Un año más en vísperas del Jueves Santo he acudido a la Catedral como siempre hice; primero desde la entrañable Degaña, cuando residía en Cerredo, y ahora desde Lugones con la misma y gran obligación que implica ser párroco, que para mí es lo más importante que un sacerdote puede ser. Ahora lo hago con mayor desahogo, pues los kilómetros son menos y atrás han quedado también los trasiegos de las ánforas arciprestales y el consabido "asalto" para la reposición de los óleos.
La renovación de las promesas sacerdotales es una nueva llamada de Dios que nos invitar a retomar al ímpetu del primer día, a volver a nuestras encomiendas con la ilusión de saber que no he elegido yo esta realidad, sino que ha sido el Señor, y sólo el Señor.
Guardo con cariño mi primera "guía diocesana" donde aparece mi nombre con el mayor título que he ostentado: Joaquín Manuel Serrano Vila, Párroco de Cerredo... Pero ¿qué implica ser párroco?: ¿buscar caer bien a todos? ¿vivir una especie de teatro continuado?.. Para mí ser párroco rural o urbano es lo más complejo y a la vez más satisfactorio, una licenciatura en toda regla para saber desempeñar al dedillo una labor tan ardua y complicada que sólo en Dios y con Dios se entiende. Y en ella no tenemos ninguna vigilancia, ni falta que hace: ''mi padre que ve en lo escondido...'' Si la diócesis de Oviedo fuera una empresa donde el puesto tuviera un tiempo de prueba, posibilidad de despido por incumplimiento y contratos temporales: ¿cuál sería el resultado...?
No necesitamos los sacerdotes jefes de sección o negociado, pues nuestro principal "jefe" es Dios mismo que conoce con todo detalle quién ha sido o es fiel o lo contrario; quién ha trabajado o trabaja para el Reino o para sí mismo, quién ha sabido darse a los demás o aprovecharse de ellos... Todo sacerdote, y de forma especial los que hemos sido destinados a la cura de almas tenemos que vivir la caridad pastoral desde esa imagen que nos regaló el Papa Francisco: "ser pastores con olor a oveja". Pastores que se esfuerzan -casi siempre contracorriente- en ser Iglesia samaritana, misericordiosa, y permanente hospital de campaña. Y esto es lo que en esta misa crismal me venía a la cabeza al escuchar las palabras de nuestro Arzobispo sobre el valor curativo del aceite ungido. Los óleos que hemos llevado a las parroquias para la administración de los sacramentos son una forma única y balsámica de sanar tantas heridas de los muchos que cada día llaman a nuestra puerta.
Apacentamos con amor un rebaño al que no sacrificamos ni le sacamos las tripas. El sacerdote no sólo celebra la misa cuando hay intenciones -estipendios-. Dios no tiene precio, pues el amor que Él nos ha dado gratuítamente tiene un valor que no se puede tasar de ninguna forma.
Hay quien piensa que existe un mundo entre la vida pastoral de un pueblo y de una ciudad, pero lo cierto es que en la práctica el organigrama es el mismo, o al menos así lo experimenté yo. Mis años en el sur occidente no fueron diferentes a mi destino actual: de martes a domingo todos los días tenía la misa diaria en Cerredo, tres más fijas los sábados, cuatro fijas los domingos, junto con todas las capillas atendidas de forma rotativa cada quince días y, el lunes -día de descanso- procuraba celebraba en la Basílica de Cangas para desahogar a Neyo, compañero en en ministerio y vicario parroquial de Cangas. Y eso no es trabajar ni más ni menos, es nuestra obligación y satisfacción primera de llevar a Dios a los hombres y de vivir unidos a Aquél con el que hemos prometido configurar nuestra existencia por completo.
La misa crismal es la visualización de un grupo numeroso -nunca por desgracia se puede hacer presente el presbiterio en pleno- de sacerdotes que con carismas y dones diferentes atienden un trocito de la diócesis, una parcela de la Viña que el Señor que se nos ha encomendado como colaboradores del Obispo en comunión con el Romano Pontífice. No somos independientes, el tema no es ser de Don Gabino, de Don Carlos o de Don Jesús; se trata de estar en comunión entre nosotros y con el Obispo para poder ser transmisores de esa común unión que igualmente nos une al Papa. No valen reinos de taifas ni líneas "independentistas", pues esa es la evidencia de un fracaso en compromisos y promesas.
El ministro ordenado que diga que tiene tiempo libre toda la semana es que no ha entendido su misión o que precisamente su destino es el que implica más trabajo sin desarrollar. Es cierto que núnca el ministerio pastoral había encontrado tantas dificultades en el camino como las que a diario se nos presentan ahora, pero también sabíamos que esto podría llegar, y así lo había advertido previamente el Señor…Bendita soledad, benditos fracasos, bendito cansancio.
Pensemos por ejemplo en el cuidado de la Catequesis, la pastoral matrimonial unida claramente a la familiar, la atención de los enfermos que esperan nuestra visita y la del Señor que llega a sus casas en el portaviático, el auxilio de los necesitados que en tres cuartas partes de la diócesis no tienen otra atención que la de sus sacerdotes que les socorren puntualmente; el cuidado de la liturgia, pues las celebraciones no es llegar y besar el santo -bien saben los curas de aldea lo que es ir una hora antes a una capilla para limpiar, preparar la celebración y tocar la campana -si toca- para convocar a la asamblea.
También tiene el párroco una misión técnica y administrativa: el cuidado del patrimonio del que es administrador y custodio como edificios, bienes materiales, propiedades... Y el agotador papeleo: facturas, libros sacramentales, libros de cuentas, boletines, hojas parroquiales... Tantas pequeñas misiones que cada día se llevan a cabo, unas veces con buen término y otras tantas con frustración. Es una vida a caballo entre lo social, lo espiritual y lo material. Nuestro vivir lo es en un mundo que realmente no es el nuestro, y por eso nos hace tanto daño apegarnos a él.
Los seglares en general son buenos; en cierta ocasión comía con mis monaguillos en el bar de un pueblo y su dueña al verme de “clergyman” me habló de los muchos sacerdotes que estuvieron en la zona, y para todos tuvo buenas palabras. Añadía ella: ''no nos importa que los curas sean modernos o antiguos, nos basta que nos sean cercanos'': ¡que gran verdad! Hemos perdido adjetivos bellos para los sacerdotes; ahora sólo nos quedan las palabras feas. Un mundo cainita donde se hace verdad aquello que con acierto decía San Ireneo: “¿de que nos sirve ayunar de comer carne si luego devoramos a nuestro hermano con la lengua?”. Pero hay algo más; los sacerdotes deberíamos ir a la Catedral, pero de no poder asistir a quién hemos de acudir a solicitar los óleos es al arcipreste de nuestro arciprestazgo que es el que acude en tiene en su poder las ánforas arciprestales, las cuales son mayores que las de las parroquias precisamente para que todas las parroquias que necesiten óleos acudan a él. Desde 1992 en que mi párroco llegó a la parroquia nunca ha sido arcipreste. Recuerdo que ya siendo niño y luego de mayor y seminarista, mi párroco que nunca ha sido arcipreste y por tanto nunca ha tenido la obligación de tener que acudir a la Catedral por los óleos, lo hacía así porque las ánforas arciprestales estaban en mi Parroquia natal y él asumía una responsabilidad que le correspondía al arcipreste, como yo siendo arcipreste del Acebo así lo hacía y cuyas ánforas y caja continente me recordaban a las que conocí en mi Pueblo ya de niño.
Que los óleos de esta Santa Misa Crismal nos ayuden a vivir signados con Cristo y en comunión con su Iglesia.
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