El relato de la anunciación de Lucas no se agota en una sola lectura, sino que siempre implica una novedad inagotable. Esta mujer de Nazaret será llamada por Dios, precisamente para que ese Dios sea el Enmanuel, el Dios con nosotros, el Dios humano. No obstante, Dios no ha querido avasallar desde su grandeza; y, para ser uno de nosotros, ha querido ser aceptado por esta mujer que, en nombre de toda la humanidad, expresa la necesidad de que Dios sea nuestra ayuda desde nuestra propia sensibilidad. El papel de María en esta acción salvadora de Dios no solamente es discreto, sino misterioso. Ella debe entregar todo su ser, toda su feminidad, toda su fama, toda su maternidad al Dios de los hombres. No se le pide un imposible, porque todo es posible para Dios, sino una actitud confiada para que Dios pueda actuar por nosotros, para nosotros.
No ha elegido Dios lo grande de este mundo, sino lo pequeño, para estar con nosotros. María es la que hace sensible y humano el Adviento y la Navidad. En este texto de la “anunciación” vemos que a diferencia de David, piadosillo, pero interesado, es Dios quien lleva la iniciativa de construirse una “morada”, una dinastía, en la casa de María de Nazaret, una mujer del pueblo, de los sin nombre, de los sin historia. El ángel Gabriel que antes había sido “rechazado” de alguna manera en la liturgia solemne del templo por el padre de Juan el Bautista, que era sacerdote, es ahora acogido sencilla y humildemente por una mujer sin título y sin nada.
Aquí sí hay respuesta y acogida y aquí Dios se siente como en su casa, porque esta mujer le ha entregado no solamente su fama y su honra, no solamente su seno materno, sino todo su vida y todo su futuro. Es ahora cuando se cumple la profecía de Natán (“Dios le dará el trono de David, su padre”), pero sabemos que será sin dinastía ni títulos reales.
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