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martes, 12 de abril de 2022

Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal 2022

En esta iglesia madre de nuestra Archidiócesis de Oviedo, hoy se reúne todo el Pueblo de Dios: los pastores con su ministerio, los consagrados con sus carismas, los laicos con su compromiso en la familia y en el mundo secular. Es hermosa esta cita dentro de la Semana Santa. Nos unimos al Santo Padre el papa Francisco y a todas las Iglesias hermanas. A nuestro arzobispo emérito, querido D. Gabino, postrado en cama con sus muchos años y a los sacerdotes que no han podido acudir por enfermedad o compromisos pastorales. Hoy es el aniversario de la muerte de Mons. Javier Lauzurica (1964), primer arzobispo de Oviedo. Encomendamos al Señor su alma.

Misa Crismal, en torno a unos óleos que consagramos, para ungir y para ungirnos, como nos ha recordado la primera lectura. Ungidos para anunciar el Evangelio en medio de los titulares que nos ponen de tantos modos en entredicho la añorada esperanza. Son muchas las heridas en la piel de nuestra historia, por las que sangran los sueños más nobles convirtiéndose en malvenidas pesadillas. Son muchas las cicatrices que nos van dejando su huella maldita en los mapas, en las crónicas, en las memorias históricas reescritas con el guión de las ideologías. De modo, que, como pastores de un pueblo así zarandeado de tantas maneras, nos reconocemos en las palabras del profeta Isaías (Is 61, 1-3a.6a.8b-9): hemos sido enviados a los pobres de todas las pobrezas con una buena noticia en los labios, y a los que por tantos motivos tienen el corazón desgarrado sin horizonte en sus vidas, y a cuantos cautivos experimentan en todos sus poros la falta de libertad en medio de sus distintas prisiones, y a los que afligidos con el dolor de sus almas y el dolor de sus cuerpos han perdido la paz y la alegría, las ganas de vivir, de soñar, de creer que hay caminos que Dios abre donde y cuando menos lo imaginamos.

Necesitamos los óleos como bálsamo en nuestras dudas, en nuestras trampas, en nuestras caídas y pecados de nuestro andar peregrino, a veces cansado y extraviado, cuando nos vamos al Tarsis al que nadie nos envía en lugar de entrar y permanecer en el Nínive que nos han confiado; cuando marchamos de la casa abandonando al padre perdidamente en una intemperie destructiva o cuando nos quedamos en ella como hijos huérfanos y asalariados. ¡Cuántas palabras dichas de más hiriendo la caridad fraterna! ¡Cuántos gestos hechos de menos inhibiéndonos del trabajo asignado! Necesitamos unos labios que hablen sin dañar palabras bondadosas y unas manos que trabajen en el tajo de tanto que hay que hacer en este mundo inacabado. Óleos para que, con obras y palabras, nos sepamos todos pastores de la Buena Noticia que llena de luz y esperanza las penumbras de los corazones y llena de alegría cada pliegue de nuestras almas. Porque dirán también de nosotros “ministros de nuestro Dios, sacerdotes del Señor”, como ha dicho el profeta. Y, entonces, en medio de nuestra pequeñez asustadiza y remisa que calcula egoístamente las conveniencias mundanas, nos abriremos a la sorpresa de quien nos vuelve a llamar a lo mismo, sin repetirse en su llamada.

Dios es osado cuando nos dirige su palabra, como hemos escuchado esta mañana: Nos quitarán la ceniza de nuestras quemazones y nos pondrán una diadema engalanada. Echarán perfume de fiesta en nuestros duelos de tristeza. Nos pondrán un vestido de alabanza arrancando los harapos de nuestra desdicha. Sólo Dios podría decirnos cosas así de atrevidas y osadas, así de verdaderas y añoradas. Nosotros cantaremos eternamente las misericordias del Señor, como hemos dicho en el salmo (Sal 88).
Es el aceite de Dios que la Iglesia prensa en la almazara de los sacramentos y la gracia con que fortalece nuestra frágil condición en el combate que a diario libramos contra las fuerzas del mal. Así comenzábamos pidiéndolo el miércoles de Ceniza y que ahora retomamos en el corazón de la Semana Santa. Con los Óleos consagrados que la Iglesia hoy nos ofrece, acogeremos a nuestros catecúmenos para ungirlos en el bautismo y la confirmación, para consagrar las manos de nuestros presbíteros y la cabeza de nuestros obispos, para untar en el dolor de los enfermos el alivio de la ternura que nos sostiene con esperanza.

Pero en esta Misa Crismal, tiene lugar también la renovación de nuestras promesas sacerdotales, en un verdadero gesto de comunión eclesial en nuestro presbiterio. Son aquellas promesas que hicimos en el día de nuestra ordenación sacerdotal delante de nuestro obispo y ante el pueblo santo de Dios. Ante este mismo Dios y ante este mismo pueblo, hoy nosotros, sacerdotes, haremos nuestra renovación.

No es la novedad lo que por primera vez se oye o se ve, sino lo que, habiéndolo ya visto y oído tantos días de nuestra vida, es más verdad cada día. ¿Cuántos años cumplimos de nuestro ministerio? Ha pasado el tiempo inexorablemente, y las cuatro estaciones con todos sus climas han acompañado nuestros pasos con todos nuestros altibajos en el ánimo y con todos los paisajes en el derredor de los que nos rodearon y en el interior de nuestra respuesta diferente. Tengamos un año de ministerio o contemos decenios incontables, todos tenemos un recorrido humano y sacerdotal que no ha sido jamás indiferente.

Si venimos a renovar unas promesas es porque éstas o se hicieron viejas, lentas, cínicas, descreídas, indiferentes, o no queremos que tengan esa deriva y pedimos la gracia de reestrenarlas nuevamente con la lozanía de quien se sigue sabiendo llamado por ese Buen Pastor que puso en sus labios nuestro nombre para decirnos aquel “¡ven y sígueme!”. Renovar lo que envejece o renovar lo que no queremos que se agriete.

Sin duda que en los años de nuestro ministerio habrá habido tantos momentos: ¡cuántas cosas han sucedido a través de todos estos años! ¡Cuántas cosas se han gozado, sin duda, y cuántas se han llorado quizás!: los sueños más cumplidos, sin que acaso hayan faltado algunas pesadillas. Compañeros que con nosotros se acercaron al altar y que por mil circunstancias luego dejaron el ministerio. Otros que fallecieron mientras hacían este mismo camino que nosotros hemos realizado. Tal vez algunos se cansaron y se rindieron mediocremente de tantas formas en una vida ministerial vacía y sin rostro. Otros, como nosotros, queridos hermanos, en medio de la andadura variopinta, a pesar de las fatigas y sobresaltos, estamos aquí dando gracias y celebrando la Eucaristía de la Misa Crismal en este día y en este lugar, por haber dejado espacio a la gracia que recibimos con la imposición de las manos, y a la que cada día hemos querido responder con la ayuda de Dios y de los hermanos.

Quedan atrás tantas cosas, tantos nombres, tantos escenarios, tantos momentos bajo la sombra de las nubes o bajo los soles luminosos, en medio de caminos claros y gratificantes o entre cañadas oscuras que nos probaban. Situaciones en las que nos supimos fuertes y acompañados, y otras en los que la confusión, el desgaste o la soledad nos dejaron tocados en nuestra esperanza. Pero como escuchamos el día de nuestra ordenación, Dios es fiel, sí ese Dios que nos ha llamado cada día. No ha retirado su llamada que sigue siendo la misma, aunque por el implacable paso del tiempo nosotros hayamos cambiado. Es el momento de renovar nuestro sí al Señor, a su misma llamada, aunque sea otra la edad y otros los escenarios.

