Nuestro corazón duda mientras el suyo no titubea. ¿Quién nos moverá la piedra? Las mujeres acudieron presurosas aquella mañana de Pascua con los frascos de aromas y ungüentos para embalsamar el cuerpo de Jesús, tan temprano que ni había salido el sol y la única preocupación que tenían era: ¿Quién nos moverá la piedra? Quien nos abrirá el nicho, nos moverá la losa de la sepultura o la lápida del panteón, diríamos nosotros. Van en busca de un muerto y no lo encuentran, y es que la losa de sus mentes era mayor y más pesada que la de la entrada del sepulcro. Cuántas losas pesadas hay en nuestra vida de duda y desconfianza que nos impiden ver el sepulcro vacío, que nos impiden vivir con corazón de Pascua, con la alegría de saber que ya nada podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús que una vez muerto y resucitado ya no muere más, la muerte ya no tiene poder sobre él. No hay alegría mayor que esta que nos trae la Pascua, y que nos dice que no somos unos desgraciados condenados a la corrupción, sino que somos dichosos porque Cristo ha cambiado nuestra suerte. Como escuchamos en el pregón pascual, ''Feliz culpa que mereció tal Redentor''.
Un corazón de Domingo de Pascua frente a uno de Viernes Santo. El Señor ha resucitado, lo repetimos una y otra vez, pero esta verdad no se refleja en nuestra vida. Seguimos aferrados a nuestras penas, problemas y quebraderos de cabeza que nos quitan el sueño. Continuamos viviendo con corazón de Cuaresma, de luto, de Viernes Santo y no con la vida rebosante de Domingo de Gloria. Él ya ha resucitado, pero ahora no basta con quedarnos de brazos cruzados esperando nuestra muerte y la futura resurrección de la carne; ahora somos llamados a vivir la vida nueva que ha inaugurado el Señor, a dejar atrás las tinieblas y pertrecharnos con las armas de la luz. Que Jesús haya resucitado nadie ha dicho que suponga el fin de las enfermedades, de los dolores, de los conflictos... al contrario, la cruz seguirá presentándose en nuestra vida, pero ahora la abrazamos con más gozo, con más amor, con menos dificultad, pues es igual que cuando nos cuentan el final de un cuento y este es bueno: lo leemos sin miedo, esto nos ocurre a los creyentes cuando tratamos de vivir a la luz de la Pascua, sigue habiendo contratiempos, pero todos resultan irrisorios ante la gran victoria de nuestro Salvador. Los hospitales y los tanatorios no toman vacaciones en Semana Santa ni en Pascua, el reloj de nuestra finitud no se detiene; sin embargo, la enfocamos con otros ojos a la luz del cirio pascual. La clave es cruzar la espesa bruma de la duda, como le ocurrió a Tomás, que tuvo la dicha de meter sus dedos en la herida del costado, de sentir el corazón del Señor latir con más fuerza que antes de ser sepultado. Vivir entre la duda y la fe, entre creyentes y ateos, entre fieles discípulos y perseguidores laicistas, es lo que supone poner los pies en la realidad, vivir en la decápolis, volver a Galilea que no es un principio idílico sin problemas, sino que estos se enfrentaban con mayor fuerza.
¿No ardía nuestro corazón? Esta fue la experiencia de los discípulos de Jesús, que reconocen al Resucitado al partir el pan y desaparece de su presencia; sí, pero se queda con ellos en la eucaristía, en la fraternidad y en corazón encendido: «¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32). Es fácil seguir los caminos del Señor cuando sentimos que nuestro diálogo con Él fluye; lo complejo es saber hacerlo cuando atravesamos dificultades en la oración que es lo más habitual en la vida de todo creyente y que así lo experimentaron en primera persona grandes santos y doctores de la Iglesia. Lo importante es permanecer firmes en la fe, tanto cuando veamos claridad como cuando no haya luz al final del túnel. Saber vivir la vida por Cristo, con Cristo y en Cristo, tratando de que nuestro corazón sea cada día más semejante al suyo. Corramos, pues, —como diría San Pablo— con tal de alcanzar a Cristo. La Pascua no es solo disfrutar del Resucitado, es también dejarle marchar en su Ascensión, iniciando así el último Adviento, cuando vuelva por segunda y última vez, para juzgarnos a todos. Por eso la Iglesia no deja de esperar este retorno, cuando venga a reinar no solo en España, sino en nuestros corazones. Reine solamente su corazón: ''Adveniant regnum tuum'' -venga a nosotros tu reino-. En el Adviento siempre nos propone la liturgia ese pasaje del capítulo 40 de Isaías: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice el Señor'', y a esto es a lo que viene Jesús Resucitado, a consolar al mundo que ha sido redimido, a consolar a su madre de que está bien, a consolar a las mujeres de que no gasten dinero en perfumes, pues está vivo, a consolar a la Iglesia, a los apóstoles, a sus amigos desperdigados por el miedo. ¿Y cómo es el consuelo que nos regala ese Corazón de Jesús Resucitado? Paz a vosotros, ese es su deseo y saludo, lo que necesita nuestro mundo y nuestra alma.
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