Queridos familiares del Beato Juan Alonso, Padre Provincial y religiosos Misioneros del Sagrado Corazón, Sr. Vicario General de nuestra Archidiócesis, hermanos sacerdotes y diáconos, hermanos todos: el Señor os conceda siempre tener la paz en vuestro corazón y que vuestros pies surquen los caminos del bien.
Tenemos los cristianos una curiosa redundancia a la hora de celebrar lo más grande y hermoso en nuestra vida: que lo hacemos dando gracias con la Eucaristía, palabra que significa precisamente agradecer la buena gracia al Señor Dios que nos la regala. Hoy tenemos una cita especial en nuestra Catedral de Oviedo con este motivo: junto al don de Jesucristo que entregó redentoramente su vida por nosotros, por nuestra salvación, está el don de los hermanos que la Iglesia nos propone como ejemplo en quienes mirarnos y como compañía en nuestras andaduras variadas.
En Santa Cruz de El Quiché (Guatemala), el pasado 23 de abril eran beatificados tres misioneros de la Congregación del Sagrado Corazón junto a siete laicos indígenas bien comprometidos con las comunidades cristianas en la formación católica y la promoción social. En ese grupo de mártires estaba el beato Juan Alonso. La alegría que tantos sentimos, se hizo emoción agradecida al Papa Francisco por habernos señalado a este querido hermano contemporáneo como una compañía que nos ayudará a escribir la página de nuestra historia que la Providencia divina nos ha querido confiar.
Los santos no son un adorno prescindible; ni un suplemento al Dios infinito o una merma que eclipsa su gloria. Los santos no añaden algo al evangelio, como si éste fuera incompleto; no agregan palabras que no han sido ya pronunciadas por los labios del Maestro; no construyen una ciudad o una casa que no haya sido levantada y edificada ya por Jesucristo. Lo que hacen los santos es repararlas o volver a abrirlas cuando se han deteriorado o cerrado, nos ponen en salida con toda la Iglesia para ir en búsqueda de aquellos que se han marchado, o facilitar el camino para que estrenen su adentramiento aquellos que nunca han estado. Un santo es siempre el recordatorio de una palabra que ya se ha dicho anteriormente, y el reestreno de una belleza que ya ha sido mostrada. Por eso no añaden ni apostillan sino sencillamente recuerdan cuando las hemos olvidado o tal vez traicionado. Dios nos regala a los santos como una compañía. Una compañía que no suple nuestra libertad, pero sí que la puede despertar, de manera que pueda latir de nuevo nuestro corazón con ese pálpito que nos viene con la gracia del buen Dios.
La santidad cotidiana en la vida real es consentir que Dios en nosotros haga el bien en medio de tantos males; que grite su paz cuando la violencia nos diezma y destruye de tantos modos; que anuncie su gracia cuando la esperanza suena a quimera extraña e irreal. Y por eso es un regalo más grande que nosotros mismos que bendice a quienes lo contemplan, y devuelve la paz a sus corazones, la esperanza a sus miradas, y hace posible que en una comunión real nos descubramos como hermanos.
Hoy celebramos tamaño testimonio en alguien nuestro: de esta nuestra tierra asturiana, no de antípodas extrañas, de esta nuestra iglesia diocesana en la que fue bautizado y de la que salió para hacerse misionero del Sagrado Corazón, de este nuestro tiempo no de épocas lejanas. Es profundo el valle que serpentea con sus bosques, su río Aller y la angostura o anchura de sus tramos en esa cuenca minera que se corona en el puerto de San Isidro, colindante ya con León. Un rincón asturiano de sencilla belleza, donde se enclava el pueblecito de Cuérigo, la patria chica de un allerano recién beatificado como mártir de Cristo en Guatemala. El Padre Juan Alonso Fernández, Misionero del Sagrado Corazón, llegó a la zona norte del país llamada El Quiché, cuando apenas contaba 27 años, justo después de recibir la ordenación sacerdotal. Teníamos que celebrar como Iglesia diocesana este regalo que se nos hace en el testimonio más alto de amor que un cristiano puede dar cuando entrega su vida por Cristo y por los hermanos.
Es siempre incómodo el Evangelio cuando se proclama desde la vida con la palabra y con los hechos. Sucedió con Jesús y con las primeras generaciones cristianas, que tuvieron que pagar el alto precio de su propia vida para ser fieles a la misión encomendada. Es una constante en la larga historia de la Iglesia, regada fecundamente con la sangre de los mártires de cada época. En El Quiché trabajaban tres Misioneros del Sagrado Corazón, José María Gran, Faustino Villanueva y Juan Alonso. No eran activistas políticos ni sindicales, no se enrolaron en la guerrilla. No encontraron armas entre sus ropas, ni mapas para emboscadas, ni consignas pervertidas para llegar a matar cainitamente. Anunciaban la Buena Noticia del Señor, el Evangelio, y de ese modo comunicaban a la gente sencilla el latido de ese Sagrado Corazón que palpita en el mismo Dios y en sus corazones cristianos. La catequesis, la transmisión de los valores evangélicos que aparecen en Cristo, en María, en los santos, y que construyen un mundo distinto en la paz sin tregua, la justicia sin siglas, el amor lleno de respeto y fraterna convivencia, la verdad bondadosa y bella. Siempre que una presencia cristiana afirma esa visión de las cosas, levanta sospechas, alimenta rencores y, tantas veces, propicia la censura que llega a quitar la vida.
