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lunes, 3 de junio de 2024

Homilía del Sr. Arzobispo en la Solemnidad de Corpus Christi

Lo acabamos de escuchar en el Evangelio con el relato de lo que en esa noche sucedió en el Cenáculo. En aquella cena de Jesús con sus discípulos se dieron y se dijeron muchas cosas buenas y bellas. Era la última que podrían compartir juntos, y el Maestro abrió el corazón para recordar ante ellos tantos momentos preciosos de aquellos inolvidables tres años. Pero tocaba despedirse y poner broche final a una historia de abrazo por parte de Dios a sus hijos los hombres. El abrazo se estrecharía por las manos de Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios. Pero toda despedida entraña separación y el amor se aviene mal con las lejanías y las rupturas. Es entonces cuando el Señor hizo lo inesperado. Tomo un trozo de pan y lo partió y un vaso de vino y lo escanció. Ante la mirada llena de estupor de aquellos discípulos comensales, les diría: este pan es mi cuerpo, este vino es mi sangre. Milagro de Eucaristía con la que Dios mismo se reparte para decirnos que se queda con nosotros junto al brocal de nuestra sed y nuestra hambre.

Es la presencia de Jesús que se hace alimento y viático en medio de cuanto a nosotros nos hace vulnerables, dubitativos, frágiles y torpes. Milagro de Eucaristía con la que somos por Cristo acompañados, saciados y fortalecidos en la aventura de vivir haciendo de nuestra andadura una procesión cotidiana del Corpus. Pero atender a Jesús, seguirle, nutrirse en Él, no significa desatender y abandonar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos «ocupados» en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres. Por eso comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No son la misma comunión, pero no se pueden separar. Y esto lo ha entendido muy bien la Iglesia cuando al presentarnos hoy la fiesta del Corpus Christi en la cual adoramos a Jesús en el sacramento de la Eucaristía, nos presenta al mismo tiempo a los pobres de todas las pobrezas, en el día nacional de Cáritas. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin atender el hambre básica de los hermanos. Dos amores distintos pero inseparables. Esto lo vemos cuando recordamos otra ocasión en la que como en un díptico aparece Jesús repartiendo pan de un modo distinto a como lo hizo en la última cena.

Sí, recuerda la escena del Cenáculo aquella otra al comienzo del ministerio público de Jesús, cuando también con pan hubo un milagro menor. Había hablado a una inmensa muchedumbre durante un buen rato proponiéndoles las bienaventuranzas. Fue una mañana en la que muchos acudieron a escuchar a Jesús. Curiosos algunos. Otros entregados y devotos. No faltaron quienes lo hicieron por interés por si acaso daban algo. Pero llegando el momento de tener que concluir, cómo podían hacerlo cuando la hora de comer reclamaba hacer alguna cosa. Después de predicar había que pasar a dar trigo, y esto era otro cantar cuando hablamos de más de cinco mil bocas que pedían un bocado tras haber degustado la palabra del Maestro en sus oídos.

El Evangelio nos presenta esa escena tensa en la que los discípulos le instan a Jesús que abrevie, que termine y concluya, y que despida cuanto antes a los oyentes piadosos porque estaban desbordados por tanta necesidad. Así en un descampado, en la ladera de una colina bienaventurada, teniendo a sus pies el lago de Tiberíades más abajo, había que disolver aquella reunión a la mayor brevedad.

Pero vino la provocación por parte de Jesús. “Dadles vosotros de comer”, este fue su comentario y la respuesta al agobio de aquellos impávidos discípulos. Ciertamente, era un desafío que ponía a prueba la confianza de esos hombres o su inevitable frustración por el desbordamiento de aquel reto sobrevenido.

Tanto fue así, que se pusieron a cavilar, y a moverse de aquí para allá, nerviosos y cariacontecidos. Pero lo único que encontraron fueron cinco panes y dos sardinas. Se ponía grave la cosa, estaba cantado el fracaso y quizás el revuelo de los piadosos oyentes del Maestro, podría terminar en revuelta y algarada. ¿Cómo hacer para dar de comer a tante gente con tan sólo ese puñado de pocos panes y un par solitario de peces? Podemos imaginar el rictus de aquellos rostros entre el pasmo y la incertidumbre por verse superados ante tamaña prueba que Jesús mismo ponía entre sus manos.

No fue un juego de ironía, ni una broma de dudoso gusto; tampoco un examen de lealtad con el que el Maestro infligiese una humillación a unos pobres discípulos desaforados sin saber qué hacer, qué decir, cómo salir de aquel mal trago. Lo cierto es que por más que dieron vueltas y vueltas, por más que otearon la distancia hasta el poblado más cercano, o por más que hicieron cuentas para intentar aproximarse a lo que costaría dar de comer a tantos, tan sólo llegaron a su humilde conclusión: tan sólo tenemos prestados cinco pequeños panes y dos trozos de pescado.

“Dadles vosotros de comer”, es lo que resonaba como una losa en sus conciencias, intentando descifrar el enigma y solventar el sortilegio en que se vieron envueltos al final de aquella prédica tan prometedora y novedosa en torno a las bienaventuranzas. Es como una metáfora de la desproporción entre el reto que tenemos ante tantos frentes abiertos en nuestra vida cotidiana y los recursos de los que disponemos para afrontarlos y darles la solución deseada: desafíos humanos, sociales, políticos, naturales. Tantas circunstancias que nos dejan pobres y desanimados ante el reto que nos desborda.

Jesús siempre hará el milagro poniendo luz en nuestras penumbras, esperanza en nuestros desencantos, paz en nuestras batallas y amor en nuestra indiferencia. Él y sólo Él hará el milagro, pero no sin contar con nuestra humilde aportación de nuestros pocos panes y peces que tomados por el Señor podrán saciar a multitudes hambrientas de pan, de paz, de esperanza.

Adoramos a Jesús-Eucaristía y lo reconocemos también en ese sagrario de carne que son los hermanos, especialmente los más necesitados. Venid adoradores y adoremos. Hoy nos acompañan los niños y niñas de primera comunión de algunas de nuestras parroquias. Serán también ellos una custodia que lleva a Jesús Eucaristía en sus corazones, la custodia hermosa de su inocencia bendita. La procesión del Corpus no sólo debe ser en este día, y no sólo en lo extraordinario de unas calles engalanadas al efecto. También mañana, también en los días laborables, en el surco de lo cotidiano, los cristianos debemos seguir nuestra procesión de la Presencia de Jesús en nosotros y entre nosotros. Él está ahí, esperando que le llevemos y que le reconozcamos. Aquel que dijo estaría siempre con nosotros, nos dijo también que los pobres siempre los tendríamos. Es la procesión de la vida, en donde Dios y cuanto Él ama nos esperan y nos envían. Por este motivo, los dos amores que se entrecruzan y abrazan en Dios y en los hermanos, nos señalan en el día de Corpus el camino cristiano que se hace adoración y comunión, junto a la caridad más solidaria
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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