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domingo, 3 de diciembre de 2023

Llamados a estar vigilantes. Por Joaquín Manuel Serrano Vila


Comenzamos un año nuevo litúrgico con el Adviento; en este primer domingo en que bendecimos y encendemos la corona que nos acompañará en estas cuatro semanas, trataremos de preparar nuestro corazón y nuestra alma para la Pascua navideña. Hemos de valorar el sentido y la importancia del año litúrgico; no es una noria o un tío vivo en el que nos subimos sin posibilidad de apearnos, o la continua repetición de un ciclo, va más allá, pues es una invitación continua y constante de Dios a unirnos a Él. Seguro que hemos desaprovechado muchos advientos y muchas navidades, y quizá sin nosotros saberlo esta pudiera ser la última oportunidad que tenemos como el último tren que pasa por nuestra estación para llegar hasta Cristo. Cuántas veces somos como aquella higuera estéril que no daba fruto y ocupaba espacio gastando agua, pero alguien creyó en ella y le dio una nueva oportunidad para abonarla, regarla, podarla... y que diera por fin su buen fruto. Ojalá este adviento y navidad demos el fruto que el Señor espera de nosotros. 

En primer lugar contemplamos la larguísima espera del pueblo elegido por su Mesías, que se nos presenta en ese solemne cántico del profeta Isaías: ''¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste y los montes se derritieron con tu presencia, jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él''. Es el grito del hombre que clama a Dios, y Él no sólo oirá nuestro clamor para buscarnos remedio, sino que se hará uno de nosotros en la persona de su Hijo. A veces da la sensación de que nos falta mucha fe, casi tenían más fe todas las generaciones previas que esperaron sin dudar nunca que el Salvador habría de venir, que nuestra propia generación que tenemos la seguridad de que el Señor cumplió su promesa y llegó. Qué afortunados somos, no tanto como los que pudieron ver, oír y tocar al Jesús niño y hombre; los que le vieron en la cuna, crecer, predicar, morir y resucitar... Pero sí somos muy afortunados por no no tener que suplicar la redención, ya hemos nacido después de Cristo, y ahora tan sólo hemos de permanecerle fieles para que cuando vuelva por segunda y última vez nos encuentre vigilantes y preparados esperándole. 

Somos llamados a vigilar y esperar: este es el mensaje al que es convocada la Iglesia Católica de todo el orbe por medio de la palabra del Señor en este primer domingo de adviento. Son las palabras clave que Jesús nos entrega en el evangelio de hoy: ''Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento''. Uno puede pensar que con todas las circunstancias que nos embargan y preocupan: la situación política de nuestra nación, la crisis económica, la falta de trabajo, el mundo en guerras, el momento de zozobra que también experimentamos en la Iglesia... ¿Cómo podemos hablar de espera y de esperanza?. Solemos decir que la esperanza es lo último que se pierde, pero por desgracia, hoy vemos cuántas ya se han perdido, cuántos jóvenes se quitan la vida y no pocos otros que viven como muertos vivientes. Y es que lo elemental para poder fortalecer nuestra alma en la virtud esperanzadora es saber en quién y en qué ponemos nuestra esperanza; a quién esperamos. A veces nuestra espera y esperanza es únicamente mundana: ''yo espero alcanzar una buena jubilación'', ''yo espero vivir hasta los 90 años'', ''yo espero que me toque la lotería para poder terminar en un asilo de lujo''... Pero la esperanza a la que se nos llama es la de esperar y vigilar en la virtud teologal, pues tan malo es no tener esperanza como vivir de esperanzas mundanas que aquí se han de quedar y que no irán más allá. Así lo decía Benedicto XVI: «el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza»

Y la esperanza cristiana no consiste en rezar mucho para que Dios me conceda lo mundano que anhelo, sino dejarme sorprender con lo Él ha pensado para mí viviendo, sea bueno o no tanto, como una ayuda para el futuro. Debemos de esperar realmente en que crezca nuestra relación y trato íntimo de Dios, en que cuando vengan mal dadas como en el caso de enfermedades o tragedias nos mantengamos firmes como el barco en la tormenta permaneciendo firme al estar sujeto al fondo por el ancla. Así de firme ha de ser nuestra esperanza en el mañana, en en final de esta vida y, por ende, en el juicio definitivo. A nosotros nos pasa exactamente como el relato del evangelio, como ese ''hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea'': ¿a que se nos parece ese símil?. Pues a Jesús que se fue el día de la Ascensión pero que nos advirtió que volvería sin darnos la fecha ni la hora. He aquí la necesidad de vigilar, y estar alerta y con el alma y corazón preparado, pues cuando menos lo esperemos volverá el Señor llamando a nuestra puerta, y sería muy triste que nos encontrara dormidos y preparados; que nos encontrara con una lista mayor de enemigos que de amigos, que nos descubriera distanciados de Él sin haber hecho oración desde hace mucho ni haber cuidado la reconciliación en el sacramento de la penitencia... Hagamos hoy nuestro el solemne imperativo de este domingo: ¡Velad!

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