(Diario Montañés) Ya sé que a la mitad de los hipotéticos lectores de este artículo la cuestión, cualquier cuestión teológica, le trae sin cuidado y su mera mención les incitará a pasar página; pero, sin duda, a la otra mitad le resultará interesante dedicar un minuto a meditar sobre ella, sobre todo en estos días aciagos en que nuestra nación parece en trance de romperse, o más bien, como dice el escritor barcelonés Félix Ovejero, de “pudrirse
Es creencia moderna que Dios sólo ve a los seres humanos en particular. Dios sólo sabe contar hasta uno, ha ironizado alguien. Mira tan solo a las almas y, por tanto, ya que los países, los estados, los pueblos, no tienen alma, no los ve, no le dan más. Pero, ¿de verdad los pueblos, las naciones, no tienen alma? En lo que queda de fondo cristiano en nuestro tiempo, es casi un dogma que a Dios sí que le preocupa lo colectivo, pero sólo en cuanto se trate del pueblo, del conjunto de los humildes y de la gente pobre. Incluso, yendo más allá, la preocupa la humanidad, el bienestar común de todos los hombres, y hasta el planeta en que viven. Pero no le preocupa España ni Francia ni Europa, ni siquiera Argentina.
Según esa postura, si perece o se pudre España, a un español que crea en Dios no debería importarle mucho. Nuestra nación se extingue, como se extinguieron otras, muy bien, nos convertiremos en ex españoles, en súbditos chinos u otra vez mozárabes, por ejemplo, y no pasará nada. Seguiremos siendo hijos de Dios, aunque seamos más pobres. Seguiremos teniendo un alma que cuidar, una gente más pobre que nosotros a la que socorrer, y todo lo demás, la política, es circunstancial y despreciable.
No fue esa, sin embargo, la manera de pensar de los hombres principales a lo largo de los siglos. Quien tenga el hábito de leer libros de historia, y no me refiero a sesudos tratados actuales, sino obras del pasado, las fuentes directas, los documentos, los epistolarios, descubrirá en seguida que la preocupación por el propio país, llámese monarquía, república o nación, es consustancial a todas sus grandes figuras, y, lo que hace más al caso, es una preocupación de orden religioso, porque la mayoría de los hombres (y no digamos ya mujeres) principales de nuestra historia eran de alma religiosa y no podían dejar de vincular el destino de su país a los designios de Dios.
Siempre me viene a la cabeza, en este tiempo de tribulación para España, la última frase de Miguel de Unamuno antes de morir, el 31 de diciembre de 1936 a la hora de la siesta. Unamuno, que había abrazado el Alzamiento para en seguida renegar de él, estaba absolutamente afligido por la Guerra Civil, por las barbaridades de “los hunos y de los hotros”, y según contó Bartolomé Aragón, el falangista que había ido visitarle esa tarde a su casa, clamó aquello de “Dios no puede abandonar a España” un instante antes de caer fulminado por un ictus.
Sea apócrifa o no esa anécdota, es bien verosímil, o cuando menos, tiene el aire del pensamiento unamuniano, de su pasión por España, fundida en su agonía por la fe en Cristo: su supervivencia individual inextricablemente unida a la supervivencia de esa nación esencialmente cristiana que era la suya. Pero hoy es de creer que el bueno de don Miguel se equivocaba. Porque, viéndola en manos de quien se encuentra en esta hora, parece claro que Dios ha abandonado para siempre a España.
Claro que resultaría más lógico, para un buen creyente, pensar que es al revés: será España la que ha abandonado a Dios. Y, aunque nos tiente mucho lo contrario, puede que sea así. Porque en todas sus caídas, desde la de 711 hasta la de 1931 pasado por la de 1808, el rechazo de Dios por parte de sus autoridades fue a la postre contrarrestado por la fidelidad de una gran parte del pueblo. Mientras que ahora, ¿dónde está la fidelidad? Cuando la aplaudida Constitución de 1978 ha negado el origen verdadero de todo poder legítimo, cuando la promulgación de leyes individualistas y anticristianas sigue un crescendo frenético, cuando el borrado de nuestra verdadera historia no ha hecho sino empezar, cuando al pueblo ya no le importa quedarse sin raíces, y cuando hasta la Iglesia ya ni se atreve a promover sacrificios y plegarias públicas para frenar esta deriva política, es evidente que toda fidelidad colectiva a Dios ha desaparecido de la faz de España, y ya no es que Dios haya abandonado a España sino que Él, Él solo, no puede hacer ya absolutamente nada por evitar su pudrición.
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