Decimos que la Iglesia nace del Corazón de Cristo, nace junto a la Cruz, pero cuando de verdad se pondrá en marcha será en la Pascua. He ahí ese bello himno que tan bien lo resume: ''somos el pueblo de la Pascua, Aleluya es nuestra canción''. Y es que tras la muerte de Jesús los fieles se dispersaron, se escondieron, tenían miedo... hasta que el Resucitado viene a traerles el descanso que necesitaban sus corazones y que sólo el Corazón del Señor aporta al hombre: ''Paz a vosotros'', es el regalo de Cristo vencedor de la muerte: la paz. ''Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús'' (Fil 4,7). Y este Jesús vivo no solo les da, sino que les exige: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo". Y es que no podemos ser cristianos por libre o de forma independiente, no solo estaríamos contradiciendo la misma etimología de la palabra "Iglesia", que quiere decir ''asamblea'', sino sobre todo el sentido que Cristo le dio al fundarla como Cuerpo, como respuesta a una llamada, como salida hacia el mundo... No es la Iglesia el templo, sino los bautizados en el agua que brotó del costado del Redentor a la hora nona. Por ello la liturgia canta: ''Tú has querido que del corazón abierto de tu Hijo manara para nosotros el don nupcial del bautismo, primera Pascua de los creyentes, puerta de nuestra salvación, inicio de la vida en Cristo, fuente de la humanidad nueva''. De ese costado brotó la Iglesia, los sacramentos, la vida... Iglesia Santa, que se pone en camino en la Pascua haciendo suya el envío del Resucitado para ser confirmada en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo. La Iglesia, por tanto, es sujeto sacramental desde ese mismo momento, aunque es Cristo quien actúa por medio del Espíritu Santo a través de sus ministros. Cristo Resucitado hoy sentado a la diestra del Padre sigue enviándonos su Espíritu, por ello la Vigilia Pascual, la Octava de Pascua y toda la cincuentena pascual es el tiempo por excelencia en el que los catecúmenos reciben el Bautismo, la Eucaristía, la Confirmación; es momento clave de confesión para el llamado "cumplimiento pascual" (cumplir con la Pascua)... Él les dio a los apóstoles ese poder: ''lo que atéis en la tierra''...; "id y haced discípulos enseñándoles todo lo yo os he enseñado", pero sobre todo, para dar a conocer el mandamiento del amor, la salvación que nos viene agua del bautismo y el pan y el vino que en la eucaristía se convierten en su cuerpo y sangre. Y esto es así desde las primeras comunidades cristianas, las cuales comprendieron cómo esa agua que el Señor profetizó en su diálogo con la Samaritana no es otra que el de la pila bautismal que nos asocia ya a su muerte y resurrección. Esa agua que mana de Él mismo, que se hace verdad en su muerte y resurrección: ''El que beba del agua que yo le daré''. ¿Y cómo responder nosotros? Pues viviendo la vida de fe como la Iglesia nos lo pide, diciéndole al Señor como la mujer del pozo: ''Señor, danos el agua viva''.
''Escuchad, hay cantos de victoria''... La Pascua es canto de victoria, liberación y salvación; es lo que el cristiano aspira cada día de su vida, caminar hacia su salvación. Es la única meta de todo bautizado, de toda comunidad cristiana, de cada diócesis y de toda la Iglesia Universal: salvar a las almas del pecado, de la tibieza, del mal... para ganarlas no para la institución, sino para Jesucristo. De nada sirve la labor social, los planes pastorales, las iniciativas eclesiales y tanto bueno u original que se haga en la Iglesia si no ayuda a ganar corazones que quieran latir acompasados al corazón de Cristo, que sean evangelizados, que es lo mismo que decirles: Dios te ama, Dios te quiere, Dios te tiene en su corazón. He aquí el único fin de esta Iglesia terrenal y limitada: dejar su voz y hasta el último aliento en dar a conocer que no soy un desconocido para Él, que mi nombre está grabado en su corazón.
A veces en la Iglesia nos preocupamos y centramos en tantas cosas secundarias que nos olvidamos de lo fundamental, que necesitamos a Cristo y sólo a Él para hacer y ser Iglesia hoy. "Sólo Dios basta", dice Santa Teresa, y San Pablo nos transmitió las palabras que le dijo el Señor: ''Te basta mi gracia'' (2 Cor 12,9). Esa gracia que Dios nos da a cada cual según nuestra vocación para cumplir nuestro encargo de bautizados, de ungidos, de hijos de Dios: ''Me ha enviado para anunciar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad''. Necesitamos llenarnos del Amor de Dios para poder repartirlo a manos llenas, para poder ir a los últimos de este mundo, a los postrados en la vida por la falta de fe y decirles como Pedro: ''No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy, en nombre de Jesucristo, levántate y anda (Hch 6,6). Le da la salvación y el lisiado responde uniéndose a los apóstoles que entraban en el templo para orar. Así también a nosotros; son muchas las opciones que la Iglesia nos da para descubrir al Señor y adentrarnos en su Corazón: en la palabra proclamada, en su cuerpo partido y repartido, en los sacramentos, cada vez que nos reunimos los cristianos para cualquier oración por humilde que sea: ''donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos''. Salimos al encuentro del Resucitado conscientes de que Él ya ha salido al nuestro, que nos espera, nos sale al paso y se hace el encontradizo.
La misión de la Iglesia no es ayudar a las personas aquí en la tierra, sino a que estas alcancen ya aquí la salvación que muchos esperan y, más aún, ni siquiera conocen; no tratemos de mundanizar la preciosa vocación de la Iglesia, pues muchos pueden ayudar a los pobres, muchos pueden entretener y divertir, muchos pueden hacer todo lo humano que la Iglesia realiza, pero la dimensión espiritual, la salvación que la Iglesia ofrece es algo único y exclusivo de ésta. He ahí la petición de aquellos griegos a Felipe: ''queremos ver a Jesús''; hoy aún hay hambre de Dios en nuestro mundo, y lo que es aún peor, sobre todo en nuestro llamado "primer mundo", se vive como si Él no existiera. Un mundo descorazonado que necesita que el corazón de Jesús reine en tantos corazones que no se sienten amados. ¿Qué mejor forma de recordar el amor del Señor por mí que mirar a la Cruz y verle allí crucificado por mí?... En la imagen del corazón de Jesús le vemos resucitado, vivo, pero con las llagas de manos y pies de haber pasado por la muerte. ¿Qué hemos de hacer nosotros entonces como Iglesia? Pues sencillamente gritar a los cuatro vientos que hemos sido salvados por su Cruz y Resurrección. Dar a conocer ese corazón que atrae y atraerá aún más confiados en sus palabras: ''cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí'' (Jn 12, 32).
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