Querido Sr. Vicario General, Sr. Deán de la Catedral y demás sacerdotes concelebrantes. Excmo. Sr. Alcalde y Corporación Municipal, con afecto y gratitud les doy la bienvenida a este tipo de actos que compartimos en nuestro anual calendario. En los aquí presentes, no hay consignas censuradoras que empujan a vivir la fe cristiana o la representación ciudadana de una manera clandestina o ausente. Al Equipo de gobierno y a los demás concejales, os agradezco vuestra presencia. Igualmente digo respecto de los Hermanos Mayores de nuestras Cofradías y Hermandades. Hoy comienza la Semana Santa, semana grande que habéis preparado con empeño. Nos volveremos a ver el día de Pascua de nuevo aquí en la Catedral de Oviedo. Religiosas, seminarista, hermanos todos en el Señor: Paz y Bien.
Fue día de Ramos. Parece ser que no llovió. Desconocemos el día de la semana, pero no cayó en domingo, puesto que no existía todavía esa cita semanal tan hondamente cristiana. Llegando a Jerusalén, la Ciudad Santa, entró Jesús rodeado de sus discípulos como escoltas distraídos que se admiraban de la popularidad del Maestro. Fue reconocido en seguida por tantos. Allí estarían los hambrientos a los que les dio la hogaza de su milagro y el pan de su palabra. Allí también los cojos a los que puso a correr, a brincar y bailar, los ciegos de tantas cegueras a quienes les abrió los ojos, los sordos de tantas verdades a los que les quitó el tapón de los oídos. ¡Cuántos pequeños milagros de la vida cotidiana se iban sucediendo durante aquellos tres años entre idas y venidas!
Pero igualmente estarían los niños a los que contempló jugar e intercambiar travesuras con sus historias y sus cantos. Y los adultos con todas sus trampas e hipocresías, sus mentiras y pecados, para los que tuvo una mirada sincera de verdad, que quizás por primera vez en sus vidas se cruzó con sus rostros: publicanos corruptos como Zaqueo, fariseos cobardones como Nicodemo, prostitutas arrepentidas como Magdalena. Todos ellos de algún modo formaron parte de esa improvisada comitiva que en torno a Jesús se fue formando aquella mañana. Y no sabiendo cómo contener el gozo del reencuentro, comenzaron a entonar sus hosannas, sus vivas, y agitaban palmas de palmeras y ramos de olivos, como una foresta festiva que se abría de par en par para recibir a un amigo, a un maestro, nada menos que a un Mesías.
No entraba en un caballo corcel guerrero enarbolando el estandarte de su última victoria, ni le acompañaba una legión soldadesca como si fueran salvaguardias a sueldo y con encomiendas pendencieras. Era sólo eso: que llegaba Jesús con sus discípulos, montado sobre un simple pollino de borrica abriéndose el paso ante una muchedumbre entregada y agradecida. Los mantos por el suelo como alfombra de bienvenida. También nosotros sabemos paradójicamente que sus heridas nos han curado como nos ha recordado el profeta en la primera lectura (cf. Is 50, 4-7). Y que el que nos hizo semejantes a Él, quiso hacerse semejante a nosotros al asumir nuestra humanidad sin dejar de ser Dios, como ha dicho San Pablo (cf. Filp 2, 6-11).
Hoy comienza la Semana Santa con el recuerdo de aquella entrada triunfal sin ser triunfalista, cuando Jesús y sus amigos todos le hacían hueco en su memoria y en sus corazones con todo el agradecimiento por lo que supuso en cada uno de ellos haberse encontrado con semejante hermano que tenía Palabras de Vida, y manos tiernas que bendecían, con las que repartió en abundancia la gracia que ellos más necesitaban y querían.
Son días llenos de unción, donde podremos expresar y ahondar los cristianos el centro de nuestra fe y de dónde parte el motivo de nuestra esperanza más sentida. Días de recogimiento con un silencio respetuoso para acoger lo que el Señor nos diga. Para recordar quizás viejas palabras que de no escucharlas han terminado siendo mudas e incapaces de conmovernos como aquella vez que las escuchamos por vez primera. Porque en nuestra vida Dios nos ha dicho cosas de tantas maneras: al hilo de nuestras lágrimas haciendo suyo nuestro llanto, o al hilo de nuestras sonrisas brindando con ellas en su fiesta bendita; momentos de dudas e interrogantes, de cansancio y fatiga, de soledad abrumada; momentos también de horizontes claros, de caminos con puerta de salida, de gozos por tantos motivos que nos llenaron el corazón con las más hermosa paz y alegría.
