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martes, 15 de febrero de 2022

Santoral del día: San Claudio de La Colombière

El santo que contó al mundo que Dios tiene Corazón

(Alfa y omega) En la historia de la Iglesia y en el interior del corazón de todo creyente hay una lucha que va más allá del combate entre el bien y el mal. Es la tensión entre en el esfuerzo del hombre y el amor gratuito de Dios; entre dónde llegan nuestros intentos de alcanzar la santidad y dónde comienza la obra de Dios para hacernos santos; entre el escándalo por nuestras pobrezas y el intento de ganarnos el favor de Dios con nuestras obras, oraciones y buenas intenciones. En medio de este drama tuvo lugar la intervención providencial de Dios a finales del siglo XVII, cuando media Iglesia se inclinaba hacia el error del jansenismo. Cristo se sirvió de santa Margarita María de Alacoque y de san Claudio La Colombière para mostrar la intimidad de su Corazón y su sed de amor por todos los hombres.

Claudio nació en 1641 cerca de Lyon, en una familia acomodada. Dotado especialmente para el estudio y la oratoria, ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en Aviñón a los 17 años. A los 25 fue enviado a estudiar a París, donde sus superiores le encargaron la labor de tutorizar a los hijos de Jean-Baptiste Colbert, ministro de Finanzas del rey de Francia. Tan cerca de la Corte y con tan buenas relaciones, la carrera del joven Colombière se presentaba meteórica, pero Dios tenía otros planes.

En aquellos años, se habían popularizado en el seno de la Iglesia las doctrinas del obispo Jansenio, caracterizadas por «un rigorismo moral y ascético y un pesimismo teológico, así como el rechazo de la Comunión frecuente», afirma el dominico Alfonso Esponera, de la Facultad de Teología de Valencia. Esta corriente tenía su máximo exponente en el monasterio cisterciense de Port Royal, «donde se vivía una exigencia rígida en la fidelidad a su regla religiosa». Esto hacía que a sus ojos de su contemporáneos aquellas monjas tan perfectas aparecieran «puras como ángeles y soberbias como demonios».

«El jansenismo es un puritanismo», añade José María Alsina, presidente del Instituto del Corazón de Cristo de Toledo. «Es una corriente muy gnóstica, muy iluminista, que en realidad parte de la base de una desconfianza del amor de Dios, de la percepción errónea de que no somos dignos de Él y por eso debemos ganarnos su favor con nuestra supuesta perfección».

Los jesuitas combatían estas doctrinas muy influidos por la espiritualidad más amable de san Francisco de Sales, y quizá por eso mandaron a Claudio La Colombière a Paray-le-Monial, un destino muy modesto en comparación con la prometedora carrera del santo. La razón es que allí se levantaba el monasterio de la Visitación, donde una monja, Margarita María de Alacoque, estaba recibiendo la visita del Señor con su Corazón abierto, visiones que encontraban en su comunidad incomprensiones y rechazo.

Todo eso empezó a cambiar cuando un día de 1675 el jesuita fue a predicar al monasterio. «Mientras él nos hablaba, oí en mi corazón estas palabras: “He aquí al que te he enviado”», escribió más tarde la monja. Se inició así una dirección espiritual que acabó con el sacerdote como principal difusor del mensaje de Margarita. Colombière sacó del interior del monasterio de Paray-le-Monial la realidad del Sagrado Corazón de Jesús y se lo entregó al mundo.

«Eso contradecía el ambiente religioso de la época, afirmando que Dios está cerca y nos ama con un corazón humano, y además nos pide nuestro amor, como si fuera un mendigo», afirma José María Alsina. Ambos santos muestran que «somos dignos de ser amados por Dios, aunque seamos pecadores».

Destierro y enfermedad

En 1676, La Colombière fue enviado a Londres como capellán de la duquesa de York. El país vivía convulso por la tensión entre el anglicanismo y el catolicismo. Se le pidió ser discreto y no mostrarse mucho, pero se corrió la voz y no dejaban de visitarlo fieles y monjas, y hasta sacerdotes que habían abandonado las islas ante la persecución volvieron para seguir con su ministerio.

En 1679 lo detuvieron acusado de conspiración papista, algo que ya había llevado a muchos sacerdotes y laicos al martirio. La intervención del rey Luis XIV de Francia le salvó la vida y solo fue condenado al destierro. Pasó la última etapa de su vida en Lyon, confesando y dirigiendo a multitud de jóvenes en los que logró arraigar lo experimentado en Paray-le-Monial. Murió tres años después, muy castigado por las penalidades que pasó en Inglaterra.

Durante todos esos años siguió la relación epistolar con Margarita María, a la que animó a escribir todas las visiones y revelaciones del Señor. Poco a poco se fue abriendo paso una devoción, que Juan Pablo II definió en la canonización del jesuita como «centrada en la humanidad de Cristo, en su presencia, en su amor misericordioso y en su perdón».

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