Esas jóvenes hijas de p…
(los responsables de la publicación de
éste en la H. Parroquial y “Blog” de la misma, hemos puesto puntos suspensivos en
algunas palabras para evitar malsonancias, aún compartiendo el contenido y duro
léxico de algunas palabras del autor).
Supongo que a muchos se les
habrá olvidado ya, si es que se enteraron. Por eso voy a hacer de aguafiestas,
y recordarlo. Entre otras cosas, y más a menudo que muchas, el ser humano es
cruel y es cobarde. Pero, por razones de conveniencia, tiene memoria flaca y
sólo se acuerda de su propia crueldad y su cobardía cuando le interesa. Quizá
debido a eso, la palabra remordimiento es de las menos complacientes que el
hombre conoce, cuando la conoce. De las menos compatibles con su egoísmo y su
bajeza moral. Por eso es la que menos consulta en el diccionario. La que menos
utiliza. La que menos pronuncia.
Hace dos años, Carla
Díaz Magnien, una adolescente desesperada, acosada de manera infame por
dos compañeras de clase, se suicidó tirándose por un acantilado en Gijón. Y
hace ahora unas semanas, un juez condenó a las dos acosadoras a la estúpida
pena -no por estupidez del juez, que ahí no me meto, sino de las leyes vigentes
en este disparatado país- de cuatro meses de trabajos socioeducativos. Ésas son
todas las plumas que ambas pájaras dejan en este episodio. Detrás, una chica
muerta, una familia destrozada, una madre enloquecida por el dolor y la
injusticia, y unos vecinos, colegio y sociedad que, como de costumbre, tras las
condolencias de oficio, dejan atrás el asunto y siguen tranquilos su vida.
Pero hagan el favor. Vuelvan
ustedes atrás y piensen. Imaginen. Una chiquilla de catorce años, antipática
para algunas compañeras, a la que insultaban a diario utilizando su estrabismo -«Carla,
topacio, un ojo para acá y otro para el espacio»-, a la que alguna vez
obligaron a refugiarse en los baños para escapar de agresiones, a la que
llamaban bollera, a la que amenazaban con esa falta de piedad que ciertos hijos
e hijas de la grandísima p…, a la espera de madurar en esplendorosos adultos,
desarrollan ya desde bien jovencitos. Desde niños. Que se lo pregunten, si no, a los miles de homosexuales que todavía,
pese al buen rollo que todos tenemos ahora, o decimos tener, aún sufren
desprecio y acoso en el colegio. O a los gorditos, a los torpes, a los tímidos,
a los cuatro ojos que no tienen los medios o la entereza de hacerse respetar a
hos… limpia. Y a eso, claro, a la crueldad de las que oficiaron de
verdugos, añadamos la actitud miserable del resto: la cobardía, el lavarse las
manos. La indiferencia de los compañeros de clase, testigos del acoso pero
dejando -anuncio de los muy miserables ciudadanos que serán en el futuro- que
las cosas siguieran su curso. El silencio de los borregos, o las borregas, que
nunca consideran la tragedia asunto suyo, a menos que les toque a ellos. Y el
colegio, claro. Esos dignos profesores, resultado directo de la sociedad
disparatada en la que vivimos, cuya escarmentada vocación consiste en pasar
inadvertidos, no meterse en problemas con los padres y cobrar a fin de mes. Los
que vieron lo que ocurría y miraron a otro lado, argumentando lo de siempre:
«Son cosas de crías». Líos de niñas. Y mientras, Carla, pidiendo a su hermana
mayor que la acompañara a la puerta del colegio. La pobre. Para protegerla.
Faltaba, claro, el
Gólgota de las redes sociales. El
territorio donde toda vileza, toda ruindad, tiene su asiento impune. Allí,
la crucifixión de Carla fue completa. Insultos, calumnias, coro de divertidos
tuiteros que, como tiburones, acudieron al olor de la sangre. Más bromas, más
mofas. Más ojos bizcos, más bollera. Y los que sabían, y los que no
saben, que son la mayor parte, pero se lo pasan de cine con la masacre, riendo
a costa del asunto. La habitual risa de las ratas. Hasta que, incapaz de
soportarlo, con el mundo encima, tal como puede caerte cuando tienes catorce
años, Carla no pudo más, caminó hasta el borde de un acantilado y se arrojó por
él.
Ignoro
cómo fue la reacción posterior en su colegio. Imagino, como siempre, a las
compis de clase abrazadas entre lágrimas como en las series de televisión, cosa
que les encanta, haciéndose fotos con los móviles mientras pondrían mensajitos
en plan Carla no te olvidamos, y muñequitos de peluche, y velas encendidas y
flores, y todas esas gilipolleces con las que despedimos, barato, a los
infelices a quienes suelen despachar nuestra cobardía, envidia, incompetencia,
crueldad, desidia o estupidez. Pero, en fin. Ya que hay sentencia de por medio, espero que, con ella en la mano,
la madre de Carla le saque ahora, por vía judicial, los tuétanos a ese colegio
miserable que fue cómplice pasivo de la canallada cometida con su hija. Porque
al final, ni escozores ni arrepentimientos ni gaitas en vinagre. En este mundo de m…da, lo único que de
verdad duele, de verdad castiga, de verdad remuerde, es que te saquen la pasta.