En este recorrido por la semana más grande del calendario cristiano, tendremos ocasión para celebrar con la liturgia del jueves y viernes santos el regalo que supuso el abrazo de Jesús a cada uno de nosotros. No somos anónimos usuarios, ni beneficiarios sin rostro ni alma. Con el nombre de cada uno, con la edad de cada cual y con la trama de la circunstancia donde ahora y aquí se domicilia nuestra biografía. Así de concreto es este memorial que hacemos al acudir piadosos a los Oficios de Semana Santa a nuestras iglesias y parroquias. Todo eso que la liturgia de estos días santos recordamos, me tiene a mí como destinatario.
Y como una ayuda preciosa estará también la aportación de nuestras hermandades penitenciales y cofradías. ¡Con cuánto esmero y dedicación han preparado la escenificación de estos misterios a través de las procesiones por nuestras calles y plazas! Es la misma fe celebrada en la liturgia y sus adentros que se hace procesión en las afueras de nuestros templos recorriendo la ciudad. Hermanos mayores, capataces, costaleros, cofrades, manolas, aguadores y bandas de música que ponen ritmo con sus timbales y cornetas. Es la piedad enamorada en torno a un paso que nos representa una escena de Jesús o de María con toda su belleza artística y su dramática entrega que esas imágenes nos acercan suscitando en nosotros la gratitud convencida y asombrada ante tamaña gracia.
No son desfile castrense ni pasarela de moda, sino la procesión creyente como testimonio cristiano de nuestra fe vivida y recordada, en este gesto único que desde el lejano siglo XVI sólo se hace en España. Procesiones por fuera y procesiones por dentro, para vivir con hondura el sentido de estos días donde se iluminarán nuestras penumbras, donde se espera nuestro regreso desde la tibieza o dejadez en nuestra vida cristiana, donde se pondrá alegría que no caduca en nuestros pesares cotidianos.
Os deseo así una Semana Santa verdaderamente cristiana que pueda concluir con el canto más gozoso en el aleluya del domingo de Pascua. Con María hagamos este camino y que el Señor nos bendiga a nosotros y a nuestras familias.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador (Oviedo)
24 marzo de 2024
Aquel día buscaron un local discreto, prestado por alguien conocido de Jesús. Debían preparar la fiesta para la pascua judía de los Ácimos. Solo el Maestro sabía que se trataba de otra pascua y que en aquella cena serían comensales de excepción donde el menú era secreto y resultó ser una auténtica sorpresa. El relato de San Juan que hemos escuchado comienza con una afirmación que indicaba la intensidad del momento. Todo cuando Jesús hizo por aquel grupo de discípulos estuvo marcado por una calidad de trato, una paciencia llena de tacto, un amor inmenso en cada gesto y cada palabra que les iba regalando. Pero aquella cena postrera era otra cosa, significaba una especie de entrega sin medida como quien desea decirles tantas cosas, tan importantes, recordatorias y reasuntivas de aquellos inolvidables tres años de andanzas apostólicas.
Así comienza esa apretada narración que sólo el cuarto evangelio nos relata. Y como quien toma respiro, o carrerilla, como quien se prepara para un “do de pecho” al final de la cantata, así San Juan nos da esa preciosa entradilla: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Esta fue la tesitura, esta fue también la tensión del arco: que amó a los suyos, pero llegaba el momento de decirles que los amaba como nunca, hasta el extremo de su humanidad que vino a abrazarlos.
Es fácil pensar cuántas escenas se le pasarían al Señor en su cabeza cuando a toda velocidad recordase tantos momentos: cómo fueron los comienzos, las reacciones de los discípulos ante la llamada directa del Maestro, los instantes de aquellas primeras comidas y los tímidos viajes al hilo de enseñanzas sabias y de milagrosos gestos. Cómo irían asumiendo ellos que eran la comunidad íntima de Jesús, los que siempre estaban con Él, los que recibían clases particulares en casa cuando no habían entendido nada o casi nada de las lecciones de ese día. O los desencuentros con aquellos que empezaron a sospechar del nuevo Maestro y fueron tendiéndole trampas, y organizando su captura y condena sumaria empujando a la muerte en el Gólgota quienes no pudieron despeñarle en la montaña o en los aledaños del Templo.
