya su última celda, su última morada y su última cruz que como buen carmelita seglar besó y abrazó.

Tenía Mosén mucho amor a la Madre; en la tierra tuvo dos a las que quiso con locura, y cuando sólo le quedaba ya la del cielo y sin mucha más familia que su santoral, a éstos dedicó su postrero aliento. Todo lo dió Mosén, hasta el último céntimo de su patrimonio. El pastor bueno y solícito que fue, todo lo invirtió en servir.

A veces subo a Ceares para hacerle una visita, para rezarle un padrenuestro. Allí quiso esperar la resurrección, en ese pequeño presbiterio comunal donde bajo la tierra duermen el sueño eterno aquellos que lo dejaron todo y echaron mano al arado sin mirar atrás.

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