lunes, 5 de mayo de 2025

El Papa, sucesor de San Pedro. Por Guillermo Juan Morado

(La puerta de Damasco) Los colores del Vaticano son el amarillo y el blanco, y el escudo dos llaves entrelazadas, una dorada y otra plateada, coronadas por una tiara papal. El color de las llaves hace referencia a un pasaje evangélico. En la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Simón Pedro dio la respuesta acertada: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Esa confesión de fe, que está a la base de la función primacial que Cristo le confía, no se debe a las cualidades de Pedro como ser humano, sino a la gracia y a la revelación de Dios: “Tú eres Pedro – le dice Jesús -, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará”. Y es justo en ese momento cuando Jesús le otorga el poder de las llaves: “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. La plata, de ahí el color blanco, simboliza la llave que ata y desata en la tierra. El oro corresponde a la llave que ata y desata en los cielos, de ahí el color amarillo.

Pedro es un personaje fascinante; un poco excesivo en todo, en su arrojo, en su afán de seguir a Jesús, pero también en sus límites y deficiencias. Una prueba de la fidelidad de los evangelios a la historia es que estos no hayan silenciado los pasajes más comprometidos para el primero de los apóstoles. Cuando Jesús hace el anuncio de su muerte, Pedro se opone a este vaticinio y llega a increpar al Maestro. Jesús le llama Satanás y piedra de tropiezo, “porque tú piensas como los hombres, no como Dios”. En la noche en la que entregaron a Jesús, Pedro protesta su fidelidad al Señor - “aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré” - y, antes del canto del gallo, lo negó tres veces: “No conozco a ese hombre”. Jesús lo había previsto. Había orado por Pedro: “yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos”.

En comparación con Pedro, suele quedar mucho mejor parado Juan, el “discípulo amado”. No obstante, es justamente el evangelio según san Juan el que añade un epílogo (Jn 21,1-25) para resaltar el papel de Pedro en la Iglesia de los primeros tiempos, mostrando que el Señor Resucitado le confió a él la tarea de pastor universal. El texto recoge una triple confesión de amor de Pedro que hace recordar su triple negación: “Simón, hijo de Juan, me amas más que estos?”. “Apacienta mis corderos…”.

El “Catecismo de la Iglesia Católica” resume el papel de Pedro: “El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf Jn 21, 15-17)”. El papa, Sucesor de Pedro, hereda la misión de “confirmar en la fe a los hermanos” y de ser “el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles”. En orden a cumplir esta tarea ha recibido “en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad”.

Pero el papa, como Pedro, no deja de ser un hombre. Por eso necesita que la Iglesia ore por él. En él se refleja la paradoja de la Iglesia y del papado, su fortaleza y su debilidad. Pues, como afirmó Benedicto XVI en su primera homilía como papa en la solemnidad de san Pedro y san Pablo: “La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo”. Es a Cristo a quien el papa, Sucesor de Pedro, habrá de rendir cuentas. Y, frente a esta responsabilidad última, carecen de importancia los aplausos o los abucheos del mundo.

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