La aldaba de Cáritas
Hay una sombra bondadosa que se alarga a través de nuestros días, cuando hablamos de Cáritas y lo que los cristianos hacemos desde ella. En nuestro mundo siempre ha habido un sinfín de propuestas que salen al paso de nuestras necesidades hambrunas: hambre de paz, hambre de justicia, hambre de amor, hambre de esperanza, hambre de verdad, hambre de felicidad. ¡Cuántos nombres tiene el hambre de nuestro corazón! ¡Cuántos sucedáneos de alimentos falsos que no colman ni calman nuestra verdadera hambre de bien! Y, sin embargo seguimos frecuentando lo que sabemos que no sirve, lo que sabemos que nos engaña como si un simple tentempié pudiera nutrir una vida entera que necesita el alimento verdadero.
Cáritas es siempre un aviso que nos recuerda estas cosas. Aviso porque de tanto ser engañados podemos llegar a pensar que la vida es así y que no tiene remedio, y sólo cabe resignarse. Recordatorio porque Jesús nos invita a sacudirnos la inercia de esta resignación para hacernos rebeldes con su santa osadía. Dios se nos da en alimento como se parte un pan tierno y bendito. En el trasiego de nuestro camino, siempre encontraremos a Jesús que se pone junto a nosotros a recorrer el sendero, mientras nos cuenta la historia verdadera para la que hemos nacido, nuestros ojos se abren a una luz que no han hecho nuestras manos y el corazón palpita de nuevo con un fuego inmerecido.
La Eucaristía es el milagro de este gesto que permanece entre nosotros, memorial de esta entrega bendita cuando Jesús mismo se nos dio en la apariencia de un trozo de pan y de un sorbo como verdadero Cuerpo y Sangre que comulgamos con inmenso respeto y gratitud. Por este motivo no podemos comulgar de cualquier manera –lo diga quien lo diga–, ni pueden acceder a la sagrada comunión quienes no están en paz con el Señor por llevar en cualquiera de sus formas una vida de pecado. No se puede comulgar quienes han roto con Dios o con los hermanos, como nadie da un abrazo o un beso a aquellos con los que previamente se ha de reconciliar. Nosotros no podemos comulgar al Señor sin comulgar también al hermano, porque tenemos que amar a Dios amando cuanto ama Él y como lo ama Él. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón con el Cuerpo de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres. Comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No son la misma comunión, pero son inseparables.
Las noticias se afanan a diario en el recuento de cifras macroeconómicas. Unos las jalean con euforia para decir lo bien que vamos, otros las afean con insidia para decir que no es para tanto. Pero los que sufren en su propia carne la falta de trabajo durante tanto tiempo ya, o los jóvenes que no se han estrenado todavía, no reciben ayuda real ni motivos de esperanza en los discursos vacíos de quienes con interés impuramente político viven del jaleo eufórico o del afeamiento insidioso. Bien sabe nuestra Cáritas cómo se llama la desesperanza y el miedo en los que no ven salida inmediata a una crisis que tanto dura. Las puertas de Cáritas tienen una aldaba que tantos tocan: no les preguntamos de dónde vienen, ni a quién votan, ni siquiera en quién creen. Es un hermano sin más, un niño, un anciano, una familia que nos acercan su desahucio, sus facturas de alimento o de farmacia sin pagar, su historia de paro que no cambia. Se les acoge, se les escucha, se les acompaña, se les ofrece cuanto podemos y tenemos para poder paliar su hambre de tantas cosas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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