Él sí que sabría cuál sería la madurez personal de aquellos discípulos, y cómo unos y otros iban asimilando con desigual provecho el mensaje redentor que les vino a traer. Estaban aquella noche todos delante. No hacía falta examinarlos, pues los conocía demasiado bien. Los vio afectos, entregados, dóciles a cuanto habían entendido en lo que les enseñó aquel especial Maestro que los llamó por su nombre sorprendiéndoles en su oficio cotidiano. Pero también vio la decepción de alguno de ellos que poco a poco se iba sumiendo en el desencanto más triste y frustrado viendo que Jesús no respondía con su vida y su enseñanza a lo que ese discípulo esperaba organizando la guerrilla revolucionaria antirromana. “No todos estáis limpios”, les dijo, en alusión directa a Judas, sabiendo que luego le entregaría cobrando la recompensa de 30 monedas por su traición amañada.
Este es el contexto de aquella cena en la pascua de los Ácimos. Y con todo este horizonte delante, dice el Evangelio que, habiéndolos amado, los amó hasta el extremo.
Y como gesto de este amor extremoso, hará una parábola viviente: se ceñirá con una toalla y se pondrá a lavar los pies a sus discípulos. Es importante ese momento en el que interrumpe la cena para realizar el lavatorio ante el pasmo de todos.
Ponerse a lavar los pies era labor de la servidumbre, más aún, de los esclavos. Jesús se pone de rodillas delante de cada discípulo y se comporta como un servidor, como un esclavo. Era el colofón de lo que supuso su Encarnación al hacerse hombre sin dejar de ser Dios. Porque la Encarnación representaba el arrodillamiento de Dios ante una humanidad torpe, lenta y pecadora. Toda la vida de Jesús fue un arrodillarse ante cualquier hombre o mujer que necesitase de su lavatorio de los pies cansados, heridos, polvorientos y agrietados quizás por haber deambulado por los caminos que Dios no frecuenta.
Vendrá Pedro y tratará de enmendarle una vez más la plana, pero en esta ocasión será fácil convencerle de que, si no hay lavatorio de los pies, no habrá participación con Él. Y Pedro responderá con increíble sinceridad: no sólo los pies, sino las manos y la cabeza, y así podría haber ido ofreciendo cada parte de su cuerpo, de su corazón y su conciencia. Pero lo que Jesús quería indicarles era que no estaban ante una provocación insólita, sino ante un ejemplo de lo que significa el servicio a los demás, el ministerio pastoral, la caridad cristiana. El lavatorio de los pies es un modo genuino de nuestro ser de cristianos. Y, este gesto de caridad, señala el estilo propio del ministerio de Jesús como Buen Pastor en el que los sacerdotes debemos mirarnos en una tarde como esta, cuando recordamos el encargo que hizo el Señor a aquellos sus discípulos: os he llamado amigos, no siervos. Haced vosotros lo mismo.
En la cena del Jueves Santo se recuerda precisamente todo esto que en aquella noche se transmitió: el amor fraterno hecho gesto concreto hacia los más necesitados, sea cual sea su penuria o su pobreza. Hacernos limosna para todos ellos sabiendo que los pobres quizás los tenemos más cerca de lo que pensamos, en la misma casa, en nuestro círculo de amigos, en nuestra sociedad y hasta en la comunidad cristiana. Ellos nos esperan con sus pies cansados y manchados por la dureza de tantos caminos, para que les entreguemos nuestro tiempo, les compartamos nuestros talentos, viniendo al encuentro de su necesidad real.
Pero quedará una entrega más en el marco de aquella postrera cena. Quedaba la presencia jamás fugitiva, la más discreta, la más fiel, sencilla como un pan tierno y acogedora como un sagrario. Era la presencia de la santa Eucaristía. Tomó el trozo de pan en sus manos y lo bendijo para luego repartirlo a cada uno de aquellos hambrientos discípulos de lo único que alimenta el alma. E hizo lo mismo con el cáliz en el que escanció el vino generoso quien en las bodas de Caná lo convirtió del agua. Un menú distinto con carta de lujo asequible a todos los bolsillos, a todos los paladares, apto para degustarlo en todo momento si estamos debidamente preparados con el traje interior revestido de la gracia para semejante banquete de tan inmerecida fiesta.
Es Jueves Santo, por aquí transitan los misterios que hoy celebra la Iglesia: el amor extremo de quien mirando nuestra vida toda no se cansa de abrirnos su puerta en el hogar entrañable donde se nos invita eucarísticamente al pan del cielo y al vino brindado que son el santo Cuerpo del mismo Cristo resucitado. En ese hogar se nos lava los pies viendo al Señor ante nosotros arrodillado. Y con amor de hermano nos llamó a algunos para que hiciésemos nuestro su mismo ministerio hecho de entrega y sacramentos, de palabra y enseñanza, de sacerdocio bendito como vimos reflejado en el Buen Pastor que nos llama ungiendo nuestras manos, nuestros labios y nuestras almas.
