Si el Domingo pasado clausuramos el tiempo de Pascua con la Solemnidad de Pentecostés, de algún modo este domingo inauguramos el Tiempo Ordinario con la Solemnidad de la Santísima Trinidad, cuya liturgia nos quiere recordar cómo el misterio de Dios es en definitiva la fuente en que comenzamos y la meta a la que aspiramos. En ese nuestro peregrinar de creyentes anhelamos constantemente conocer más de Dios, estar más cerca de Él en nuestros comportamientos y ser más conscientes de su presencia continua a nuestro lado.
Al asomarnos al misterio de la Trinidad es llamativo comprobar cómo a pesar de las complejidades de esta verdad de fe, la Iglesia siempre tuvo perfectamente claro desde la predicación del mismo Cristo y las primeras comunidades cristianas, así como los primeros concilios, que sólo había un único Dios, aunque este no estaba sólo. En estas tierras hispánicas tenemos constancia de lo perfectamente estructurada que estaba la enseñanza de la Trinidad en los orígenes de las primeras diócesis en suelo español, hasta el punto de que ya en el siglo V se enseñaba esta verdad dogmática a nuestras gentes. Ya el III concilio de Toledo, en el siglo VI, subrayó con profundidad este Misterio de fe ante la influencia de la herejía arriana que se extendía en la península.
Afirmar que el Dios cristiano son tres personas distintas en una sola naturaleza no ha sido "invención" de ningún eclesiástico ingenioso, sino que recibimos esta enseñanza de la vida del mismo Cristo quien nos enseñó a hablar con el Padre y nos prometió la venida del Espíritu Santo. En los evangelios encontramos de forma patente este dogma central sobre la realidad de Dios, por ejemplo, en el bautismo del Señor en el Jordán cuando el Espíritu Santo desciende y el Padre Creador manifiesta que en su Hijo se complace.
Aunque en la liturgia eclesiástica esta celebración no será introducida hasta el siglo XIV, lo cierto es que en la religiosidad popular sí que existían oraciones y devociones al misterio de Dios Trinidad como el "Símbolo Quicumque", también llamado "Símbolo Atanasio".
La primera lectura del Deuteronomio nos presenta un rasgo muy hermoso de Dios: elige a su pueblo, adopta a Israel como suyo pasando de ser marginal para ser predilecto. Se hacen verdad las palabras de Isaías: ''Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi favorita» y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti''.
Es Dios quien toma la iniciativa siempre; se acerca, busca el encuentro y no va a por los buenos y mejores, por los ricos o los perfectos. El Señor prefiere a los últimos, a los olvidados o descartados. Y para confusión de los soberbios de corazón elige a los pobres y humildes, no sólo para contar con ellos sacándoles del ostracismo, sino para poner en marcha sobre éstos su plan de salvación de la humanidad. He aquí el sentir del salmista que recoge de forma concisa la Palabra: ''Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad''.
La epístola de San Pablo a los cristianos de Roma nos presenta de algún modo nuestra personal relación con la Trinidad conscientes de que el Espíritu es el que nos lleva, libera y da coraje. Que por este Espíritu somos hijos del Padre y podemos llamar a Dios ''Abba'' -papá-. Y al ser herederos de Dios, también somos coherederos con Cristo. Para el Apóstol hay una diferencia muy clara entre carne y espíritu; lo uno se encamina a la muerte y lo otro a la vida. Partiendo de aquí, trata de hacer ver a los fieles romanos cómo son más privilegiados que el pueblo de Israel, pues no son sólo preferidos de Dios, sino sus mismísimos hijos pudiendo relacionarse en la oración con Él, tal como lo hacía Jesús y también "Él nos enseñó".
Por último, el evangelio de esta solemnidad correspondiente este año al capítulo 28 de San Mateo, nos presenta el "envío" de los apóstoles a difundir el Evangelio bautizándolos no sólo en su nombre, sino bajo la fórmula trinitaria que la Iglesia siempre ha conservado: ''En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo''. Solamente si he descubierto esta verdad y me he encontrado con el Resucitado me comprometeré en darla a conocer, empezando por los míos antes de embarcarse en expedición alguna. Es un mandato de Cristo y que la Iglesia hace lógicamente suyo, no es una operación de "marketing" o proselitismo hueco; es ante todo testimonio. Sólo el auténtico discípulo de Jesucristo Resucitado es el que se adentra en el misterio del amor de Dios al que todos los cristianos somos llamados.
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