Renovar significa decir cuatro síes que hagan más verdad aquel “aquí estoy” (adsum) que pronunciamos en el día de nuestra ordenación sacerdotal. En primer lugar, al Señor que nos llama. Cuidar esa relación con el Señor con la oración personal y la liturgia de las horas, la celebración diaria de la Eucaristía y la confesión frecuente de nuestros pecados, el trato filial con María y con los santos. No son cosas que por sabidas sean vividas siempre de modo reestrenado. Renovar, por tanto, nuestro sí al Señor.

Dijimos un sí a nuestro obispo y a sus sucesores. También el obispo debe renovar paternalmente ese sí que acoge y desde su afecto facilita que se pronuncie y se renueve. Porque no podemos deslizar un tipo de relación laboral entre jefe y empleados, una relación militar entre mando y súbditos, sino la única que corresponde entre padre y hermanos: y tanto uno como otros, hemos de renovar lo que, acaso, se nos ha podido hacer raro o extraño, sórdido o caducado. Renovar esta relación entre obispo y sacerdotes, haciendo más verdad lo que en aquel momento de la ordenación se pronunció estrechando las manos apenas ungidas por el crisma santo, mirándonos a los ojos con la complicidad fraterna de desear sinceramente acompañarnos.

Un sí también al presbiterio del que formamos desde entonces parte. No es la comunidad de hermanos que hayamos elegido nosotros: nos la encontramos. Y hemos ido descubriendo lo distintos que somos por tantos motivos. Diferentes edades, distintas formaciones, variados itinerarios, inéditas formas de ser y de sentir, de ver y de juzgar, de confiar y obedecer, de trabajar y de soñar. Pero esta diversidad no puede ser entendida como una barricada que nos enfrenta sino como un pretexto que nos abre el mutuo enriquecimiento. Cada uno, con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los demás, nos dice el apóstol Pedro en su primera carta (1 Pe 4, 10). Hay muchas maneras de vivir el respeto de una comunión fraterna, desde el afecto y la oración mutua, a la participación en los gestos de arciprestazgo, vicaría o diocesanos.

Y un sí, por último, a la misión que se nos ha confiado acompañando al pueblo santo de Dios con todas las características que implica nuestro momento eclesial. Son muchas las condicionantes que enmarcan de modo inevitable un diverso escenario al que hace unas décadas o incluso simplemente unos años, podíamos tener delante. No es ni mejor ni peor, pero sí bien distinto. La tentación es desanimarnos por la incapacidad de dar una respuesta al reto que se nos impone con un cambio de escenario social, cultural, político y religioso como trasfondo del acompañamiento real de nuestro pueblo confiado. No ayuda a nuestro ministerio tener nostalgia de tiempos pasados (tengamos la edad que tengamos, que hay gente bien joven que añora lo que vivieron sus muy antiguos antepasados), como tampoco ayuda tener ansiedad por un futuro que empieza y termina en nuestras fantasías recalentadas, ni, evidentemente ayuda quedarse de modo pasivo, inhibido y perezoso en un presente que se nutre de mediocre comodidad. Acompañar a nuestro pueblo desde la misión sacerdotal exige una disponibilidad real para dejarnos enviar, para otear los horizontes que Dios señala, guardando la memoria debida de un pasado que agradecemos, de un futuro que con esperanza aguardamos, viviendo un presente apasionados por lo que el Señor y su Iglesia nos regalan para que nosotros lo repartamos.

Queridos hermanos sacerdotes, con vosotros hago esta renovación de los cuatro síes de nuestras promesas ministeriales, ante Dios y ante nuestro pueblo santo. Gracias por estar ahí en la brecha de este tiempo con todas sus encrucijadas, con sus temporales y también con sus consuelos. Gracias a los más jóvenes para que no perdáis la ilusión, a los ya maduros para que sigáis creciendo en entrega y confianza, a los ancianos por el testimonio precioso de vuestra fidelidad diaria. Encomendamos a los sacerdotes enfermos y a todos nuestros mayores. Gracias de corazón, perdón si en algún momento no llego a lo que y a los que debería llegar.

Que María nuestra Santina nos acompañe en la andanza de la fidelidad.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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