Vivamos estos misterios con inmensa gratitud, y adentrémonos en el mensaje que de nuevo hoy se nos proclama para volverlo a escuchar ajustando nuestra vida a su incesante llamada. Pido a María, no presente en aquella noche, que no deje de acompañarnos como Madre para que podamos parecernos al Hijo de sus entrañas. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador
Oviedo, 28 marzo de 2024
Homilía en el Oficio de la Pasión y Muerte del Señor (Viernes Santo)
Muy sobria resulta la liturgia del Viernes Santo. No hay canto de entrada. El obispo llega sin báculo y sin anillo, como quien entra a las exequias de un Dios mal juzgado, maltratado y malherido, que acabará agonizando en un patíbulo de bandidos. Así hemos iniciado esta celebración que no es una misa, el único día del año en el que no celebramos la santa Eucaristía. Viernes Santo donde los cristianos celebramos la Pasión del Señor.
Tuvo que ser muy larga aquella noche. No sólo Jesús se la pasó en vela, sino todos ellos, los discípulos, en un duermevela a los que también se les atragantaría la cena. Una oración en el Huerto que marcará casi una cita postrera. Era frecuente ver al Maestro madrugando los días o trasnochando las noches en un aparte recóndito para no ser molestado. Más de una vez fue espiado por ellos, y lo llegaban a encontrar a la aurora rezando o rezando bajo el manto de las estrellas. Eran los momentos quizás más íntimos y sabrosos del Hijo de Dios cuando podía hablar tantas cosas con su divino Padre. Le contaría sus proyectos, le preguntaría sus voluntades, pondría en sus manos paternas sus sonrojos, sus gozos y sus pesares ante la misión que el Padre Dios le quiso confiar como Hijo bienamado.
Pero aquella noche en el Huerto de Getsemaní, la oración se hizo bronca por lo difícil. No podría ir hacia atrás tras haber llegado hasta allí. Temblaba al ir adelante sabiendo lo que le esperaba. Un humano fracaso ante la incomprensión más violenta e injusta con el rechazo infinito de un amor hasta el extremo, como de tantos modos y maneras Jesús les fue entregando a lo largo de toda su vida. Noche de plegaria, noche de llanto, noche de tiritar por el pavor de cuanto se avecina. Quizás no por un miedo a la paliza inmisericorde, ni a los escarnios de ultrajes, ni a las burlas de desprecio, o por temor ante la muerte. Tal vez el dolor que Jesús rezaba entre los olivos de aquel Huerto, era por ver cómo quedaba el plan que el Padre puso en sus manos y en sus labios, y cómo amenazaba la ruina más cruel por el aparente fracaso de un Dios vencido por el diablo y sus aliados humanos que le daban jaque mate. Ese cáliz era difícil de beber, y sintió la angustia en todos los poros de su humanidad hasta ver brotar sudorosa por todos ellos su bendita sangre.
¡Qué profundo misterio esa primera Hora Santa de la historia! Allí vemos a Jesús abandonado, en una suerte malhadada que le abría las carnes, con una muda plegaria que musita entre sollozos palabras inconexas, pidiendo imposibles al cielo, rindiendo sumiso su voluntad al destino señalado por el Padre, como un incomprensible broche violento de la entrega derramada entre palabras y gestos con tantas gentes y en tantos lugares.
Los tres discípulos amigos de confidencias, dormían muertos de cansancio y de temor, poniendo de manifiesto que no siguieron al Maestro siempre, ni en cada instante, dejándole que viviera Él algunos lances solitariamente, como si no hubiesen compartido apenas nada con Él, al llegar la hora suprema del amor extremo, cuando el fracaso aparente tomaba forma de pasión y de muerte, para firmar así el penúltimo capítulo de aquel divino trance.
Aquellos tres dormidos, y no estarían más despiertos el resto que quedó a tiro de piedra en aquel olivar de Getsemaní, verdadera almazara donde las horas oscuras pesaban en aquel trujal donde se prensaba la vida entera de aquel Pastor bueno que pasó haciendo el bien. Sólo nos consta que estuviera en vela el único discípulo ausente, al que no le lavaron los pies un rato antes por marchar nervioso y con prisa de aquella última cena. Pero el discípulo despierto se hizo notar en su llegada, que vino con la soldadesca prestada de los sumos sacerdotes y de los fariseos. Y con un beso señaló en aquella oscuridad a quien era la Luz del mundo que ellos no conocían en su ceguera. Nunca un beso ha significado menos el amor en la más alta traición al amigo que no quiso de veras. Allí comenzó el relato que hemos escuchado conmovidos de la Pasión según San Juan.
