Páginas

viernes, 10 de abril de 2020

Viernes Santo, Corazón abierto. Por Rodrigo Huerta Migoya

Corazón sufriente


En nuestro lenguaje coloquial se usaba mucho la expresión "sino no hay dolor no hay amor"; esto elevado a la enésima potencia es lo que nos recuerda la liturgia del Viernes Santo, día austero y penitencial que sólo se comprende desde la perspectiva del amor. Es lo que nos dirá uno de los testigos de la crucifixión: el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados (1 Jn 4,10). El Corazón de Jesús sigue sufriendo hoy como aquel día en Jerusalén. Por ello en muchos cantos de la piedad popular aludimos a que el Corazón del Señor es un corazón entre llamas y espinas, arde de amor y sigue sufriendo con nosotros en nuestro cuerpo y en nuestra alma cuando le traicionamos y le olvidamos; es un Corazón que siempre da lo que nunca recibe, se afana en repartir misericordia para esperar tan sólo ingratitudes y desprecios. Es un amor que desborda, inabarcable y sin comparación, incondicional y sin fisura; más incluso que el de una madre por su hijo. ¿Suena fuerte verdad? Pues sí; más incluso que el de una madre a un hijo. 

La iconografía religiosa ha representado muy bien este sufriente corazón de manos y pies heridos: ''han taladrado mis manos y mis pies''. ¿Y cómo vive Jesús su sufrimiento? Sin quejas, sin resentimiento, en silencio y como cordero llevado al matadero; "como oveja ante el esquilador, enmudecía y no  habría la boca". Además de corazón sufriente, es corazón silencioso; no nos recrimina lo que ha sufrido por nosotros, no nos lo hecha en cara, sino que muere perdonando. Es sobrecogedor ver a lo largo de la historia de la Iglesia cómo los creyentes han hecho suyo el ejemplo del Señor. El testimonio de los mártires es el exponente más alto de vivir la libertad de los Hijos de Dios. Nada nos ata aquí, todo lo esperamos en la gloria, por ello hasta la propia vida mortal habremos de dejar que nos sea privada pues no perdemos nada, sino que ganaremos. ''Si con Él morimos con Él vivimos, si con Él sufrimos con Él reinamos'', como nos recuerda la segunda carta a Timoteo. He aquí la pobreza del cristiano que no es de estrechez, sino vivir en la tierra conscientes de que ''nuestro reino no es de este mundo''. Lo que nuestro corazón anhela no lo pueden satisfacer las ofertas temporales, sino que el único y verdadero tesoro es Jesucristo, al cual descubro como valor absoluto y lo dejo todo por Él, vendiendo hasta la última posesión para poder adquirir esa parcela dónde está el tesoro oculto. Él nos está esperando con los brazos abiertos desde la Cruz, altar del amor; y es que ''no hay amor más grande que dar la vida''.


De todas las formas de tortura que el ser humano ha ideado como depredador de sí mismo no hay una muerte más dolorosa, inhumana y sangrienta que la cruz. Precisamente, de las muchas formas de ajusticiar a los condenados a muerte que el Imperio Romano acostumbraba a llevar a cabo, las más temida y vergonzante era ser clavado desnudo en el madero. Los judíos solían recurrir a la lapidación, la cual era una muerte más rápida, la crucifixión de los romanos tenía precisamente por característica lo intencionadamente larga e insufrible que se hacía la agonía. Mirar la agonía de Cristo crucificado es fijarse en el amor de Dios que se hace visible ante nuestros ojos. El dolor del corazón del Señor es un sufrimiento liberador, ya que sólo ''el amor redime una multitud de pecados'' (1 Pe 4,8). El amor hace perdón, la Cruz es escuela de misericordia. Por ello llevamos con nosotros la Cruz del Señor, no cómo un amuleto, sino como la mejor referencia para mi vida. Quiero sufrir contigo, configurarme con tu cruz, perdonar como sólo Tú perdonas y amar sólo como tú amas.  Así lo cantó el anónimo poeta: Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme ver tu cuerpo tan herido, muévenme tus afrentas y tu misma muerte. Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera''.

