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lunes, 31 de julio de 2023

Ignatieff y los salmos. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

En septiembre de 2017, en el Festival de Música Antigua de Utrecht, hubo varios conciertos en los que cuatro grupos musicales de gran renombre (Nederlands Kamerkoor, The Tallis Scholars, Det Norske Solistkor y The Choir of Trinity Wall Street) se distribuyeron el canto de los 150 salmos de la Biblia.

¿Por qué los salmos? Porque, según los organizadores, son la fuente literaria más importante para la música coral de los últimos mil años. Sin embargo, no se pensó en los salmos por su naturaleza religiosa, sino porque son un espejo de la humanidad doliente, oprimida, vejada y perseguida, al igual que cuando se compusieron hace siglos.

En aquellos días de septiembre de 2017 hubo también dos conferencias que complementaron el programa musical. Uno de los intervinientes fue Michael Ignatieff, ensayista y político canadiense, al que le pidieron que disertara sobre la justicia y la política en los salmos, argumento acerca del cual no tenía la menor idea: «Yo apenas sabía nada de ellos, pero acepté el encargo diciéndome que tenía tiempo de estudiarlos, lo que hice durante un verano, a partir de la versión oficial anglicana del rey Jacobo (1611)». Se declara, además, no creyente.

Después de haber pronunciado la conferencia, Ignatieff y Zsuzsanna Zsohar, su mujer, se sentaron entre el auditorio para escuchar el canto de los salmos, cuya letra podían leer en una gran pantalla colocada en la sala. Y sucedió entonces esto:

«La música era hermosa; las palabras, resonantes, y la experiencia me produjo un efecto catártico que he tratado de entender desde entonces. Fui a pronunciar una conferencia sobre justicia y política, pero encontré consuelo: en las palabras, la música y las lágrimas de reconocimiento del público», confiesa en el libro que acaba de publicar: “En busca de consuelo. Vivir con esperanza en tiempos oscuros”.

¿Cómo fue posible, se pregunta aún Ignatieff, que unos textos tan antiguos produjesen tal impacto en él y en algunas de las personas que se hallaban en la sala de conciertos de Utrecht? ¿Cómo pudo el antiguo lenguaje religioso de los salmos haberlo hechizado de aquella manera, sigue preguntándose, a él, que no es creyente?

Ignatieff anduvo, para entender lo que le sucedió, dando vueltas de aquí para allá, aunque, creo yo, con un exiguo resultado, porque no ha sido capaz de reconocer que lo que realmente aconteció fue que él y los circunstantes llegaron hasta el umbral de la fe. Como le sucedió a Paul Claudel mientras escuchaba el canto del Magníficat en la catedral de Notre-Dame de París, sólo que el escritor francés dio un paso hacia adelante:

“Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca de la segunda columna, a la entrada del coro, a la derecha, del lado de la sacristía. Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí”.

No es cosa de decírselo a Ignatieff, porque tal vez no le guste oírlo, pero lo que experimentó mientras escuchaba los salmos fue el poder de la Palabra de Dios, que «es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hebreos 4,12). Y tampoco es cosa de advertirle de que, si vuelve a darse el caso, acabará por traspasar el umbral, como Claudel.

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