Páginas

viernes, 29 de marzo de 2024

Viernes Santo con Cristo Sacerdote, inocente y obediente. Por Rodrigo Huerta Migoya

El sacerdocio existencial de Jesucristo 

La liturgia de la Palabra del Oficio de la Pasión y Muerte del Señor, nos presenta en la segunda lectura la realidad del sacerdocio existencial de Cristo en esos breves versículos tomados del capítulo 4 de la carta de San Pablo a los Hebreos. Así nos dice: ''No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado''. Efectivamente, el Señor quiso pasar por el dolor, la humillación y la misma muerte; pasar por los mismo trances de sufrimiento que nosotros, e incluso superándolos todos con creces. A veces el carácter sacerdotal queda relegado únicamente al Jueves Santo, cuando es en el Gólgota donde vemos a Jesús extender los brazos como hacen hoy los ministros ordenados durante los Oficios, pues en el leño bendito Él fue a la vez el sacerdote, la víctima y el altar; no buscó una ofrenda alternativa como en el hecho del pretendido sacrificio de Isaac el hijo de Abrahán; esta vez fue Dios mismo el que en lo alto de un monte permitió que su Hijo fuera ofrecido en sacrificio por la redención de la humanidad. El sentido de las renuncias de los sacerdotes a tener su vida propia, a elegir dónde estar o qué misión realizar es la búsqueda del seguimiento radical por asemejarse cada día más a Jesucristo sumo y eterno sacerdote, el cual no buscó un holocausto cualquiera, sino que "él mismo hizo oblación de sí en el Espíritu eterno." (Hb 9, 14). Y este ministerio auténtico no lo vive el Señor como una fiesta, sino ''a gritos y con lágrimas''. Es verdad que el Calvario es el culmen de este sacerdocio eterno, pero sería un error no tener presente que desde el momento de su nacimiento, e incluso algunos se adelantan a indicar que desde el mismo instante de su concepción, está toda su vida pública impregnada por esta perspectiva de sacrificio existencial y que no es una dinámica al uso ni una visión meramente mística o superficial, sino que es un hecho evidentísimo que parte de su obediencia al Padre en esa comunión de amor de la que brota el designio salvador. Jesucristo no piensa sólo en sí, piensa en nuestra humanidad alejada de Dios, necesitada de ser rescatada por el designio de salvación querido por su Padre: ''y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna''. Jesús no se deshace de algo querido o valioso sin más, sino que renuncia a lo más querido y valioso como es renunciar a sí mismo y su propia vida por nuestra salud. 

Liberamos al culpable, y condenamos al inocente

En la lectura de la Pasión según San Juan que hacemos este día, siempre me da que pensar la actitud escandalosa del pueblo que vociferaba y que prefirió liberar al culpable y condenar al inocente. Es curioso que ni siquiera Herodes ni Pilatos encontraran culpabilidad en Él; no lo encontraron culpable ni lo consideraron una amenaza ni para el pueblo judío ni para la autoridad romana. El pueblo andaluz fue pionero en incorporar a la imagenería de sus procesiones la efigie de Claudia Prócula, la esposa de Poncio Pilato que advierte a su marido: “No tengas nada que ver con ese hombre justo. Hoy sufrí mucho en un sueño  a causa de él” (Mt 27,19). Incluso el evangelio nos cuenta que bien sabía Poncio Pilato que el motivo por el que los sumos sacerdotes le había llevado a Jesús era únicamente "por envidia". El demonio se hizo presente nuevamente en aquella explanada junto al Pretorio, donde afirmó Pilatos: ''yo no encuentro culpa en este hombre''. El odio se revolvía en el interior de aquellos hombres injustos que gritaban con más fuerza reclamando su muerte. Era necesario que esto tuviera lugar, que el Cordero puro, inmaculado y santo ''fuera contado entre los pecadores", entre los culpables; humillado, traicionado y condenado a muerte en un juicio injusto tras ser apresado por los malvados que habían comprado su libertad al discípulo que lo entregaba por un puñado de monedas manchadas en sangre: "más le valdría no haber nacido"... Era la noche de la Pascua, en la que se leía el pasaje de la última noche en la esclavitud, cuando el Señor mandó a los israelitas sacrificar el cordero perfecto, sin mancha ni defecto, para con su sangre pintar las jambas de las puertas para que la muerte exterminadora pasara de largo. Esta es la nueva Pascua; Jesús es el Cordero inocente cuya sangre derramada por amor nos libra de la esclavitud del pecado y de la noche eterna de la muerte. San Pedro resumió esta realidad en muy pocas palabras:  ''Porque también Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conduciros a Dios'' (1 Pe 3, 18). 

El obediente que restauró nuestra desobediencia 

En esta ofrenda de sí mismo, en este sacrificio único y perfecto, radica la obediencia. Obediente hasta encaminarse a su final, de aceptarlo en silencio sumiso durante toda su pasión, con el culmen de expirar tras haber perdonado a su verdugos, entregando al Padre su espíritu. Jesús permanece obediente y experimenta la obediencia al Padre sufriendo ''hasta la muerte en Cruz''. El hombre perdió el paraíso por haber desobedecido a Dios, por haberle dado la espalda y haber tomado libremente su camino. En el Viernes Santo es Jesucristo quién ante nuestra desobediencia que nos llevó a la perdición viene a nuestro rescate por medio de la Cruz, vía de salvación. Siempre me ha dado que pensar estos dos hechos contrapuestos con tantas similitudes entre sí; dos escenarios donde Dios interactúa: el jardín del Edén y el monte Calvario, dos lugares en los que el mal se hace presente, dos episodios donde un árbol está en el centro, el árbol del conocimiento del bien y del mal y el árbol único en nobleza de la Cruz; y dos pasajes de desnudez: Adán y Eva que al principio se sintieron confiados pero terminaron sintiendo vergüenza, y la de nuestro Salvador que a buen seguro sintió al principio vergüenza al ser despojado de sus vestiduras, pero que terminó entregando su alma confiado al Padre Eterno. Se hizo verdad en la cruz: "Como [...] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos" (Rm 5, 19). Me detengo en este punto que a menudo no es bien entendido, o que nos chirría al oído cuando escuchamos que ''Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado''. Aquí surge una pregunta que debería suscitarnos la meditación de esta afirmación: ¿Cómo nos dice el autor del texto que ''fue escuchado'' si Dios no le libro del patíbulo y la muerte?... La clave no es tanto que Cristo no logró salvarse del trance que le esperaba, sino que ''aprendió sufriendo a obedecer''; alcanzó la plenitud de la obediencia secundando el designio del Padre. Con el "que se haga lo que Tú quieres" ensanchó el Mesías su corazón para culminar lo que ya estaba iniciado: ''nuestra salvación''.

No hay comentarios:

Publicar un comentario