sábado, 14 de junio de 2025

Diez nuevos ministros. Por Monseñor Fray Jesús Sanz Montes O.F.M.

Fue una tarde pletórica. Se notaba la alegría de una contenida euforia que acertaba a dar humildemente las gracias. No es cualquier cosa que se ordenen diez jóvenes en estos tiempos que corren, como fueron ordenados en nuestra Catedral el domingo pasado por la tarde. Durante años estuvieron viendo el horizonte desde atrás, como quien se asoma a algo que queda todavía muy lejano: cuando se ponían detrás de la fila de compañeros que iban delante en su andadura como seminaristas. Esa tarde de Órdenes, la pregunta para los que ya estamos hace años ordenados era en qué fila nos encontramos: la de la disponibilidad a lo que Dios nos sigue pidiendo o el enrocamiento en nuestros cálculos, la de dejarnos sorprender por un Dios que nunca aburre, o la de atrincherarnos escépticos en nuestras sopesadas seguridades.

En esos diez jóvenes, como en todos los demás, queda detrás una historia con todos los registros de la vida y sus diversos escenarios: el lugar de nacimiento con sus características lingüísticas y culturales, la familia que aceptó nuestra llegada con el sí de nuestros padres, las preguntas tímidas que incipientes nos interrogaban, la infancia cumplida, la mocedad estrenada, la adultez joven en la que aparecieron en contraste los primeros sudores, los primeros amores, las dudas, los sueños y las respuestas. Y todo esto, con una fe que ha surcado los mares de la personal historia con datos inolvidables: nombres escritos a fuego en el corazón, sufrimientos purificadores que nos han puesto a prueba, alegrías por las que hemos podido brindar, alguna pesadilla pesarosa que nunca falta y los sueños cumplidos por los que damos gracias. En un momento así, se nos agolpa todo un carrusel que con la ayuda de Dios y de los hermanos, nos permitió crecer en humanidad creyente, en pertenencia a la Iglesia de Cristo desde la certeza de estar llamados a seguirle como sus discípulos en el sacerdocio.

Esta es siempre la aventura divina y humana: ser de Dios para darnos a las personas de carne y hueso a las que en nombre de la Iglesia somos enviados como ministros de la gracia y la reconciliación. De esta forma yo miraba a estos diez jóvenes casi adivinando tantas cosas que luego les van a acontecer. Por propia experiencia sé que deberán aprender tantas cosas no estudiadas en los libros ni escuchadas en las aulas, ni previstas en el rodaje pastoral de los primeros escarceos en las parroquias, porque encontrarán personas que en tantas situaciones y circunstancias nos obligan a no ir con un manual sabihondo de primeros auxilios, sino a mirar con respeto y ternura a quien tenemos delante sabiéndonos instrumentos de Otro más grande.

Por eso deberán aprender de las lágrimas de tantos hombres y mujeres, niños y ancianos, ricos y pobres. Y asomarse con extrema delicadeza al dolor de sus heridas por las que la vida sangra de tantas maneras, abrazando los gozos de sus alegrías y el ensueño de sus esperanzas, desde nuestra propia humanidad puesta al servicio de los hermanos: porque nuestros labios deben ser cantores de palabras de vida, nuestras manos han de repartir la gracia que salva y libera, nuestros ojos tienen que reflejar la misericordia en la mirada y el amor palpitar siempre en nuestras entrañas. Sólo así seremos ministros de Dios y servidores de los hermanos, como peregrinos de la voluntad del Señor que en cada instante nos envía y jamás como turistas de nuestros caprichos que se atrincheran en la comodidad calculada. Esto significa que vamos con la ilusión intacta de un misacantano sin la doblez escéptica de quien, desfondado, no ha nutrido ni cuidado su vocación primera. Esta es la fila adecuada en la que un cura recién ordenado hace un camino lleno de entusiasmo y confianza, dando gloria a Dios y bendiciendo a los hermanos.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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