Se pinta el cielo de gris en este otoño avanzado, y la vida se reviste con un humilde color malva crisantemo. Hay un ritual entrañable que nos arrebuja en torno a personas queridas que ya nos dejaron. Y así vamos al camposanto de nuestros cementerios en estos primeros días de noviembre. Gente que se cruzó en nuestras vidas por tantos motivos: familiares que nos dieron la vida y la vieron crecer en nosotros, amigos con tantos rostros llenos de momentos inolvidables, compañeros de fatigas, sudores y anhelos en nuestros trabajos. Lazos que nos unieron de modo indeleble, mientras ellos aportaron tantas cosas enriqueciendo nuestra propia vida con el afecto que nos brindaron, la sabiduría que nos enseñaron, el testimonio de sus valores morales y de su fe cristiana, y el legado de la grandeza humana que nos dejaron como herencia.
Son días especiales que vienen a ponernos delante ese ventanal de seres queridos donde como en una vidriera preciosa vuelven a iluminaros con todos sus matices cromáticos que los mantienen vivos en nuestra retina del tiempo. Por ese motivo acudimos, si podemos, junto a sus tumbas en estas fechas de cita obligadamente hermosa. Es una visita en la que llevamos el homenaje sentido de nuestra gratitud limpia y sincera que expresamos con unas flores. Ya sabemos que ese gesto luego se marchita como lo hicieron las coronas en el día del sepelio, pero no por ello deja de ser una ofrenda humilde con la que rendimos respeto amoroso a quienes mucho nos regalaron tan gratuitamente.
Pero en esa guisa oferente, también nos asaltan tantos bellos recuerdos. Se entremezclan las palabras que nos pronunciaron con toda su carga de verdad sabia como maestros que fueron en nuestra vida cotidiana allá en el hogar familiar, en el círculo de amigos, o en los ámbitos dispares en los que compartimos la andanza: así pasan por la mente sus nombres y apellidos, sus palabras certeras y sus ejemplos imborrables. Todo un carrusel de memoria para el recuerdo más agradecido.
Con unas flores en nuestras manos y con el recuerdo de ellos en el alma, no sería una visita completa si no elevásemos una plegaria. Quizás las oraciones que ellos nos enseñaron en algún momento. Pedimos por su eterno descanso, ese que nos obtuvo Jesús resucitado vencedor de su muerte y de la nuestra. Les encomendamos a la Virgen María para que los cubra con su manto materno. Y deseamos como creyentes cristianos que nos veamos en el cielo y que junto al Señor nunca nos separemos ya en toda una eternidad cuyo tiempo jamás caduca.
No obstante, como comunidad cristiana no acudimos en estos albores de noviembre únicamente al cementerio para la remembranza de nuestros seres queridos difuntos, sino que la Iglesia nos insta a asomarnos también a otro ventanal que quizás no es el que más frecuentamos en el vaivén de nuestra andadura cotidiana. Estamos tantas veces secuestrados por otros nombres y ejemplos que nos roban la atención con sus palabras vacías, sus corrupciones diversas, sus pretensiones inconfesables. Esta es la razón por la que en estos días se nos invita a mirar a todos los santos. Son de épocas distintas, con unos contextos geográficos, culturales y políticos diferentes, con una sensibilidad variopinta, pero vivieron el Evangelio dentro de los años de su edad y en el domicilio de sus circunstancias. Los hay mártires de todo tiempo, sabios doctores que iluminan nuestra ignorancia con su bondad y verdad, pastores entregados que nunca dejaron el rebaño asignado por Dios a su servicio ministerial. Y tanta gente sencilla, santos de la puerta de al lado, que pueden ser de nuestra familia. Nada que ver con el “Halloween” que se nos cuela con un folklore nada inocente pretendiendo desplazar la verdadera memoria de nuestros santos y seres queridos de los que podemos aprender y agradecer en estas benditas fechas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo



