Avanzamos en este tiempo excepcional a la luz del cirio pascual que nos recuerda cómo Jesucristo es esa luz que no se apaga, que disipa las tinieblas y que ningún apagón dejar fuera de servicio. Hoy la Palabra de Dios nos llama a para tomar conciencia de la fuerza del Resucitado; como vemos en la primera lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles se constata cómo los sumos sacerdotes -los que habían alentado al pueblo para pedir la muerte de Jesús- se dan cuenta que no han mejorado las cosas para ellos, que la noticia de que había resucitado se extendía de boca en boca y crecían el número de los creyentes. No había desaparecido nada, sino que estaba más presente que antes de ser crucificado. Los judíos no lo entendían; los cristianos sí, pues ya eran testigos de su resurrección. Ni las amenazas, ni el atemorizar o amedrentar al pueblo les servía de nada a los hipócritas mandamases: ''¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre?''... Difícilmente iban a frenar el anuncio de aquel que venció a la misma muerte y al que no retuvo ni el sepulcro. La alegría de la Pascua es lo que llena nuestro corazón de esperanza y nos hace vivir sin temor alguno, sino asintiendo con el salmista ''Te ensalzaré, Señor, porque me has librado''. Y es que por su muerte nos ha librado de la misma muerte, le ha quitado su aguijón dejando de ser algo triste y definitivo para ser un mero paso.
En la segunda lectura del libro del Apocalipsis se proclama: ''Digno es el Cordero degollado'', y este cántico nos lleva a poner la mirada en Jesucristo, el Cordero pascual con cuyo sacrificio quitó el pecado del mundo. Si recordáis la lectura del Éxodo que se proclamó en la misa de la cena del Señor el Jueves Santo, se nos explicaba cómo debía de ser el sacrificio de la noche de Pascua: ''Será un animal sin defecto, macho... Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa''... Y pasó aquella noche el Señor por la tierra de Egipto, y pasó de largo ante cada entrada pintada con sangre. Esto es lo que ha hecho Cristo: se ha ofrecido como cordero inmaculado en la cruz sellando la nueva alianza, y así ahora su sangre la veneramos como pago que fue por nuestra redención. Este tiempo de Pascua no debemos olvidar lo que hemos vivido y celebrado en el triduo pascual, sino que nos impele a seguir interiorizándolo. El Resucitado se aparece a los suyos, pero lo hace con las heridas de la Pasión para que no se nos olvide no tanto lo que ha sufrido, sino mejor lo mucho que nos ha amado. De un modo coloquial podríamos decir que las heridas del resucitado son un recordatorio de amor.
Y el evangelio de este domingo III de Pascua nos presenta la tercera aparición del resucitado que San Juan recoge. Primer detalle importante: los apóstoles están en el lago de Tiberíades, y están pescando. Esto significa que han vuelto a Galilea, tal y como les pidió el Señor el día de Pascua; están donde todo comenzó, donde Jesús los llamó a ser sus discípulos y ejerciendo su oficio de siempre. Y Jesús resucitado se les aparece, aunque como en otras ocasiones no le reconocen de entrada, ni siquiera con el hecho de la pesca milagrosa se espabilan. En este caso es el joven Juan el que le abre los ojos al cabeza de todos como refleja el texto: ''y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor»''. Este detalle también tiene mucha significación: el último es el que espabila al primero, pero es que en las horas de la Pasión el más joven fue también el que permaneció fiel al maestro mientras que el principal de los apóstoles no sólo tuvo miedo sino qué, además, le negó. San Juan reconoce a Jesús rápidamente, pues sus corazones están muy unidos; es un testigo privilegiado, pues como dice el P. Mendizábal "lo contempla participando de los sentimientos de Jesús''.
Hay un aspecto que nos viene muy bien para rezar en estos días: en este evangelio vemos la actitud de San Pedro, cómo se lanza al agua, cómo corre a los pies del Señor y tiene lugar ese diálogo tan profundo a la orilla del lago tras almorzar, y que allí en Tierra Santa se conoce como el lugar del Primado de Pedro, donde Jesús le confirma como la roca de la Iglesia y le encomienda el cuidado de su grey. Este mismo evangelio es el que se proclamó en el funeral del Papa Francisco en el Vaticano, y hoy, a tres días del inicio del Cónclave, este pasaje ha de motivarnos para rezar especialmente durante toda la semana al Espíritu Santo para que nos regale un nuevo sucesor de San Pedro que nos confirme en la fe. Es llamativo, en ese mismo lugar es donde Jesús había multiplicado los panes y los peces hacía años para alimentar a la multitud hambrienta, y en esta aparición del Resucitado nos dice el evangelista que: ''Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan''. Y comparte con ellos la comida, quiere hacerles ver que puede comer, que no es un fantasma ni un espejismo, por eso San Juan escribe: ''Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado''. Se alimentan física y espiritualmente, y tras esto tiene lugar esa charla pendiente: ¿cómo no iba a estar pendiente, si la noche de la Pasión le advierte de que le negará y así hace, y desde entonces no habían vuelto a tener una conversación con calma?. Por eso era necesario que Jesús dejara las cosas claras sobre quién habría de ser la cabeza de la Iglesia, y que al tiempo hubiera una reparación de aquel fallo. Por eso Jesús pregunta por tres veces «¿Me quieres?», para subsanar aquellas otras tres veces que lo había negado... Es una pregunta también para cada uno de nosotros: ¿amamos al Señor? ¡pues adelante! Sigámosle, y que el nuevo Papa nos apaciente a todos con la fuerza y sabiduría de Dios en su Espíritu Santo.
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