El Concilio Vaticano II quiso subrayar la importancia del carácter pascual que ilumina toda la vida litúrgica y misión de la Iglesia. Así empieza el primer capítulo de Sacrosanctum Concilium, poniendo por base de toda la cristología la afirmación de que Cristo llevó a cabo toda la obra de la redención «principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión» (SC 5).
Por desgracia, el Concilio Vaticano II sufrió la injerencia del maligno tanto en su desarrollo como en su conclusión, como afirmaría Pablo VI, propiciando que una obra que podría haber traído mucho bien a la Iglesia no se le pudiera sacar el partido esperado debido a la mala interpretación, división e ideologización que se vivió en el postconcilio. Seguimos necesitando aplicar con seriedad, fidelidad y cuidado la reforma litúrgica qué, en un primer momento, se hizo a prisa y corriendo, entre las asignaturas pendientes quedó redescubrir la importancia de la "Vigilia Pascual", la cual, por desgracia, pasa desapercibida o no es lo suficientemente preparada, o se reduce para muchos a un interés dudoso sobre el agua bendita... Nos quedamos en pequeñeces, cuando nos encontramos ante la fiesta de las fiestas en la que actualizamos este misterio en el que Cristo «con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró la vida» (prefacio de Pascua).
Esta verdad cristológica no es una idea piadosa; es una verdad de fe que se aplica totalmente a la sacramentalidad de esta noche santa en la que nacen los nuevos hijos a la fe por el bautismo, y en la que todos renovamos las promesas bautismales: «Por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con él, son sepultados con él y resucitan con él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos: Abba, Padre, y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre (Rom 6,4; Ef 2.6; Col 3,1; 2Tim 2,11). Así mismo, cuántas veces comen la cena del Señor proclaman su muerte hasta que vuelva» (SC 6). He aquí otro deseo del Concilio que empezamos a cuidar en el Catecumenado de adultos de forma especial, como lo es acompasar los tiempos y ritos de esa iniciación cristiana, no tanto a la agenda y proyectos propios, sino al año litúrgico y el peregrinar de la Iglesia Diocesana.
Celebrar la Pascua supone celebrar lo más grande, el triunfo del Señor sobre el sepulcro, la victoria de la vida sobre la muerte que queremos dar a conocer al mundo entero. Por eso tiene lugar esta celebración cuando se marcha la luz del día, al entrar en la noche, y he aquí que la llamemos ''vigilia'', pues queremos estar despiertos, atentos y vela. Pues tal como canta el pregón pascual: ''Y así, esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos''. Es el canto de la esperanza que necesita nuestro mundo desesperanzado, nuestra sociedad que esconde la muerte por temor a ella, cuando en realidad debemos desnudarla del miedo ante la luz pascual que nos permita verla vencida. El lucernario, la liturgia de la palabra, la liturgia bautismal y la liturgia eucarística, quieren acercarnos por sus signos a Jesucristo resucitado en su luz, su palabra, su agua y su cuerpo mismo que recibimos como culmen de esta celebración.
Esta es la noche que rompe el silencio de la muerte, que pone fin a las tristezas, pues hoy recordamos aquella noche bendita en que cambió nuestro futuro de forma radical. Ya no nos espera simplemente una sepultura grande o pequeña, rica o pobre, con letras o anónima... Hay algo más allá; nos da la Vida por antonomasia, sin olvidar que nos lega un camino para vivir ya aquí y ahora nuestra vida terrenal y nuestra propia muerte desde una mirada Pascual; en otra clave, en un sentido que sólo Él nos regala de santificar la vida y su final para poder gustar después del banquete de su reino. En una de sus últimas vigilias pascuales San Juan Pablo II afirmó en su homilía: ''En esta Noche Santa ha nacido el nuevo pueblo con el cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre del Verbo encarnado, crucificado y resucitado''. Por esto resuenan las campanas en el gloria, por eso el canto del Aleluya al órgano invade todo el templo, por eso nuestro corazón goza de júbilo al compartir la noticia que nos ocupa esta noche:
¡Ha resucitado el Señor; feliz y Santa Pascua!
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