Es una historia de idas y venidas, de forzaduras y empujones, de conspiraciones amañadas, de tramas inventadas para construir una impunidad legal con la que poder matarle. La verdad burlada, trucada o reescrita, para que las cuentas cuadren en la factura maldita del martirio del Hijo de Dios. Una especie de baile pelele sin saber qué hacer con Él, de Anás a Caifás, de Caifás a Pilato. Contrasta las serenas respuestas de Jesús tan llenas de dignidad y verdad, con las mojigatas preguntas capciosas de sus interrogadores, con los falsos testigos corrompidos por unos cuartos, con la cobardía timorata de Pilato que tendrá que lavar las manos de su cómplice y cobarde neutralidad.
Sobresale la actitud de Pedro que en una especie de ultimátum quiso acercarse cuanto más podía para ver en quedaba todo aquello, para ver qué podría hacer aún. Ese arrojo de Simón se acompasaba con su miedo visceral que le hizo deslizarse como polizón en el quiero y no puedo de su camuflada osadía. Pero bastó ser reconocido cada vez más por unos y por otros, para que se pusiera nervioso y negó con su miedo lo que en su corazón ardiente afirmaba. Tres negaciones que quedarían pendientes de una absolución venidera tras haber masticado su pequeñez y pobreza entre el más desconsolado e inimaginable de los llantos con el canto del gallo como fondo. Las lágrimas de Pedro serían el gran examen de conciencia de su vida toda, su siempre inacabado acto penitencial por antonomasia. En la iglesia oriental el sacramento de la confesión se le llama precisamente: el canto de las lágrimas.
Un largo viacrucis que terminará en el Calvario, por la vía Dolorosa de un zoco cualquiera ajeno completamente al drama de Jesús. En la colina extramuros de la ciudad el Señor fue crucificado, mientras pronunció sus siete últimas palabras, que vienen a ser los siete sacramentos de su voz bendita y su enseñanza. Y todo terminará a la hora de nona, tres de la tarde con el velo del Templo rasgado, el cielo ennegrecido de tiniebla y todos dispersados menos su madre María, el discípulo amado Juan, María Magdalena y María de Cleofás, su tía. Todo se había cumplido. Él inclinando la cabeza, expiró.
Es tal vez demasiado conocido un relato lejano y manido que acaso no nos conmueve ya. El viernes santo nos hace siempre esta pregunta: ¿dónde estás tú en esa trama? ¿cuál es tu papel en la función? ¿Es un relato ajeno por distante, indiferente dentro de su tragedia? Quienes en la historia cristiana se han atrevido a leer la pasión de Jesús con unos ojos biográficos, han descubierto que todo aquel desenlace, como toda la vida del Señor, tenía que ver con cada uno de ellos. Santa Clara dirá: todo eso es por mí. Y la mística franciscana Santa Angela di Foligno comentará: Dios no me amó de broma. Como nuestra Santa Teresa de Jesús completará: el Señor nos conceda saber cuánto le hemos costado.
Podemos ver una serie cinematográfica conmovedora en su mensaje, con altibajos de tensión, con el mejor protagonista y un excelente reparto. Pero no dejará de ser algo foráneo a cuanto a diario nos sucede en el corazón y sus preguntas, en las relaciones y sus retos, nuestras alegrías o en nuestros llantos, en los ensueños o en las pesadillas. Sería una serie que entretiene, que distrae, pero no abraza mi vida, ni levanta mis caídas, ni me asoma a horizontes de gracia y de luz, ni enciende la esperanza. Pero esto es justamente lo que la pasión y la vida entera de Jesús nos ha traído. Con mi nombre, con mi edad, con mi circunstancia. Hay un por mí, hay un precio que Dios ha pagado para no amarme de broma. Y esta es la hondura de la liturgia de este día: saber reconocer que allí estaba yo, y que mis actitudes varias ante Dios y ante la historia, toman en préstamo los papeles que en ese relato se suceden: cuando miento, cuando conspiro, cuando traiciono, cuando niego, cuando me duermo, así como cuando sigo a Jesús y renazco en la comprensión del Evangelio para hacerlo vida. Yo aparezco en el libreto escrito con la Sangre de Cristo, sin pentagrama adornado de un motete piadoso o de un oratorio musical de Semana Santa. Quiera el Señor que, tras mis besos y mis llantos, mis inhibiciones y dormideras, logre llorar con las mujeres piadosas, cargar parte de su cruz como el cirineo y como María y Juan, estar al pie de la cruz del Nazareno, esperando como ellos la aurora del alba resucitada que abrirá para siempre las puertas de mi cielo.
