Ha vuelto a hacer una escapada. No se fuga de nadie y tampoco persigue a ninguno. Pero se ha alejado otra vez. Con lo mucho que hay que hacer, y los problemas acuciantes que esperan de su palabra una luz y de su cercanía un acompañamiento en las horas duras de la vida. Pero no, se ha marchado de nuevo.
Comenzar un relato de semejante manera podría parecer la descripción de alguien cobarde o escurridizo que ha abandonado su puesto y su quehacer irresponsablemente. Y sin embargo, lo hacía cada amanecer anticipándose a la aurora mañanera, o cada atardecer antes de que declinase el crepúsculo vespertino. Me estoy refiriendo a Jesús, de quien no hay sospecha ninguna. Tenía este paréntesis diario para ir al encuentro de su Padre Dios, para embeberse de sus palabras y para gozarse de su belleza. Todo lo que luego hacía o decía el Señor, no era otra cosa más que el testimonio de lo que amaneciendo o atardeciendo había visto y oído a solas con el Padre Eterno buscado y encontrado en la oración.
Ese Maestro tenía unos ojos grandes que asomados a lo que cada día acontece con su luz y con su sombra, no dejará pasar la ocasión para mostrarnos su enseñanza: se detiene a observar y bendecir a los niños que juegan en la plaza; o tiene un gesto de ternura con cualquier pecador que pide ser perdonado; o realiza signos y milagros para quienes tienen necesidad de ser curados o defendidos; o verá igualmente la hipocresía de los ampulosos de sus corrupciones y engañifas, así como la honestidad y entrega de la gente buena. Todo lo grande y todo lo mezquino, pasará sin maquillaje delante de su mirada y será argumento libre en su palabra.
Pero esos ojos y esos labios, llegando el despuntar del día o los últimos rayos de cada tarde, se ponían ante el Padre Dios para agradecer filialmente, para entender humanamente, para saber qué tendría que decir y hacer luego en las encrucijadas de la gente que encontraría junto al pozo de la sed cotidiana como la Samaritana, en los caminos donde encontró enfermos y endemoniados, en las casas donde compartió con amigos como en Betania o arrepentidos como Zaqueo, en las sinagogas para decir que en Él se cumplía la palabra proclamada, en el Templo donde vio mercaderes avaros pero también ancianas generosas que entregaban lo que tenían. No hubo lágrima que no enjugara Jesús, ni enfermedad que no tuviera una bendición para curarla, ni espera que no fuera con su amistad calmada y colmada.
En este tiempo de cuaresma que hemos comenzado, uno de los gestos a los que la Iglesia nos invita es precisamente la oración. Cada uno sabe cuánto y cuando reza, y dónde lo hace. Pero el cuaresmal es un tiempo en el que como hemos visto que hacía Jesús, hemos de madrugar las cosas antes que sucedan para pedir a Dios que nos dé su gracia de vivirlas con Él sin hacerlo contra nadie. Y hemos de entrar en el descanso de la noche habiendo sabido dar gracias por lo vivido en esa inédita jornada. Pedir gracia y dar gracias.
El Papa Francisco y la curia vaticana están de ejercicios espirituales esta semana. Tampoco ellos se fugan de nada ni de nadie: vuelven su mirada a ese Dios que de continuo les mira, convierten su corazón al Corazón que por ellos palpita, para testimoniar luego con hechos y palabras la misericordia y la fidelidad del Señor. Un tiempo de honda escucha de la palabra de Dios, de adoración de su santa Eucaristía, y de amar a todos los que Él ama y que a nuestra caridad nos confía. Es tiempo de orar. Como decía Sta. Teresa: tratando de amistad con Quien sabemos nos ama.
Comenzar un relato de semejante manera podría parecer la descripción de alguien cobarde o escurridizo que ha abandonado su puesto y su quehacer irresponsablemente. Y sin embargo, lo hacía cada amanecer anticipándose a la aurora mañanera, o cada atardecer antes de que declinase el crepúsculo vespertino. Me estoy refiriendo a Jesús, de quien no hay sospecha ninguna. Tenía este paréntesis diario para ir al encuentro de su Padre Dios, para embeberse de sus palabras y para gozarse de su belleza. Todo lo que luego hacía o decía el Señor, no era otra cosa más que el testimonio de lo que amaneciendo o atardeciendo había visto y oído a solas con el Padre Eterno buscado y encontrado en la oración.
Ese Maestro tenía unos ojos grandes que asomados a lo que cada día acontece con su luz y con su sombra, no dejará pasar la ocasión para mostrarnos su enseñanza: se detiene a observar y bendecir a los niños que juegan en la plaza; o tiene un gesto de ternura con cualquier pecador que pide ser perdonado; o realiza signos y milagros para quienes tienen necesidad de ser curados o defendidos; o verá igualmente la hipocresía de los ampulosos de sus corrupciones y engañifas, así como la honestidad y entrega de la gente buena. Todo lo grande y todo lo mezquino, pasará sin maquillaje delante de su mirada y será argumento libre en su palabra.
Pero esos ojos y esos labios, llegando el despuntar del día o los últimos rayos de cada tarde, se ponían ante el Padre Dios para agradecer filialmente, para entender humanamente, para saber qué tendría que decir y hacer luego en las encrucijadas de la gente que encontraría junto al pozo de la sed cotidiana como la Samaritana, en los caminos donde encontró enfermos y endemoniados, en las casas donde compartió con amigos como en Betania o arrepentidos como Zaqueo, en las sinagogas para decir que en Él se cumplía la palabra proclamada, en el Templo donde vio mercaderes avaros pero también ancianas generosas que entregaban lo que tenían. No hubo lágrima que no enjugara Jesús, ni enfermedad que no tuviera una bendición para curarla, ni espera que no fuera con su amistad calmada y colmada.
En este tiempo de cuaresma que hemos comenzado, uno de los gestos a los que la Iglesia nos invita es precisamente la oración. Cada uno sabe cuánto y cuando reza, y dónde lo hace. Pero el cuaresmal es un tiempo en el que como hemos visto que hacía Jesús, hemos de madrugar las cosas antes que sucedan para pedir a Dios que nos dé su gracia de vivirlas con Él sin hacerlo contra nadie. Y hemos de entrar en el descanso de la noche habiendo sabido dar gracias por lo vivido en esa inédita jornada. Pedir gracia y dar gracias.
El Papa Francisco y la curia vaticana están de ejercicios espirituales esta semana. Tampoco ellos se fugan de nada ni de nadie: vuelven su mirada a ese Dios que de continuo les mira, convierten su corazón al Corazón que por ellos palpita, para testimoniar luego con hechos y palabras la misericordia y la fidelidad del Señor. Un tiempo de honda escucha de la palabra de Dios, de adoración de su santa Eucaristía, y de amar a todos los que Él ama y que a nuestra caridad nos confía. Es tiempo de orar. Como decía Sta. Teresa: tratando de amistad con Quien sabemos nos ama.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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