Dios nos ama con un corazón divino encarnado en nuestra humanidad, y ese amor total del Señor se nos manifiesta de muchas maneras, una especialísima, en la persona de los sacerdotes.
Hay una frase bella del Santo Cura de Ars que sirvió como lema espiritual del Año Santo Sacerdotal de 2009: "Los sacerdotes son el amor del corazón de Jesús". Para que luego digan que San Juan María Vianney no sabía Teología. ¿Saber de Dios no es precisamente eso? Pues así de bien lo resumió el Santo Párroco. Y es que la grandeza del ministerio sacerdotal, si uno se detiene a meditarlo, siempre termina por desbordar a quien se adentra en su valor.
Su ministerio partiendo y repartiendo el pan como el mismo Cristo, aliviar a los enfermos, consolar a los que lloran, socorrer a los pobres, perdonar pecados, ser testigos del nacimiento de nuevas familias, liberar a los niños del pecado original, ofrecer sufragios por las almas de vivos y difuntos, acompañar a los jóvenes en su iniciación cristiana, atentos las vocaciones sacerdotales, acompañar a las religiosas, educar, regir, santificar... ¿Cómo no van a tener el lugar más destacado dentro del Corazón de Cristo si por ellos vive la Iglesia?. En ellos, frágiles hombres de carne y hueso como los demás -aunque a menudo lo olvidamos- se hace presente el Señor para acercarse a nuestras vidas. Él los elige -no ellos así mismos ni nosotros- y los llama, los unge y envía para que den fruto y fruto abundante. Los toma para sí, los saca del barro y los hace frágil vasija para llevar en su interior la gracia que no se agota. No los forman personas; al final es siempre el Señor quien "modela el corazón de cada uno de ellos" valiéndose de sus mediaciones (Sal 33,15).
Quizás algo que no podemos perder de vista al interiorizar la palabra de Dios de este día es la figura de Jesucristo no como mero hombre, sino como en verdad era y es, Sumo y Eterno Sacerdote. Hay ciertas corrientes de pensamiento, incluso dentro de la misma iglesia que se empeñan en defender que Jesús nunca fue ni quiso ser sacerdote, sino un hombre cualquiera, un mero laico. Nada más lejos de la realidad. Ahí tenemos el evangelio de San Juan que se proclama en la misa crismal, cuyo día propio es la mañana de este Jueves Santo en el que el Señor entra en la sinagoga y toma el rollo de la Torá, afirmando al terminar la lectura: "hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír". ¿Cómo un pobre carpintero sin estudios podía leer las escrituras si supuestamente no tenía formación? ¿No fueron sus años de vida pública una auténtica biografía pastoral? ¡Claro que Jesús era sacerdote! Actualiza en sí el antiguo sacerdocio hebreo y lo extiende en el tiempo por sus apóstoles. Hoy Jesús sigue partiendo el pan, sigue entre nosotros y sigue llamando a personas de nuestras parroquias a seguirle de cerca. Él llama y Él elige: Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muéstranos a cuál de estos has escogido (Hch 1,24)
¿Y, para qué instituye el Señor hoy el sacerdocio? ¿Para qué necesitamos a los sacerdotes? ¿Cuál es la misión del presbítero? Por desgracia entre que vivimos tiempos tan complejos y que el ministerio sacerdotal católico ha sufrido tanto en las últimas décadas, muchos no tienen muy claro para qué ordenan a un hombre sacerdote. Un sacerdote no asume su misión para "caer bien" ni para hacer amigos; ni para ganar dinero o hacer méritos e su carrera. Tampoco para entretener ni entretenerse, dar sus opiniones propias ni autoalimentar su ego o autoestima. Un sacerdote sólo tiene una misión: Anunciar a Cristo -no así mismo y sus criterios- celebrando los sacramentos y predicando la Palabra de Dios dentro de la doctrina y enseñanzas de la Iglesia. Los presbíteros tienen en su vida tarea doble, salvar las almas sin descuidar la propia, llevar a los hombres a Dios pero sin que Dios sea un extraño en sus propias vidas. Los sacerdotes viven su existencia atados a las promesas de su ordenación, fieles al que es y ha sido fiel, y hacerlo con el corazón entregado al único y verdadero Amor: Que el Señor dirija vuestros corazones hacia el amor de Dios y hacia la perseverancia de Cristo (2 Tes 3,5).