Hoy la pasión del Señor tiene también otros viacrucis, como los que reconocemos en el dolor de tantos inocentes que sufren las guerras, la violencia, la soledad, el miedo, las malas gobernanzas, la enfermedad. También hoy tenemos presentes a tantos crucificados. Y una mirada fraterna por la tierra de Jesús y la preciosa labor que allí hace la Custodia franciscana de Tierra Santa en unos momentos de tanta dificultad para cuidar los lugares de la memoria de Jesús, así como acompañar en el compromiso social y humanitario, en la educación de los niños. Seamos generosos en nuestra colecta que para ellos irá enviada.
Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid, a adorarle. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador
Oviedo, 29 marzo de 2024
Homilía en el Oficio de la Vigilia Pascual (Sábado de Gloria)
Es densa todavía la noche. El cielo plomizo de la hora de nona en el viernes santo, cubrió con demasiada negrura la tierra y la historia. Los ojos cerrados de Dios nos dejaron ciegos. No sabíamos qué hacer, ni a dónde ir, ni cómo explicar tantas cosas. Pasan las horas y todo queda en la más tensa calma de un vacío que no tiene medida por ser tan infinito como la expiración de Jesús en aquel Gólgota.
Tuvo que ser penoso el cortejo hasta el sepulcro, distante del Calvario tan sólo a unos pocos metros. Los llantos sin consuelo, el silencio que gritaba, las preguntas como garras, y Jesús dispuesto a entrar en la oscuridad de esa estancia, verdadera antesala de la alborada que en medio de tanto dolor inmenso, casi nadie tenía anotada en aquel momento en sus agendas.
Pero, tal y como había dicho, la verdadera Pascua llegó. Sin alharaca ni tronío, sin aspavientos ni ajuste de cuentas. Dice el escritor Charles Péguy que Cristo no vino a pelearse con la oscuridad, sino a ser luz en medio de ella. Así fue hace dos mil años, y así sucede cada día: en cuanto Él se enciende en nosotros y entre nosotros, la oscuridad no tiene nada que decir ya, ni nada que esconder en sus penumbras. Los colores se restituyen y retoman sus perfiles las formas. La luz expulsa con decisión la tiniebla que nos chantajeaba diciéndonos que no hay nada cuando nos ha apagado la mirada. Pero todo estaba ahí, todo estaba allí, con una belleza ni siquiera imaginada, con una bondad que vuelve a estrenarse, con una paz que reconcilia mis trampas.
Sucedió al tercer día, en la alborada. Nosotros hemos hecho simbólicamente ese recorrido invocando la luz de Cristo. Las naves de nuestra Catedral, se hicieron cómplices también de la penumbra que nos embargaba, pero esa oscuridad no pudo detener el paso decidido de la luz de Cristo que poco a poco iba tomando sitio entre nosotros hallando en nuestros labios un asombrado canto de gracias. Luz de Cristo, demos gracias a Dios. Y esa tímida invocación se ha hecho canto solemne, el más sublime de cuantos canta la Iglesia al entonar el pregón pascual. Y “los que confiesan su fe en Cristo, son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado son restituidos a la gracias y son agregados a los santos”. Es el increíble intercambio que el Padre Dios ha querido brindarnos: para rescatar al esclavo, entregó a su Hijo. Por eso, confundidos por tamaña gracia podemos decir como hicieron los santos: “¡Feliz culpa que nos mereció tal Redentor!”.
La larga historia de la salvación que hemos podido recorrer a través de la Palabra de Dios que ha sido proclamada esta noche, desemboca en una escena entrañable que tiene como protagonistas a tres mujeres piadosas, discípulas de Jesús. Anduvieron comprando aromas para embalsamar el cuerpo muerto del Maestro. Comprarían las mejores como era el amor y el agradecimiento que por Él profesaban. Pero andaban ellas con las cábalas razonables: cómo entrar en un sepulcro sellado a cal y canto.
La sorpresa fue al llegar y ver la piedra movida. Y entrando en el recinto mortuorio, ver a un joven sentado con vestiduras blancas. Podemos imaginar el susto y los nervios ante la escena aquella. Un sucinto mensaje no las sacó de su pasmo: Jesús el Nazareno, el crucificado, no está ya allí, ha resucitado. El sitio de la muerte está vacío para siempre. Comunicadlo, decidlo a Pedro y a los demás discípulos.
