El Señor se levanta levantándonos a todos con Él. Esta es la Buena Noticia, la gran noticia: ''Cristo ha vencido al mundo a la muerte y el pecado''. Es lo que nos dice el canto del Aleluya en la Vigilia Pascual en la noche que hemos dejado atrás para estrenar el día, donde hemos pasado del caos al orden, que ha terminado el reino de las tinieblas para comenzar el reinado de la luz. Jesucristo resucita, y nosotros renacemos con Él en su Pascua, en su paso de la muerte a la vida. Nuestra fe nace del bautismo, nace de la Pascua, nace de Cristo vivo. El Señor viene a darnos su vida, esa vida que recibimos en su Palabra: ''tú tienes palabras de vida eterna'', y en su Cuerpo: ''yo soy el pan de vida''. Resucita Cristo para darnos vida y, es curioso, los evangelios no nos hablan de que se apareciera a sus enemigos, sino que los primeros en contemplarle resucitado serán los suyos, los que le amaban, los que ya estaban en su corazón. No le interesaba a Jesús en estos momentos hacer demostraciones llamativas, sino que quería confirmar la fe de sus discípulos. Por ello, el resucitado se les aparece a puerta cerrada; familiarmente, busca el encuentro cercano con ellos para que estos a su vez den testimonio luego de su victoria a todo el mundo. Él es el único capaz de tocar y cambiar los corazones, dejémosle que reine en el nuestro. Que por mi libertad Jesús resucitado ocupe mi corazón y lo transforme en semejante al suyo. Él no es un rey inquisidor, sino libertador; sólo ocupará mi corazón si se lo ofrezco, pues no se impone. Dáselo a Él, que es el amigo que nunca falla. Es un acto de humildad y de fe decirle al Señor con toda el alma que venga ahora y siempre a nosotros su reino, y que inicie ya su reinado en mí. Mi corazón es tuyo, Jesús: yo te lo doy. Enséñame a vivir la vida nueva que nos trae tu resurrección. Tú nos lo dijiste: ''el que tenga sed, que venga a mí y beba''.
Así es el reino del Corazón de Cristo, un reino de luz, un reino sin ocaso. Estamos llamados a la gloria, y el Señor por su victoria sobre la muerte nos hace ya partícipes de ella. Vivimos iluminados, amados por Dios qué, como nos dijo el profeta Jeremías ''con amor eterno te he amado'' (Jer 31,3) . La última palabra no la ha tenido el hombre, sino Dios, dando vida donde ya no la había. Dios siempre tiene la última palabra, y esta es ''palabra de espíritu y vida''. ¿Y cómo se puede todo? Con amor y por amor. He ahí el origen de la resurrección: resucita por amor, por nosotros. Dios no se reserva nada para sí mismo, sino que para rescatarnos a nosotros entrega a su único hijo. Pero la historia cambió, no con el nacimiento de Cristo, sino más aún con su resurrección. Es lo que les anuncia el ángel en el sepulcro: ¡Ha resucitado! Este es el origen de nuestra alegría, que nuestro Redentor deja atrás su realidad humana para abrazar la dimensión de Dios. Todo comienza de nuevo, es la nueva creación, la primavera del Espíritu; ahora sí tiene sentido la vida, el sufrimiento y las fatigas sólo porque vive para siempre; el miedo llega a su fin. Estemos alegres, no caminamos hacia la fosa, sino que somos peregrinos del cielo. De un sepulcro ha salido vida, de la tumba de Jesús ha salido él mismo revestido de inmortalidad. No es una teoría, una hipótesis, no es una salida de un "coma", ni una forma de hablar, ni un sueño; resucitó de entre los muertos como profesamos en el credo. El mismo cuerpo muerto vuelve a tener vida, de ello dan fe los testigos, pero también nosotros estamos llamados a ser testigos de la Resurrección. Entramos en la plenitud del tiempo de Dios, en la nueva humanidad, en la esperanza del resucitado que nos anuncian las campanas en el gloria ''a los hombres que ama el Señor''
La resurrección de Cristo trae consigo para nosotros los creyentes una obligación moral: no podemos vivir estancados en el hombre viejo, sino que hemos de resucitar en nuestras costumbres. No pensemos que la Cuaresma es un combate, y la Pascua un desquite; en absoluto, la Cuaresma es un comienzo para ese camino de perfección al que hemos de aspirar todo el año, pero más que nunca en este tiempo pascual en el que no tienen cabida las oscuridades de nuestra vida, pues es tiempo de luz, la luz de Cristo que como profetizó Simeón en su cántico que ''viene a iluminar a los que viven en tinieblas, y alumbrar nuestros pasos por el camino de la paz''. No podemos, por tanto, seguir viviendo en el pecado, sino vivir en la luz de Cristo, en gracia con Él. Su corazón, aunque resucitado, sigue sufriendo por nosotros, es un corazón lleno de heridas, de muescas y arañazos que son nuestras traiciones y pecados. Cuántas veces preferimos la oscuridad a la claridad, y es que el que es de Jesucristo es una criatura nueva llamada a ser luz para los demás llevando a todos al que es la luz del mundo. Lo mismo que hacemos habitualmente en el lucernario de la noche de Pascua, de pasarnos el fuego del cirio unos a otros, así hemos de compartir unos con otros la claridad del Señor Resucitado: ''ese lucero que no conoce ocaso y es Cristo, tu Hijo resucitado que, al salir del sepulcro, brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos'' (Pregón Pascual). La Pascua nos recuerda ''que nuestra salvación está más cerca de cuando empezamos a creer'' como nos dirá San Pablo, por ello nuestra renuncia a nosotros mismos habrá de ser mayor que la que tuvimos antes de festejar que Cristo saldría victorioso de la muerte; un sacrificio que duele como le dolió al Padre entregar a su Hijo al oprobio con la misma sinceridad con que Abraham estaba dispuesto a sacrificar con sus manos al suyo. Solo así viviremos como hijos de la Luz y pasaremos ya aquí de nuestra esclavitud a la libertad de la tierra que mana leche y miel, que es el reino del corazón de Cristo resucitado. El demonio quiere que vivamos desterrados y exiliados de Dios; no le dejemos salirse con la suya. Cristo nos ha rescatado, ahora hemos de vivir nosotros al amparo de su luz. Su corazón brilla en nuestro corazón ''pues Dios, que dijo que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo'' (2 Cor 4,6).
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