El Jueves Santo es un día tan cargado de sentido que en el devenir del tiempo la Iglesia fue tomando conciencia de que hacía falta más tiempo para saborear cada detalle que de ese día emana. Así surgió la piadosa costumbre de vivir cada jueves como eminentemente eucarístico; así nació la Solemnidad del Corpus, que no es sino otra realidad que volver al cenáculo del Jueves Santo para meditar sobre la Eucaristía y el amor -por esto decimos día de la Caridad-. Pero faltaba un aspecto del Jueves Santo que también merecía ser contemplado como se merece: la institución del sacerdocio ministerial por el cual, pobres pecadores son asociados al único y supremo sacerdocio: el de Cristo.
Esta fiesta que comenzó tímidamente en España de la mano del Venerable Monseñor José María García Lahiguera, y sus “Oblatas de Cristo Sacerdote”; es una celebración propia que comenzó de forma oficial en nuestra nación en 1973 y que en la actualidad ya está introducida en el calendario litúrgico de muchas conferencias episcopales del orbe católico -principalmente en países de habla castellana- como Venezuela, Uruguay, Puerto Rico, Perú, Colombia o Chile.
Celebrar el Sacerdocio de Cristo no es otra cosa que caer en la cuenta del amor del Señor por nosotros al extender sus manos orantes en el leño De la Cruz, dando pleno sentido en su supremo sacrificio al misterio eucarístico y al ministerio sacerdotal que había instituido la víspera de su pasión. Él no sólo es el único santo, sino además aquel en quien se cumplen las palabras del salmo 110: ''tú eres sacerdote eterno''.
Es una jornada de acción de gracias por el ministerio ordenado, a través del cuál recibimos el pan de la vida, del que se come para no morir más. En el sacerdocio de los presbíteros (a pesar de sus flaquezas y pobrezas) ha querido el Señor compartir, extender y actualizar su sacerdocio eterno. Es la unión más profunda entre Él y los pecadores, entre Creador y su criatura al hacer de sus vidas un puente continuo uniendo a Dios con hombres. En su misión de pastores viven con el único anhelo de llevar a su grey a los pastos de la eternidad donde el Pastor Bueno aguarda a “cansados y agobiados”.
Así la vida del sacerdote se clava, abraza y une a la cruz de Cristo para asemejarse de forma cada vez más perfecta al auténtico modelo de sacerdote que nunca caduca, entregándose sin reservas al Señor y a los hermanos. Así lo nos lo recuerda igualmente la liturgia: ''Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo y así dan testimonio constante de fidelidad y amor''.
Existencia gastada ante el altar de Dios que quiere ser ofrenda sincera como los granos de incienso que se queman para dar buen olor. Así la larga y fecunda historia de desposeimiento de uno mismo para dejar que sea el Señor quién actúe por medio de sus frágiles personas que experimentan en su día a día cómo la gracia desborda todo cálculo sobre el pecado. En sus vidas se hacen verdad las palabras de San Pablo en el día a día de nuestros curas; así desde el momento de la ordenación hasta la hora de su muerte experimentan que ''ya no soy quién vive, es Cristo quién vive en mí''...
El Señor ha hecho de la Iglesia ese ''reino de sacerdotes para servir a nuestro Dios'' del que habla el Apocalipsis. Por ello todos participamos del único sacerdocio de Jesucristo, la mayoría de los fieles ejercemos el llamado sacerdocio bautismal, mientras que los llamados por Dios a esa específica vocación ejercen el sacerdocio ministerial. Elegidos de entre el pueblo para servir a su pueblo y participar de la misma misión sagrada del Salvador.
En Él está el espejo de todo sacerdocio, pues ''enseña con autoridad'' y ''es rico en misericordia''. Vemos que Cristo es el Sumo Sacerdote, pues sólo Él ha sabido enlazar cielo y tierra, siendo el perfecto mediador que unió lo humano y lo divino -no sólo en si mismo- sino sobre todo reconciliando por su propia entrega la comunión entre Dios y los hombres rota por el pecado.
Sólo Él es el perfecto sacerdote que fue semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Nacido de María Purísima -primer Tabernáculo y Hostiario de la historia- por su acatamiento de la voluntad del Padre, se ha convertido su cuerpo torturado en la Hostia pura, inmaculada y santa. De esta forma ''con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los que ha santificado'' (Heb 10,14).
Sacerdote de eterno ministerio, ungido por el Espíritu de Dios para proclamar la buena nueva a los pobres y comunicar a los cautivos la libertad. En Cristo vemos cumplido ese sacerdocio según el rito de Melquisedec, pues así como de este real sacerdote no se conocía origen ni final, en el Hijo de Dios vemos al que es Alfa y Omega -principio y fin-. Si Melquisedec bendijo a Abraham con pan y vino, Jesucristo nos bendice entregándonos su cuerpo como alimento y su sangre como bebida.
Sólo Él es Sacerdote por los siglos. Sólo Él quien ha logrado presentar al Altísimo sobre el altar de su mismo ministerio y propia oblación de ese santo sacrificio que expía los pecados del mundo. Sólo Él es quién instaura el nuevo y definitivo sacerdocio. Y para el Orden Sagrado ha llamado a los que Él mismo ha querido, a los que ha llamado habiéndolos primero amado. Y todos ellos son ministros que colaboran y participan del único y verdadero sacerdocio que es el Suyo.
Él se ha puesto en mi lugar, ha muerto por mí y así me ha dado vida. He ahí la gran celebración de Cristo Sacerdote cuando con las manos extendidas sobre el leño redentor oró a Dios en favor de los hombres. Ahora sentado a la diestra del Padre sigue intercediendo por su grey
Es este un día muy propicio para orar por los sacerdotes y su santificación, haciendo nuestras las palabras del mismo Señor en su oración sacerdotal: ''ego pro eis rogo non pro mundo rogo sed pro his quos dedisti mihi quia tui sunt'' (Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son).
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