Dice el evangelista Marcos que ellas salieron corriendo y temblando, y no lograron decir nada a nadie por el miedo que tenían. ¡Qué apunte tan humano, y psicológicamente tan fino! No pudieron abrir la boca por el pasmo. ¿Por dónde empezar? ¿Quién las creería? O, acaso, su imposibilidad de decir nada se debía a la infinita alegría de lo que habían visto, y no acertaban a contarlo.
Son varios los relatos de este primer momento, y habrá que cotejarlos para hacernos una idea aproximada. Pero ese gozo pascual también viene a nuestro encuentro, y no por sabido y leído tantas veces, no por haberlo escuchado con toda su música y su letra a través de nuestra vida, no por eso la luz que entonces se encendió resucitada deja de abrazar mi oscuridad concreta. Es aquí donde comienza el relato más personal, cuando pongo domicilio a mis sepulcros, nombre a mis penumbras, cuando señalo con audacia mis conflictos y cuitas, mis incoherencias y pecados. Porque sólo será algo que tiene que ver conmigo si levanto acta de cómo en mi camino en el que hoy vivo, sufro y sueño, soy encontrado por Cristo resucitado.
Dentro de unos momentos renovaremos nuestras promesas bautismales, donde empezó nuestra historia cristiana, no siempre a la altura de la llamada recibida y de las gracias que nos fueron dadas. Pero también para nosotros hay una victoria inconclusa tras todas nuestras batallas perdidas, si dejamos que Cristo encienda su pascua bendita para abrazar mi humanidad herida y menesterosa.
Un grupo de hermanos y hermanas van a recibir esta noche el sacramento de la confirmación. Nos alegramos de ese paso importante que dan en su itinerario creyente, y pedimos que el Espíritu que resucitó a Jesús sea también para todos ellos como catecúmenos, el soplo del viento bondadoso que hace nuevas todas las cosas para vivirlas como cristianos convencidos y adultos en medio de un mundo violento y confuso que conculca la verdad, confunde el amor y traiciona la fidelidad. Enhorabuena.
Hermanos, con María entonamos nuestro más sentido aleluya, que es la alegría de toda la Iglesia. Tenemos cincuenta días, que es lo que dura este tiempo de la pascua, para dar sentidamente las gracias por la inmensa gracia recibida de Cristo Resucitado.
Felices pascuas. Dios os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador
Oviedo, 30 marzo de 2024
Las calendas caen sin que podamos retener lo que nos gustaría completar de cuanto nos queda siempre pendiente. Han pasado ya los días del temporal sobrevenido, que nos tuvo en vilo mirando desaforados el cielo a cada hora para ver si salía o no la procesión programada de nuestra cofradía. Así hemos estado toda la semana con este invierno tardío y remolón que tantas sorpresas pasadas por agua y frío nos ha traído. Pero poco a poco, la primavera real hace su camino y devuelve los cielos a su natural escenario, y las temperaturas se ajustarán sin premura a las propias de esta época del año.
Los cristianos quisimos meternos con hondura en lo que en estas fechas hemos celebrado. Surcar los estertores del camino de Jesús, vivir con Él su desenlace, y volver a reconocer que ahí había un precio de una impropia compraventa: la que se sustancia entre lo que yo valgo y lo que por mí pagó Él. Desproporcionado finiquito que deja al pairo las mejores rebajas de enero, en un auténtico regalo por el que en el fondo yo no he debido pagar nada y Jesús asumió la factura infinita del coste de mi rescate.
Podrán seguir cayendo lluvias y nieves, podrán aparecer nubes grises y cerradas en el horizonte cotidiano, pero la noche ya no puede secuestrarnos los colores y las formas, ni puede censurar la belleza humilde de las cosas, ni imponernos con su penumbra la oscuridad asustadiza y delirante. El alba ha despuntado para no declinar jamás su sol mañanero, que lucirá incluso detrás de los nubarrones pasajeros que nunca se domiciliarán en nuestro terruño vital, cual okupas extranjeros que impíamente nos desplazan y arrinconan al amparo de cualquier impunidad.