Corazón entregado


El amor del Corazón de Jesús no es una realidad genérica, sino individual; Dios nos ama de forma concreta, personal e intransferible. Es estremecedor caer en la cuenta que el Señor me ama a mí, con mi nombre, con lo poco que tengo y con lo que soy. Y como me quiere y busca mi salvación se entrega, acepta su pasión y aguanta todo en la cruz hasta expirar. Dios me ama de una manera única, por eso se entrega por mí. Lo hemos escuchado tantas veces que ya casi no nos conmueve: sí, sí; por mí muere, por mí. Hasta desnudo y varón de dolores en agonía sigue siendo ese Buen Pastor que deja las noventa y nueve ovejas en el redil y se va en busca de la perdida para salvarnos de los lobos y del aprisco, para llevarnos a los pastos de la eternidad. Ante una sociedad hedonista la Cruz de Cristo aparece en medio de este panorama a contracorriente, mostrando que no muere por los suyos, sino por todos -buenos y malos-. Ahí está el amor de Dios, no tanto por los buenos y santos, sino que demuestra su mayor amor por los últimos y por los pecadores.

El mundo hoy más que nunca se muere; se muere por la falta de Cristo. Y es que la vida por sí misma es un fracaso si todo termina en un sepulcro tras una guerra con un inidentificado enemigo. Y no me refiero sólo a la pandemia que nos asola, sino antes de ella nuestro mundo ya estaba mal, y la dramática realidad simplemente es una consecuencia de esa "maldad". Nunca en nuestro país hubo tantos suicidios, ni se abusó tanto de los medicamentos, ni hubo tanta demanda de asistencia psiquiátrica y psicológica. ¿Qué le pasa al hombre de hoy? Pues que no está conociendo el Amor tras cerrar las puertas a la trascendencia de su misma vida.

Corazón traspasado

La definición del Corazón de Cristo  se sustenta fundamentalmente en la humildad y la mansedumbre. Jesús comparte los mismos rasgos de un cordero; esto no es casualidad ya que asume su destino de ser "cordero pascual", "cordero de Dios". Al igual que Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su amado hijo Isaac, Dios permite el sacrificio de su hijo en el altar de la Cruz. En Él se prefiguran las indicaciones de cómo habría de ser la ofrenda de la pascua -"macho sin mancha ni defecto"- lo que se cumple en Jesucristo, semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Es el chivo expiatorio de la humanidad esclava del pecado que por su sangre es salvada de la muerte, al igual que se libraron los israelitas la noche antes de salir de Egipto, por la sangre con que los elegidos rociaron las jambas de las puertas. Si la sangre del cordero de la antigua pascua salvó la vida mortal a los israelitas primogénitos del exterminio, así la sangre del Cordero de Dios ofrenda de la nueva Pascua salvará nuestras almas de la muerte eterna. Por eso es traspasado el Corazón del Señor, para con su inmolación y final concedernos un principio de salvación; ahora queda en la libertad de cada cuál aceptar o rechazar la nueva existencia que Dios nos ofrece en la entrega de su unigénito.

Era Pascua; Jerusalén estaba llena de forasteros, y aunque la costumbre romana era dejar los cadáveres mucho tiempo en las cruces solían hacer una excepción por estas fechas. Aunque Roma dominaba la región no les interesaba tensar la cuerda con el pueblo judío, por lo que se respetaban y evitaban confrontaciones directas contra sus tradiciones y costumbres. Así, el cadáver de Jesús fue bajado pronto de la Cruz al igual que los dos ladrones que sufrieron la misma tortura. Y en este relato de la muerte del Señor encontramos dos realidades hermosas dentro de su terrible martirio -el mayor martirio de la historia-: primero el respeto al cuerpo ya sin vida y, segundo, la lanzada que buscaba rematarle y que acabó por convertirse en fuente de vida.

El corazón traspasado de dolor y tristeza del Señor no nos deja indiferentes en ninguno; aún atravesado sigue actuando en otros corazones y amando cuando ya lo ha dado todo sin reservas. El primer testigo de este corazón no podía ser otro que aquel que le abrió el costado. A los ladrones que aún no habían expirado les quebraron las piernas porque tenían prisa por retirarlos antes de la Pascua judía, pero a Jesucristo, que ya había muerto, no hizo falta. Ellos no lo sabían pero se estaba cumpliendo la profecía "no le quebrarán un hueso". En su lugar un soldado, un supuesto enemigo, es el primero en comprender lo que tantas veces el Maestro había tratado de explicar a sus discípulos sin que estos comprendieran su destino. Longinos es el primer convertido y el primer llamado a la salvación tras la muerte de Jesús al exclamar: Verdaderamente este hombre era el hijo de Dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario