Cuando llegaba el mes de Diciembre al Hogar de San José en el Natahoyo de Gijón, los padres jesuitas se multiplicaban para disipar la tristeza que se palpaba en el ambiente.
De entre todos los niños allí educados, algunos afortunados podríamos ir a pasar las fiestas de navidad a lo que quedaba de nuestras familias, donde tal vez no hubiera mucho para cenar y menos para regalar, pero la dosis de amor recibida rendía a lo largo de todo un año en aquel hermoso orfanato de Gijón.
Sin embargo había entre nosotros, bastantes huérfanos de padre y madre o algunos que siendolo tan solo de padre, la madre atravesada por el dolor se veía incapaz de llevar su hijo a casa tan solo por unos días, tal vez no exista mayor dolor para una madre.
Entonces los buenos curas del Natahoyo se inventaban fiestas, actividades, juegos, todo se iba en cantar para ahuyentar el fantasma del dolor de la soledad.
De la extrema generosidad de las tiendas de Gijón afluían los juguetes para la noche mágica que del cinco de enero amanece en el día de Reyes, entonces para todos había un regalo, yo que ansiaba un balón porque quería ser como Solabarrieta, me despertaba antes del alba para ver que me habían dejado y como cada año de los vividos allí en Gijón, tan solo un estuche contenedor de una maravillosa estilográfica Parker o Inoxcrom y una nota de sus majestades con un escueto mensaje:
“escribe, hijo, escribe…”
Años antes cuando aun no habían matado a mi padre y cuando llegaba el mes de Diciembre al salir de la escuela por la tarde uno acompañaba antes de regresar a la casa en las afueras de la Pola de Siero, a otros niños más afortunados que me llevaban hasta cierta tienda llamada El Cero que tenía los escaparates repletos de juguetes.
Era aquel un sitio mágico si se quiere, no acababa de asombrarme con alguna maravillosa figura de juguete cuando ya los desorbitados ojos se fijaban en otra.
Había allí de todo lo necesario para alimentar la amplísima panoplia de la fértil imaginación infantil, desde cartucheras de pistolero del salvaje Oeste, con sus cananas con balas de plástico y pistolas de restallos, que venían en rollos de cien disparos que dejaban en el aire un excitante olor a pólvora, la súper caja de Juegos Reunidos Geyper, diversión garantizada a cubierto para nuestros abundantes días de lluvia, juegos de arquitectura, de Química, el Mecano para los que se aficionaban a las ingenierías, Muñecas de todas clases, Cocinillas, Combas, Coches, Camiones, Volquetes, el infaltable Coche policía, Pelotas y Balones de todos los colores, en definitiva todo lo que no me hacía ninguna falta para ser feliz, pero que sin embargo deseaba poseerlo con todas las fuerzas de mi alma.
Cuanto más abiertos tenía los ojos mis amigos me señalaban con sus deditos tal o cual maravilla de la industria juguetera nacional y me decían que se lo iban a pedir en sus casas para Reyes y que como se habían portado admirablemente bien, seguramente se lo traerían.
Cuando poco después de ver tales maravillas, llegaba de regreso a La Carrera a refugiarme en la seguridad de los protectores brazos de mi padre, le soltaba un discurso poco efectivo acerca de todo aquello que había visto y lo sometía a un severo interrogatorio por conocer de su boca si yo también me había portado admirablemente bien en el trascurso de aquel año que fenecía.
Porque de ser afirmativa su respuesta yo también podría escribirle a sus majestades de Oriente para que me recompensaran tanta bondad infantil.
Una espesa nube de desagrado se le colocaba a mi padre arriba de sus morenas y pobladas cejas españolas, su cara derivaba de la satisfacción por abrazarme al desagrado de tener que devolverme al suelo y a poner los pies de nuevo sobre la tierra. Entonces el pobre hombre tragaba saliva y buscaba mil y una maneras para darme a entender sin hacerme daño, que quizás ese año tampoco los Reyes Magos pasaran por La Carrera, porque nuestra casa quedaba tal vez muy fuera de mano y no podrían concedernos ese privilegio, quizás más adelante.
Con la decepción como compañera, uno entonces se iba casi llorando en busca de la merienda y ya en la cocina de nuevo intentaba con mi madre el discurso de la bondad, por ver si ella podía interceder con aquellos Reyes Magos y así uno pudiera pedir algo de todo aquello que había visualizado en los escaparates de La Pola de Siero.
Pero tampoco ella era capaz de darme una respuesta satisfactoria al parecer aquellas alegrías materiales estaban restringidas en nuestra casa y tras merendar mi panchetina con dulce de Piloña, me iba a llevarle su merienda y ayudar en lo que pudiera a mi hermano mayor que estaría yendando las vacas cerca del rio.
Al ir hacia allá no faltaba el encuentro con algún lugareño el cual entre sarcástico e hiriente y sabedor de la poca largueza de los Reyes Magos por aquellos contornos, me decía risueño:
-Hernanín ¿qué te van a traer los Reyes?... ¿Un correyverás con un cascabel atrás?
Debo reconocer que durante varios años de mi niñez, estuve intrigadísimo de cómo podría ser aquel juguete y hasta me hice ilusiones de que algún seis de enero en los pies de mi cama me hubieran dejado aquel bendito correyverás…
Cuando llegaba nochebuena, el único lujo de nuestra casa era la visita de un amigo de mi padre, un señor llamado Don José que era sordomudo y se habían conocido trabajando en las fincas del señor Riu Mora, muy cerca de Oviedo y desde la capital aquel señor silencioso nos traía cada navidad un cocodrilo de mazapán que adornaba el centro de aquella mesa de la cocina.
Antes de cenar aún por la tarde, aquel buen hombre con mucha destreza, una navajina, y unos pedazos de madera, de su habilidad nacían para nosotros los más hermosos juguetes que soñarse pudiera, un caballín tan hermoso como Pitipún, un perrucu como la Nora... y todos ellos heredaban de su autor un perpetuo silencio que sin embargo era muy fácil de entender, ya que él todo te lo decía con los ojos y con las manos.
Amorosas manos que abrazaban con ese amor sobrante de quienes la vida no les ha concedido el premio de un hijo al que abrazar o que para magnificar su dolor y su silencio, ya les ha partido prematuramente hacia el más allá.
Luego ya con la noche cerrada, los cinco reunidos cenábamos lo que hubiera en la mesa al calor del amor familiar, uno como era el pequeño y azuzado por mi hermano mayor, volvía a la carga ante la inminente llegada de la fecha de la visita de aquellos Reyes esquivos con nosotros y a la pregunta de:
-Má, entonces esti añu los reyes no nos pueden traer ná…
Ella con los ojos acristalados por sendas lágrimas respondía con dolor:
-Ná vida…