Es verde ese valle que en su ancha angostura deja que transcurra silencioso el río Gave. Parece que se torna tímido y simplemente se desliza sin querer molestar con sus aguas que tan sólo pocos kilómetros arriba son bravías y arrolladoras al bajar de los grandes neveros del circo de Gavarnie, en los Pirineos franceses. Allí, en la bajura del valle está enclavada la gruta de Lourdes, cita obligada para quien escucha el mensaje de Jesús en los labios de nuestra Señora, nuestra Madre bendita.
He podido acercarme este año acompañando a nuestra Hospitalidad de Lourdes, con los enfermos y peregrinos de nuestra Diócesis de Oviedo. Tras la anomalía de la pandemia que tantas cosas nos ha secuestrado, hemos sido la primera diócesis española que ha peregrinado hasta allí, como hemos hecho todos estos años desde que se constituyó. Y se notaba que todavía hay temores, cautelas, y nos costará normalizar tantas cosas, entre otras una como esta. Por eso se presentaba un tanto extraño el ambiente por la poca gente que allí se veía. No obstante, quienes se han aventurado a esta peregrinación, han podido comprobar que puede hacerse sin especial riesgo ni infundados miedos, basta la prudencia sensata, tal y como nos vamos moviendo en la vida ordinaria del cada día.
Lourdes siempre tiene un encanto de gracia. Seamos enfermos o estemos sanos, vayamos como voluntarios o como sacerdotes, para todos tiene la Virgen un regalo, un don con el que nuestras penumbras se iluminan y aclaran, como cuanto se empeña en vericuetos torcidos halla su cauce de rectitud cambiando el rumbo hacia la belleza y la verdad. María tiene esa cualidad de hacernos milagros sencillos, cotidianos, en la trama de la vida ordinaria, cambiando el agua insípida de nuestra tristeza en el mejor de los vinos generosos de espléndida solera.
Fui acompañado con un pequeño grupo de jóvenes sacerdotes y diáconos, y con los enfermos, los voluntarios y peregrinos pudimos beneficiarnos de esa gracia que desde hace 164 años tiene lugar en ese rincón mariano. Es famoso Lourdes por sus milagros, pero no son tantos los que como tales ha reconocido la Iglesia. Y, sin embargo, hay muchos milagros pequeños: esos que suceden a diario, casi con discreción anónima, pero con toda su hondura y su verdad. Tanto que, son los que propiamente abrazan mi vida allí donde se encuentra en las encrucijadas de la duda, del cansancio, del miedo, de la incoherencia, de la mediocridad o del pecado. Y es ahí, donde acontece el milagro.
Quise contar a nuestros enfermos, voluntarios y peregrinos lo que me sucedió en mi primera visita a Lourdes, cuando yo era un joven seminarista. Un joven matrimonio traía a su hijo pequeño en un cochecito de bebé. El niño tendría unos 4 o 5 años. La deformidad de su cuerpo te hacía mirar para otro lado, y los gritos desgarrados con los que se comunicaba de modo incomprensible, te rompían todos los cálculos. Le pregunté a la mamá: ¿qué venís a buscar a Lourdes? Ella me dijo sin dudar: el milagro. Y yo quedé bloqueado ante tamaño desafío, con un profundo pesar por si el milagro esperado no tuviera lugar. Así los acompañé durante todo el día rezando, visitando los lugares, pidiendo a la Virgen que actuara.
A la mañana siguiente, cuando nos despedíamos, el niño seguía igual. La mamá me dijo: “ha habido milagro, pero no en nuestro pequeño, sino en nosotros sus padres. La deformidad que nos espanta Dios la ve de otra manera, y este hijo no es un fallo divino, sino un verdadero regalo que tendrá vida eterna. El milagro no ha consistido en cambiar su figura según nuestros empeños o pretensiones, sino en cambiar nuestra mirada para ver en él un don del cielo y no una maldición censurada. Somos nosotros los ciegos ante una belleza oculta pero verdadera, cuando nos asomamos a ella desde los ojos de Dios”.
No he olvidado esa lección de teología, de humanidad, de verdadera esperanza. Lourdes es un valle de sonrisas, donde se secan siempre nuestras lágrimas.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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