Este corazón que siente y ama, tiene uno de sus iconos más bellos en el escenario de la Última Cena. El evangelio de San Juan nos habla de cómo Jesús vive sus horas finales en clave de amor. Siempre me emocionan esas palabras del evangelio: "Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 2-4). Ahí está el amor desbordado de nuestro Salvador por los hombres, y su mayor deseo es que nos salvemos "y lleguemos al conocimiento de la verdad". La profundidad de este evangelio no está tanto en fuentes ni teorías escrituristas; el origen lo aclara muy bien al decir que su secreto radica en haberse adentrado en el corazón de Dios, en ser el discípulo amado y habiendo recostado su cabeza sobre el pecho del Salvador escuchando sus latidos.
El Corazón de Jesús late hoy, aquí y ahora. Donde un grupo de discípulos se reúne para orar como en los monasterios de vida contemplativa, en los pobres y los que sufren y, especialisimamente, en la Eucaristía. En estos días que no podemos participar físicamente de la Santa Misa y comulgar al Señor, vienen a mi mente constantemente aquellas palabras de los mártires de Cartago "non posum"; no podemos. Vivimos el dolor de vernos alejados del único alimento que sacia nuestra alma. Experimentamos esa muerte y empobrecimiento espiritual que los creyentes de todos los tiempos supieron comprender que era peor incluso que la muerte física. Más esta pandemia, en este confinamiento en el que nos vemos, hemos de aceptar las circunstancias que nos sobrepasan teniendo nuestra mirada puesta en los hospitales, residencias y tanatorios donde Jesús vive su muerte, su pasión y su sepultura. Desde casa vaya nuestra mente al Sagrario de nuestra Parroquia donde el Señor experimenta este año mejor que nunca las horas en Soledad de Getsemani; desde la distancia física unámonos a Él y recibamoslo espiritualmente en nuestra alma y corazón. Una comunión espiritual breve y hermosa es esta de San Josemaria: "yo quisiera recibiros Señor con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió la Santísima Virgen, con el espíritu y fervor de los santos". Esta Semana santa será, sin duda, a mi modo de ver la que mejor se asemeje a aquella primera que compartió con los suyos el Señor; haciendo parroquia en casa, Iglesia doméstica de verdad, viviendo aquello que vivieron las primeras comunidades, las cuales "Día tras día continuaban unánimes en el templo y partiendo el pan en los hogares, comían juntos con alegría y sencillez de corazón" (Hch 2,46).
El Señor se queda en el Pan, se hace pan de cada día después de morir como grano fecundo y ser molido para ser harina. Alimento que no se nos da para vivir aquí, sino para vivir más allá. "No como el maná que vuestros padres tomaron en el desierto; comieron y murieron, el que coma de este pan vivirá para siempre". El corazón de Jesús está en el Sacramento de la Eucaristía al ser cuerpo entregado y sangre derramada. Amor sin límites el de Cristo ofrecido por nosotros cada día en el altar. He ahí el amor de Dios que comulgamos en forma de pan. Pero tenemos otro contratiempo en esta crisis sanitaria: la confesión; no podemos acercarnos a recibir el perdón. Este año esperemos que termine el confinamiento antes de que concluya el tiempo Pascual para así poder confesarnos y comulgar por Pascua Florida, como nos pide el mandamiento de la Madre Iglesia. Quiera el Señor que pase esto pronto para poder cumplir con la Pascua y recibirle "dignamente preparados". Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón; porque tus obras ya son agradables a Dios (Ecle 9, 7).Corazón de carne
El anhelo del Corazón de Cristo es reinar en nuestros corazones, pues Él como reconocerá ante Pilato así se define: "soy rey". Rey de Reyes y Señor de los Señores, pero en un reinado y señoría que no es de este mundo ni casa con las claves terrenales. Es un reinado sin armas, sin propiedades, sin títulos... es un reino para los que no destacan, pues moran en la humildad, para los que nada tienen, pero tienen lo más importante, para quienes han acogido la Palabra de Dios y la han llevado a sus vidas. Jesucristo es el Rey que rompe las corrientes del mundo, que trae novedad y libertad. Más para descubrir esa realeza del corazón de Jesús hemos de desprendernos de nuestros propios prejuicios, de los modelos preconcebidos y de las claves de nuestro tiempo. Nos ocurrirá lo mismo que le pasó al profeta Samuel en ese pasaje que se proclamó el pasado domingo IV de Cuaresma, cuando el Señor le mandó tomar el cuerno con el óleo para ungir al futuro rey de Israel de entre los hijos de Jesé, y Samuel se encontró con que el elegido por Dios era el último que él hubiera imaginado; y es que como le había advertido el Señor: "La gente se fija en las apariencias", pero Él se fija en el corazón.
Un rasgo de la nobleza mayor del corazón del Señor es la evidencia que le mueve siempre a lo largo de toda la historia de la salvación; esto es, que no obra para sí, sino por y para nosotros, por nuestro bien y para nuestra vida temporal y eterna: "Para que tengan vida y vida en abundancia". Aquí se manifiesta que nuestro Dios no es indiferente al sufrimiento del hombre, sino que queda a la vista su humildad al asumir venir a nuestro propio mundo a rescatarnos del pecado por el que habíamos optado. Por ello hemos de pedir al Señor la gracia de que nuestro corazón aspire a imitar los sentimientos de su Corazón, pues somos egoístas por naturaleza y miramos para nuestro ombligo. Como diría Jeremías, "nuestros ojos y nuestro corazón están puestos en la propia ganancia" (Jer 22,17). Por eso hemos de mirar alto, aspirar a seguir los pasos del Señor y a que la conversión no se limite a la Cuaresma, sino a todo el año y a toda nuestra vida.
¿Y qué es lo primero que hemos de hacer para que nuestro corazón pueda empezar el camino de imitación del Corazón de Cristo? Pues empezar por "reciclar" el corazón y ablandarlo, pues todos tenemos un órgano llamado así, pero hacerlo más humano y más espiritual. Por ello el profeta Ezequiel ya preconiza el reinado del corazón de Cristo al decir: "Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo; les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pondré un corazón de carne" (Ez 36,26). Es lo que le pedimos en la Eucaristía: ''que nos transforme''. Qué transparente se ve hoy ante nuestros ojos su corazón de carne, cuando le vemos arrodillado ante los apóstoles lavándoles los pies. Es el amor de Dios, pleno e infinito. Es la síntesis de lo que significa el Jueves Santo, día del amor fraterno, día eucarístico y sacerdotal. Y ese Amor que empezamos hoy a contemplar mañana cobrará todo su sentido en la cruz. Bendita locura de amor instituyendo el sacerdocio como ministerio del que sirve, instituyendo la Eucaristía como sacramento de caridad, y finalmente, legando a sus discípulos el mandamiento nuevo, "cumbre de la ética cristiana". Pero todo ello no será completado hasta que el Señor entregue el espíritu. Ahí el ministerio sacerdotal, el Sacramento eucarístico y las palabras dadas por el Señor, cobrarán todo su valor, sentido y profundidad de corazón. Y es que ''Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado'' (Rom 5,5). Amor de su cuerpo, de sus ministros y de todos los que formamos su Iglesia y estamos llamados a vivir el Mandamiento nuevo del Amor.
Fotografías:
1ª Sagrado Corazón del Santuario de Covadonga.
2ª Imagen de San Juan y el Señor propiedad del M.I, Sr. D. José Juan Hernández Deniz.
3ª Detalle de la última Cena de Paulino Vicente que preside la Capilla de la Cadellada (Oviedo).
Fotografías:
1ª Sagrado Corazón del Santuario de Covadonga.
2ª Imagen de San Juan y el Señor propiedad del M.I, Sr. D. José Juan Hernández Deniz.
3ª Detalle de la última Cena de Paulino Vicente que preside la Capilla de la Cadellada (Oviedo).
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