Es el mensaje de la pascua cristiana: el mutismo sórdido ha dejado la vez a la palabra embellecedora y bondadosa, las negras sombras se han disuelto para siempre con las primeras luces del amanecer que no tramontará, y todo cuanto nos acorrala en su impostura cuando por algún motivo la vida nos aplasta, aunque nos duela en el alma no podrá ya destruirla ya. Cristo ha vencido toda muerte, ha disuelto todo encono, ha reconciliado todo conflicto, ha pacificado en la verdad cualquier contradicción. Este fue el anuncio gozoso y sorprendente, que llenó el corazón de los primeros discípulos testigos del desastre humanamente fracasado del Maestro. De pronto saltaron las piedras que aprisionaban la muerte y salió victoriosa la vida resucitada dejando para siempre el sepulcro vacío y sin el huésped que la habitaba. Que Jesús ha resucitado, como había dicho Él.
Es lo que el Evangelio de este día nos narra siguiendo el relato de San Juan. Una mujer en solitario acude al sepulcro como quien quiere al menos estar cerca de los despojos de aquel Maestro que transformó por entero su vida pecadora. Noble y triste a la vez su melancolía insufrible e insuperable. Pero hete aquí que al llegar descubre algo con lo que no contaba: la piedra quitada y el sepulcro vacío. No pudo sino salir corriendo para contar desaforada a Juan y Pedro que habían robado al Señor y no sabían dónde lo han puesto. Entonces comenzó la carrera de los dos discípulos. Fue una porfía en su prisa sin haber hecho una mínima apuesta. Llegó antes el más joven, pero cedió la vez al más maduro que llegó jadeando por la emoción y con sus preguntas todas. La descripción sencilla y lacónica fue el testimonio de cuanto sucedió: las vendas por el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, y que como sagrada reliquia veneramos en nuestra Catedral como enorme privilegio, era la prueba fehaciente de que aquellas ataduras, como aquella oquedad no podían seguir secuestrando la vida imparable en un rincón para la muerte vencida para siempre. Vieron y creyeron, los ojos de la fe se hicieron certeza en sus corazones y comprendieron que todo había sido anunciado como anticipo durante aquellos tres años inolvidables.
No hay mejor Buena Noticia que se pueda pensar, se pueda desear, se pueda merecer, más que esta que representa el regalo mayor que Dios concedió a nuestra atribulada humanidad. Por eso el anuncio del hecho, la proclamación de tan Buena Noticia, con mayúsculas, será siempre una saludable provocación. Son provocados nuestros desánimos y tristezas, nuestra mirada alicorta y asustadiza, nuestro escepticismo que nos hace rehenes del pasado o del presente invitándonos con trampa a ser soñadores de quimeras futuras. Todo eso salta por los aires con la Pascua cristiana al devolvernos la luz, la paz, la gracia, la bondad, llenando de verdad y de belleza cada momento y cada cosa.
Esto no quiere decir que todo el mundo esté en esta órbita, que los destinos de los pueblos se abran a tamaño regalo y ajusten así sus políticas injustas y erráticas, se arrepientan de sus mentiras como manera de gobernanza, de sus corrupciones tan despóticamente maquilladas, de sus manejos torticeros con impunidades legales con las que galvanizan sus vergüenzas, ni que acallen los tambores de guerras y violencias. Lamentablemente esto se sigue dando como torpe estribillo de una resulta: que hacer un mundo sin Dios es hacerlo contra el hombre (H. de Lubac). Pero la palabra última se la ha reservado el Señor resucitado, que nos susurra con música y letra lo que nos sugería el profeta (Is 62, 8-9). Y, Jesús Rescucitado nos dice: he cambiado tu luto en fiesta, tu sayal en traje de domingo, en tu cojera te sacaré a bailar y saltarás conmigo, tus abatimientos se convertirán en cánticos con estrofas gozosas que no terminan jamás en la fiesta de la verdadera pascua.
La vida sigue con su procesión cotidiana. Y es lo que en esta mañana expresan nuestras hermandades y cofradías concelebrando con nosotros sus andanzas semanasanteras de estos días, con sus atuendos cofrades, pero a rostro descubierto, compartiendo la única procesión en la que todos somos una sola cosa como pueblo de Dios: seguir a Cristo Resucitado por las calles en las que le hemos seguido en su dolor y en su llanto. Ahora toca hacerlo con el gozo fraternizado de sabernos cada uno con su guisa y su encanto, miembros de la cofradía más bella que a todos nos aguarda: la de la pascua. Es lo que de corazón os deseo a todos vosotros amigos y hermanos: que tengáis una feliz pascua. Y que en estos cincuenta días que se inauguran podamos cantar el Aleluya que no cabe en una sola jornada.
Con María, Reina de los Cielos, nos alegramos en esta bendita alborada en la que Jesús Resucitado ha encendido para siempre la luz que no se apaga. Felices pascuas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador
Oviedo, 31 marzo de 2024
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