Así lo hicieron con Jesús, cada vez que Él hablaba palabras que traían esperanza, o mostraba signos como milagros que abrazaban las preguntas y restañaban las heridas. Esa fue su peligrosa subversión que había que sofocar de plano. Y acabó en la cruz, entregado por un discípulo que le besó traicioneramente. Así han ido luego cayendo los mártires que por vivir como Jesús vivió, por proclamar el Evangelio que Él predicó, por estar al lado de los que sufren la pobreza y la injusticia con todos los nombres, se sufre el acoso, el derribo, la exclusión. La persecución puede tener muchos formatos, pero en el andar de los siglos, el cristianismo siempre ha sido incompatible con la oscuridad que encubre, con la mentira que engaña, con la injusticia que envilece, con la violencia que mata. Cabe recordar que entre 1977 y 1980 la labor de los Misioneros del Sagrado Corazón en El Quiché fue compartida por varios sacerdotes de la archidiócesis de Oviedo que habían manifestado su disponibilidad para colaborar con la causa misionera. Siempre nuestra Diócesis asturiana ha tenido y tiene una gran vocación misionera, y de aquí salió el Padre Juan Alonso.
Aquellos tres Misioneros del Sagrado Corazón, con nuestro Padre Juan Alonso a la cabeza, dieron su vida por aquella gente y por amor a Dios. Pudieron haber escapado y salvar su piel, pero prefirieron quedarse con aquellos campesinos mayas. Es el mejor comentario al Evangelio que hemos escuchado de Jesús Buen Pastor que conoce a sus ovejas, y da la vida por ellas, sin escapar cuando vienen los lobos de la jauría inhumana y antifraterna. Como dice Mons. Bianchetti, actual obispo en El Quiché, a los mártires los mataron «porque siguiendo a Jesús desde su fe, no desde una ideología, sino desde su creencia, estaban comprometidos en el desarrollo social y espiritual de sus paisanos». Me impresionó lo que Arcadio Alonso, hermano del mártir asturiano, ha escrito en un bello libro reconstruyendo la biografía del misionero. Lo ha titulado “Tierra de nuestra tierra”, que es el epitafio que aquellos campesinos guatemaltecos quisieron dedicar al Padre Juan. No fue alguien que pasó por aquellos lares, sino alguien que se quedó aún a riesgo de su vida, abrazando en nombre de Jesús y del Evangelio, las vidas de aquellos pobres. Dice Arcadio que los mártires fueron «los que dieron sentido a todo, el signo más evidente de la presencia de la Iglesia verdadera en Guatemala. Lo que hicieron y lo que padecieron fue un acto de amor, luz en medio de muchas tinieblas».
Y como nos ha dicho el apóstol Pablo en la primera lectura de la carta a los Romanos, nada ni nadie nos podrá separar del amor de Cristo. Y aunque a diario nos quieran degollar como a ovejas de matanza, en todo vencemos de sobra gracias a Aquel que nos ha amado, nos da su gracia y fortaleza para que nosotros, de tantos modos, demos también la vida. Esto queda manifiesto en la correspondencia que intercambiaba con su familia, donde se comprueba cómo el misionero asturiano era plenamente consciente del peligro que corría cuando les decía a los suyos: «Sé que asumo una responsabilidad que me rebasa. Haré todo lo que pueda, intentando que estas gentes vean en mí la misma actitud y sentimiento que Pablo manifestaba a los fieles de Corinto: Para muerte o para vida, os tengo dentro del corazón. Espero que la Santina me proteja y pueda visitarla de nuevo en Covadonga». En su última misiva, dirigida a su hermano Arcadio, llegó a decirle «Yo sé que mi vida corre peligro. No deseo que me maten, aunque tengo algún presentimiento. Pero, por miedo, jamás negaré mi presencia». Es la fortaleza que nace de la gracia de quien habita nuestro corazón, y nos hace ofrecer la vida cada mañana.
Estamos ante una hermosa parábola cristiana que es capaz de superar las contradicciones que a veces genera nuestra pequeñez y mediocridad. Pero como decía el Santo Padre el Papa Francisco en su reciente viaje a Irak, “la fraternidad es más fuerte que el fratricidio, la esperanza es más fuerte que la muerte, la paz es más fuerte que la guerra. Esta convicción habla con voz más elocuente que la voz del odio y de la violencia; y nunca podrá ser acallada en la sangre derramada por quienes profanan el nombre de Dios recorriendo caminos de destrucción”.
Nosotros damos gracias a Dios por este testimonio del más alto amor pagado con el mayor de los precios. Desde el comienzo del cristianismo siempre han sido perseguidos los cristianos. Cambian los leones que nos desgarran, los paredones donde se nos fusila, que ahora pueden ser de papel de periódico o de plasma de pantalla, distinta la daga con turbante que nos degüella, la calumnia y mentira que nos emponzoña y elimina. Pero siempre estará de fondo la misma razón: el odio a Cristo y a los cristianos, el rencor lleno de insidia que sólo sabe enfrentar y dividir a pueblos y a hermanos; es la resulta del resentimiento ante la luz, la verdad, la belleza, la bondad y la justicia. Sabemos quiénes han sido y quienes son los que esto perpetran impunemente tras sus siglas políticas y sus barricadas. Pero siempre nos hallarán a los cristianos con la actitud de estos misioneros, el beato Juan Alonso y todos sus compañeros, que fueron martirizados entre los pobres de El Quiché: ser testigos de Jesucristo, dar la vida por los hermanos y amar hasta incluso a los enemigos. Es la esperanza que vuelve a construir un mundo nuevo. A ellos nos encomendamos esta tarde en la Catedral de Oviedo. Que el beato Juan Alonso y sus compañeros mártires, intercedan por nosotros junto a la Madre de Dios que tanto amaron.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo